Fasto
día para ese doble del malicioso Peter
Ustinov
que es Lorenzo,
el de la mesa de al lado en el banco, y nefasto para los demás,
porque ayer, para que viniéramos adecentados, el director nos
anunció –como César arengando a los centuriones–, la visita de
dos consejeros llegados de la metrópoli para pasar revista a las
legiones –sucursales– acantonadas en la provincia; y eso daba a
Lorenzo pábulo para elaborar todo tipo de oráculos –infundios–
que según las teorías de Galeno le bajaran la tensión.
Llegó
a inventar que –como un general derrotado por los bárbaros ha de
excusarse ante el senado– el jefe justificaría nuestra falta de
liquidez con la coartada de sucesivos atracos que la mafia (piratas
fenicios venidos de Sicilia) nos había obligado a silenciar, y
evocaba yo la aséptica eficiencia con que E.G.
Robinson o Sterling Hayden
(no el músico) manipulan las ametralladoras según el plan concebido
durante años a la sombra por un cerebro casi siempre germánico,
minuciosamente repasado en humosos apartamentos al brillo de las
botellas y de los revólveres, cuando un frenazo procedente de la
calle me privó de mis delirios cinéfilos.
Observamos
por el ventanal que como en un choque de cuadrigas el Renault de
Pepe, el cajero, embestía el morro del fúnebre Audi que intentaba
aparcar en frente. Las puertas se abrieron con violencia y, con la
actitud de un tribuno de la plebe contradiciendo a los patricios,
Pepe se puso a discutir con un par de maduros repeinados, ataviados
como para una boda, hasta con sendos pañuelos asomando por el
bolsillo de las túnicas, digo americanas. Gritaban los tres, sin
seguir la retórica ciceroniana, y manoteaban de momento al aire,
pero ya tan cerca entre sí que en cualquier momento podrían
rozarse, ante la expectación de algunos viandantes ávidos de que se
derramara la primera sangre en el circo.
María,
el amor platónico de Pepe y compañera de la caja, salió
blasfemando a los dioses, saltó a la calle como un gladiador a la
arena y, ya antes de alcanzarlos, se puso a increpar a aquel par de
pijos. Lorenzo empezó a contarme que no era cierto que Pepe viniera
del dentista, sino que había estado de juerga –haciendo libaciones
a los dioses, pensé–, por supuesto sin dejar de engañar a María
con alguna hetaira, y con la resaca no podía ni conducir.
Al
rato se aplacaron los ánimos, y mientras los implicados se daban los
datos del seguro tan ceñudos como si se intercambiaran las tarjetas
acordando un duelo para el amanecer, María volvía a su puesto, como
buena egiptóloga que es, mascullando para tranquilizarse los nombres
de los faraones de todas las dinastías. Al poco cruzó Pepe,
espasmódica la cara, y tras dejar pasar a un camión los otros lo
siguieron al paso de cristianos perseguidos por leones, lo
alcanzaron, y él se detuvo con la boca abierta al verlos pulsar el
botón de la puerta. Con una risa neroniana resoplándome por las
narices, les abrí y los tres se quedaron tan inmóviles como en
Shakespeare
o en Mankiewicz,
Casio vacilante ante las estatuas de Julio César y Pompeyo, hasta
que el jefe se les acercó, bien aceitadas las bisagras de la cadera,
como adorando a Júpiter: los dos trajeados eran los consejeros
delegados. La otra ventanilla también estaba desierta: sin haber
pasado de Amenofis, María parecía trastear en los cajones de abajo
deseando que la succionaran las arenas movedizas del Sinaí. Entró
un vejestorio reclamando a voces que la vajilla que le habíamos
regalado a cambio de domiciliar la pensión estaba tan resquebrajada
como la confianza en el sistema financiero. Y tenía razón: ¿qué
clase de banco somos? Mereceríamos la intervención, la
nacionalización, un atraco, que nos presida Rato o los tres hermanos
Marx siguiendo la doctrina del cuarto: Karl.
Pasada
la hora de comer, proseguía el cónclave (la fumata blanca parecía
más difícil que en “Las
Sandalias del Pescador”),
y ninguno nos atrevíamos a cerrar por si a la vuelta nos
encontrábamos la puerta precintada, según vaticinaba Lorenzo con la
gravedad de un augur que del vientre de una oca desentraña una
catástrofe inminente. La verdad es que entretanto yo estaba
encantado de seguir avanzando a través de “Yo,
Claudio”
(¿se ha notado que la estoy leyendo?), de Robert
Graves,
el autor que escribía best sellers históricos para permitirse el
lujo de ser un gran poeta. Como una sibila, ahora Lorenzo parecía
poseído por el arrebato de la adivinación, y los cajeros se miraban
como Romeo y Julieta antes de envenenarse al alimón en una versión
ligeramente variada.
Por
su parte, a causa de algún motivo misterioso, los tres directivos
iban con tanta frecuencia al lavabo que varias veces tuvo alguno que
esperar en la misma puerta a que otro saliera, y hubo una vez en que
fueron los dos visitantes quienes hubieron de esperar, enjugándose
la frente con los ya menos ornamentales pañuelos, y como no se
atrevían a conspirar delante nuestra ni sabían quién de los dos
iba primero, irrumpieron adentro, a un grito de sorpresa del jefe, a
seguir deliberando a tres bandas.
De
tanto en tanto salía éste, más blanco que nuestra hoja de
beneficios, a consultarnos algún dato. Como portentos o presagios de
los idus de marzo, relampagueaban las pantallas de los ordenadores;
la impresora alumbraba informes delirantes con la tinta desvaída, y
hasta Lorenzo calló para buscar las ofertas de empleo del periódico
y descubrir que ya es una sección extinguida de la prensa.
De
vez en cuando se oían voces y bufidos de adentro; nunca del
director. Nos gorjeaban los estómagos, el mío de contento porque,
trasegadas cien páginas, ya había llegado a la parte en que el
pobre Cla-claudio
era un joven que tartamudeaba menos y albergaba la ilusión de llegar
a ser historiador, y Pepe salió a comprar hamburguesas para todos,
con la esperanza inviable de congraciarse con los consejeros.
Si,
refundada por él la CNT, hubiera pasado mi hermano y nos hubiera
visto trabajando a aquellas horas, cual moderno Espartaco habría
cumplido su sueño de quemar una sucursal bancaria con Craso –mejor
Creso, tratándose de un banco– (Lawrence
Olivier)
adentro. No habría comprendido lo que aquella jornada parecía
representar –sobre todo cuando compartiéramos las hamburguesas–,
la solidaridad entre el capital y el trabajo, todos conjurados como
Catilina
contra la tormenta de los tiempos, remando codo a codo en un trirreme
a los golpes de tambor del liberto de turno.
Pulsó
el botón un cliente extemporáneo vestido de smoking, que resultó
un camarero empujando un carrito cubierto del mantel de hilo de un
restaurante de lujo y con una campana de cristal a modo de cúpula de
protección. Camino del despacho, pasó delante nuestra sin saludar,
con aires de César ante la plebe, dejándonos una estela de
apetitosos aromas e ilusiones de justicia social perdidas, nuestras
narices virtualmente aplastadas como las de los niños pobres de
Dickens
contra aquel escaparate donde resplandecían los cubiletes de plata
con botellas color oro y pirámides de caviar. Desde una bandeja se
agitaron las pinzas del cangrejo de la envidia, también el bichito
del hambre. ¿Cuándo llegarían las hamburguesas?
Cerrando
una novela que –al estilo aquéllas con o sin ketchup– pertenecía
a “las letras de lectura rápida”, me vi tan absorbido por ella
que solo podía pensar en términos romanos: igual que pasa con la
comida rápida o ciertas series de televisión o extraterrestres
demasiado fisgones, aquella obra me había abducido. Antes de volver
a abrir el libro, incluso pensé que, como tarde o temprano se
refiere más o menos accidentalmente en todas las películas y
novelas de romanos y dado que en el presente apocalipsis estamos en
el año cero, cualquier día María y Pepe tendrían un hijo
maravilloso y se irían a Egipto de luna de miel.
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