Vano
es que malbaratéis vuestra piedad por mi cuñado, porque por cada
cabeza –en este caso barbuda– que se le corta a la Hidra de su desvergüenza le nacen dos, y por
desgracia el otro día nadie que no fuera él mismo cercenó la
comunicación telefónica, por simple aprensión a seguir oyendo los
vaticinios funestos que le auguraba su suegra.
Y
ya que mi hermana me instó a no volver por el estudio achacando,
quién sabe si con razón, a mi mala suerte de fracasado vocacional
no solo que a su marido le saliera la carta del ahorcado, sino
también que se cortocircuitara la instalación eléctrica del piso
que alberga la emisora, ayer aproveché mi segunda tarde libre para
visitar la sección de DVD de esos grandes almacenes que siempre me
da corte
nombrar, adonde Laura no tardará en volver si no se recupera la
curva del gráfico de su audiencia, pese a que, por jóvenes y
atractivos que los contraten, sus empleados parecen envejecer
demasiado aprisa.
Por
algún motivo siempre entro allí abrigando la ilusión de encontrar
una desconocida película de título improbable que en todo caso
reconoceré al ver la carátula, hace mucho tiempo rodada por algún
director caído en desgracia a manos de cualquier McCarthy,
cuya olvidada protagonista me tendrá reservada a través de los
tiempos, gracias a un guionista que habrá muerto alcoholizado en
cualquier habitación interior de hotel, cierta frase que pronunciará
con una voz de seda rasgada y yo sabré descifrar; de hecho, nadie
más que yo –ni el crítico más avezado– la entenderá jamás
porque estará expresamente dirigida a mí para que, enamorado de un
fantasma, me haga eco de la película, por ejemplo en este blog, y
por eso toda la troupe del film, desde el maquillador al fotógrafo
–que aún vive y consume sus últimos días en una geriátrico
quemando las miles de fotografías de sus recuerdos– se desviven al
servicio de la susodicha estrella de serie B, esa rubia con ojeras de
terciopelo violeta, de cuya actuación depende la fama póstuma de
todos ellos; pero lo que no pudieron intuir ni siquiera el ágil
agente de prensa de aquella productora que no tardó en quebrar, ni
mucho menos el presuntuoso galán, tan obsesionado con su
inmortalidad artística que aceptó trabajar en esta película por la
mitad de su tarifa normal, es que algunos días mi número de
entradas no pasa de trece. Así que o me hacéis publicidad y aumento
mi popularidad antes de que encuentre esa película que es tanto la
de mis sueños como la de los sueños de quienes la rodaron, o estos
no pasarán a la historia salvo como el recuerdo casi olvidado de una
película de la niñez.
Dado
que esta vez tenía que pasar por caja, me alegré de encontrar una
oferta de tres por dos, que aumentaba en una película el tesoro que
esperaba adquirir –gracias a mi hermana lo expoliaba– con los
treinta y cinco euros que se me arrugaban en el bolsillo (soy enemigo
de esa metáfora de la clase media que es la cartera). Eso sí, tenía
el condicionante añadido de que al menos dos de los tres títulos
elegidos debían dimanar de la misma productora, y ante los
expositores vacilé como un sultán ante su harén abigarrado,
infinito, extenuante.
Lo
que es la casualidad, tras la irrelevancia de los primeros DVD que
recorrí en un expectante travelling lateral, mi atención efectuó
un vertiginoso zoom de avance sobre tres películas con algo en
común: San
Francisco.
Eran “Vértigo”,
“La senda tenebrosa”
–pese a que el título sugiere un escenario campestre– y “Retorno
al pasado”
–ésta sí es más campestre, pero en parte también transcurre en
Frisco.
Y
eso pocas semanas después de que se haya cumplido el septuagésimo
quinto aniversario de la inauguración del Golden
Gate,
un escenario decisivo en “Vértigo”, de simbología fálica en la
escena en que James
Stewart–Orfeo–Hamlet rescata
de las infernales aguas de su suicidio a Kim
Novak–Eurídice–Ofelia,
a la deriva los pétalos de las rosas que ella había dejado caer al
mar y le habrían servido de mortaja carmesí. Porque aunque no tuvo
que hacerle el boca a boca, ella se había desmayado y él se
apresuró a llevarla a casa y cambiarle la ropa empapada con cuidado
de que no se despertara.
Fotograma,
si puedes, del golden gate en vértigo o de esta escena. Si no, no
pongas ninguno
En
cualquier caso dispongo de las tres obras; el de la constancia de mi
razonable autarquía artística no es el menor placer de estas
visitas. Luego se alternaron otras dos triadas que me confirmaron en
mi idea de que habría que cambiar la clásica división de géneros
–western, melodrama, comedia policíaca, psicológica…–, puesto
que se entremezclan confusamente. ¿Acaso no hay melodramas
policíacos como “In
a lonely place”,
comedias bélicas (“Cinco
tumbas al Cairo”)
o hasta algunas de romanos y a la vez de ciencia ficción, como “El
Satiricón” de Fellini?
Otros
criterios deberían distinguir los géneros. Así, deberíamos, por
ejemplo, hablar de películas “de trenes” (como el primer trío
que había visto: “Alarma
en el expreso”, “Estación Termini” o “Breve encuentro”
–ésta perteneciente al subgénero “de cercanías”–), con
características comunes como la tristeza de las despedidas
adensándose con el humo de las locomotoras antiguas, la pasión
amorosa saltando chispas en los ejes de las ruedas, las carbonillas
revoloteando por la estación como jirones de nostalgia; o películas
“de boxeo” (la segunda triada que encontré: “Cuerpo
y alma”
–con esa peligrosa delantera formada por Gardfield–Polonsky–Rossen
pateada
por el marrullero defensa de la moral pública, el senador Macarthy,
“The
set–up”
–adscrita al subgénero del boxeador decadente con el encanto fatal
de los perdedores– y “Marcado
por el odio”
–con Paul
Newman
como peso ligero–. Y allí estaban “Dos
semanas en otra ciudad”
y “El
crepúsculo de los dioses”,
ejemplos de otro hipotético género, el de “cine sobre cine”,
subgénero amargo, crítico y cínico, opuesto al subgénero de “La
noche americana”,
exaltador del séptimo arte.
Todas
en mi videoteca, pero la que descubrí después de otra de boxeo (“El
ídolo caído”,
con Kirk el omnipresente), más allá de la irreductible poesía de
su título, me inmovilizó en un deslumbramiento humillante: “La
jungla de asfalto”,
una laguna en el lujoso campo de golf de mi culturilla
cinematográfica, pues apenas la había visto un par de veces,
mediados los ochenta, gracias a una copia VHS averiada por el precoz
sabotaje, con tres años, de mi anti sistémico hermano. Me abalancé
hacia ella antes de que nadie me la arrebatara, aunque una vez
estrechada contra mi pecho advertí que por allí yo era el único
cliente y estaba desierta hasta la caja.
Resbalé
la vista por varios títulos que cual banderines triunfales ondearon
a través de los infinitos hoyos que jalonan mi campo de golf, tales
como “Madame
Bovary”
(la buena, la de Minelli,
en mi sorprendente –para mí mismo– opinión, mejor que la de
Renoir),
“La
noche de la iguana”
(cómo detesto a la gente que sostiene que las obras de Tennessee
Williams
han envejecido, sobre todo porque llevan razón), “Executive
suite”
(creo que aquí se estrenó como “La torre de los malditos”),
“Carta
de una desconocida”
(Ophüls
hubiera podido ser el cineasta oficial de Kakania)… y ¡”A
pleno sol”!,
junto con “Extraños
en un tren”
la mejor adaptación de ninguna obra de Patricia
Hightsmith,
otra carencia por mi parte. Ahora fui más discreto, y me hice con
ella como al descuido, acercándome de través y echándole mano como
un tentáculo instantáneo, para que nadie supiera que hasta entonces
no la había visto.
Después
el “Ladrón
de bicicletas”
siguió al de Bagdad, y a aquél el de cadáveres según Stevenson
(el novelista; hay un cineasta que también se llama Robert
Stevenson),
y como tenía que volver a casa a terminar “Yo, Claudio” antes de
bañar a Alma, como tercera en discordia me decidí por “The
breaking point”,
una versión casi tan buena como “Tener
y no tener”
de la homónima novela de Hemmingway,
aunque en la segunda Hawks
compró los derechos prácticamente solo para poder utilizar como
reclamo el título y el prestigioso nombre del novelista en los
títulos de crédito, ya que su argumento apenas se parece al de la
novela.
Abonado
el importe, por una vez me desembaracé pronto del desagradable
pensamiento acerca de cuánto se parece mi cuñado a Ernest, debido a
un descubrimiento aún peor: como en un mal remake, desde la sección
de informática me observaba alguien conocido haciendo que examinaba
un ordenador portátil. Llevaba gabardina.
Había
cometido el error de comprar tres películas policíacas.
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