No
recuerdo cuántas veces circundé la ciudad a lo largo de la circunvalación sin
saber qué entrada tomar. Me encontraba en tierra de nadie, en un limbo de
irrealidad, en una crisis de identidad. Me sentía tan ajeno a las torres como a
las chabolas crecidas en las lomas del norte. Eterno defensor de la memoria,
estaba amnésico. Una especie de destierro interior me alejaba tanto de la vida
bohemia como de la burguesa.
Carecía
de amigos y vecinos, de domicilio u oficio fijo, de país y de religión, de
futuro y de pasado, por no tener no tenía ni edad; ya no era joven pero tampoco
viejo. Y lo más grave: no tenía novela en curso ni ideas ni ánimos para
acometer alguna. No era rico pero tampoco pobre, no estaba alegre pero tampoco
triste, aunque más bien triste. Me movía a través de un figurado domingo por la
tarde de sol filtrado e indeclinable en cuya luz maduraba una intemporal
nostalgia, la nostalgia por lo que nunca había tenido, la consciencia de un
vacío dejado por nadie.
Y
esta vez aquella difusa tristeza no se resolvía con la espectral visita a alguna
unifamiliar adosada con un columpio pendiente de un castaño meciéndose al
viento desolado o sobre el césped pelado con un estuche de acuarelas
disolviéndose bajo la lluvia. Era como si me hubiera despedido de alguien muy
querido y no obstante olvidado que solo hubiera dejado la pena de su ausencia.
Extranjero en mi propia ciudad –no pude sino recordar a Camus- discurría en una
clandestinidad existencial. Ni siquiera podía acogerme a la única embajada de
asilo seguro; mi madre no respondía al fijo y, ocupada en el dispensario, no me
la pasaban en el ambulatorio y tenía el portátil desconectado. Era una
especialista en curarme todo tipo de heridas,
mi única sanadora. No tenía espacio en el apartamento para recibirme, de ella
solo necesitaba el consejo y el consuelo de su voz de terciopelo circulando
como un suero nutriente en mi sangre.
Le
disgustaría mi ruptura con Ángela. Desde que me había mudado con la mujer más
célebre de la ciudad se le notaba, además de orgullosa, aliviada por mi cambio
de vida y haber encontrado una sucesora en quien delegar sus preocupaciones.
Además, tendría que posponer sus ilusiones de convertirse en abuela; no
encontraba la manera de convencerla de que los hijos natos como yo somos
padres-de-nadie. Quizá por mi carácter de hijo único y póstumo siempre fue una
madre protectora. Mujer emprendedora, imaginativa, diestra, certera y acertada,
cierta, de perenne iniciativa y carácter de acero, generosa y conciliadora, a
sus veinte, como una dalia joven y vigorosa trasplantada del campo a un
invernadero, se vino a la ciudad procedente del remoto pueblo, dos provincias
al norte, a cursar enfermería.
Aún
auxiliar conoció y casó con mi padre, un prodigioso neurocirujano refugiado de
cierta ciudad centroeuropea que en treinta años había pertenecido a cinco
países decisivos, de estirpe magiar, húngara o acaso zíngara, en definitiva un
bohemio de Bohemia con afición a la música de sus compatriotas y a las bebidas
espirituosas. Fulminado por un infarto masivo un mes antes de mi nacimiento,
mamá tuvo que sacarme adelante con su espíritu de lucha, secundada por los
abuelos y una pensión insuficiente. Me temía que cuando la pusiera al corriente
de mi conflicto hiciera causa común con aquella otra mujer de hierro en
aleación con talento, Ángela, de quien se declaraba admiradora. Se veía
reflejada en ella, su modelo si hubiera nacido en la generación siguiente. Creo
que el día que se la presenté fue el único que se sintió orgullosa de mí.
Aceleré para dejar atrás tales consideraciones.
Apreté
el volante, nervioso y frustrado. Todos los vericuetos de mi pensamiento fluían
en una dirección única, en la embotellada autovía de mi obsesión: Ángela, la
gata garduña, maléfica y peligrosa, vengativa y maliciosa. Volvían los síntomas
que ahora en el pueblo me resultan tan familiares: ebullición de la temperatura
corporal, tamborileo de patíbulo del corazón, el dolor retumbando en el
cerebro. Tolón, tolón, me atolondraba la campana de la cabeza. Mentalmente
volvía y revolvía mis recriminaciones contra Ángela con la misma insistencia
con que circunvalaba la ciudad en un círculo vicioso y sin salida. Cuando me planteaba
por dónde entrar me hipnotizaba el péndulo de la incertidumbre.
A
veces me daba por pensar que, desterrado de la ciudad tras convertirme en uno
de sus más prominentes vecinos, la rondaba buscando una entrada clandestina,
otras veces sucumbía a la impresión de estar cercándola o asediándola para
rendirla, reconquistarla y expoliarla. No sabía si echarla de menos o
incendiarla. Hasta que acaso para volver al lugar del crimen, adopté el desvío
del centro.
Con
la animadversión de un infiltrado dejé atrás la catedral y el ayuntamiento.
Decidí abandonar el coche en un parking cercano a la inmobiliaria de un amigo
con el propósito de alquilarle algún apartamento, cuando recordé que igual que
a tanta gente influyente me lo había presentado ella. De un volantazo enfilé el
bulevar. No quería que ella supiese de mí. Sobre la cima de añosos plátanos, en
la azotea del bloque de una perpendicular distinguí un cartel de alquiler, una
especie de palomar o torreón, posiblemente el estudio de algún conserje
antiguo.
Fui
a almorzar con la llave y el contrato de alquiler en el bolsillo. Había logrado
convencer al propietario de que no me exigiera avalista, de modo que pude
evitarle a mamá desempeñar su clásico papel en mis negocios. El tipo se las
había ingeniado para acondicionar como estudio abuhardillado, de diez metros
cuadrados, tal excrecencia o forúnculo nacido en la joroba de aquel mazacote de
edificio, especie de ballena varada a orillas del bulevar, de fachada de
arenisca y sin ascensor.
Después
de almorzar cabeceé una siesta en la colchoneta de faquir engendrada bajo los
cojines del sofá de eskay con el forro destazado, único mobiliario junto con
una mesa plegable y una silla de tijera con tela a horizontales rayas
albiazules, procedentes de un equipo de camping. Arrasado de desventura,
después de una mala noche me dormí hipnotizado por el péndulo del hilo de una
araña en un rincón del cielorraso.
Desperté
con la reparadora, redentora sensación de haber recibido un indulto o de haber
lavado con el sueño mis culpas. Cambié las cándidas claves del mail, Google y
Twitter por otras que según las leyes de la probabilidad un ejército de
matemáticos habría tardado un milenio en descifrar.
Por
el ojo de buey, sobre un fondo de seda azul topacio transitó un deshilachado
dragón chino de algodón. Salí al terrado, erizado de antenas de televisión, una
de telefonía, y con el suelo de pizarra. Siempre supe que la literatura me
llevaría a la cima. Miré en lontananza el horizonte asperjado de cirros,
hinchiendo el pecho con graves y trascendentes consideraciones respecto al
futuro. Aquel sería un buen lugar para escribir, no sabía qué escribir ni ya
para qué escribir o porqué escribir, pero estaba bien claro que necesitaba
escribir. En aquel cubículo tan independiente podría concentrarme, aunque Kafka
predicaba para el escritor e tipo opuesto de aislamiento, un habitáculo
soterrado, de modo que puesto a seguirlo debería haber alquilado un trastero en
un profundo sótano.
Desde
allí se contemplaba una perspectiva abierta del bulevar, las dos hileras de
arbustos en flor paralelas a sendas filas de autos atascados e interrumpidas
por quioscos, estatuas de celebridades antiguas, zonas de juego, una glorieta y
dos rotondas con surtidores. Una banda de jóvenes instrumentistas de viento
metal se dirigían a ensayar en la glorieta. Tomé una fotografía con el
teléfono. Hoy día es tan fácil ser fotógrafo como escritor.
Al
revisar Twitter me sentí caer al bulevar por el vacío de siete plantas:
aparecía colgada en mi cuenta la fotografía recién tomada. Entre los músicos,
antes de subir a la glorieta, un trompetista, haciendo los cuernos con la otra
mano y empinando el instrumento como si bebiera a morro, parecía ensayar una
pedorreta.
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