Desde
el patio, el procaz silbido de los estorninos como un instrumento solista se
impone al ritmo de la polilla de la puerta y a la reverberación de cigarras,
procedente del valle. Desvío la vista de la vieja edición de Robinson Crusoe:
en el resplandor de postigos abiertos da el do de pecho la luz del sol, con el
fondo de cellos y violines de las nubes y la sección de viento de una brisa
ámbar. Como un perro de lanas la tarde con su lengua seca y glauca lame el
vidrio opaco de polvo. Un alegre perro moteado de lunares albos, las semillas
que los álamos siguen deshilachando en el aire, copos y espumas que empluman la
exaltada luz.
Tendido
en el sofá de gutapercha observo las briznas de paja en llamas que en el zócalo
prende el sol a través de los orificios del techo y las junturas de las tejas;
esta ala de la casa carece de segunda planta. La calma se adensa en los haces
amarillos pululantes de partículas de polvo en suspensión. En su tibia pereza
brilla el silencio de Mayo. Ahora calla la luz densa, pura, madura, serena. Una
luz que pronto declinará y lo sabe, y que en la conciencia de su ocaso poseerá
al aire y alcanzará el éxtasis, la gloria.
El
letargo se condensa en una especie de vapor, en una cálida ensoñación de humo
rizado en volutas que me narcotiza. Acaso sea el último reflejo flameante del
hogar encendido, hace treinta años que no humea la chimenea. Me invade una paz
inédita, una lenta, morosa felicidad. Puedo ver cómo la casa sueña bajo la
nieve de primavera, y a través de las paredes transparentes cómo dormita en su
seno su secreto inquilino, sumido en el encantamiento del pasado y en un
sentimiento de armonía con el mundo. Me disuelvo en la memoria. Más que alguien
que recuerda, aspiro a ser otro espíritu de los que pueblan la casa.
Tras
la desconfianza inicial, este viejo diván, mullido a fuerza de reblandecido, me
acoge con el entrañable abrazo de una vieja amante, ahora más dulce y bella,
más propicia y mejor dispuesta, más generosa y entregada, sazonada. Porque
recién llegado las cojitrancas sillas de anea, la displicente mesa camilla con
ropa de terciopelo raído, el orgulloso y noble aparador labrado de roble, los
misteriosos arcones con apliques de bronce, las taciturnas cómodas, las tímidas
y contritas consolas barnizadas de inmemorial polvo, el desvencijado mueble bar
con una actitud de decrépito mayordomo que ha olvidado su cometido, al pronto
se retrajeron y a mis pasos de reconocimiento parecían retirarse trastabillando
hacia sombras de suspicacias; pero paulatinamente fueron perfilándose con la
timidez de viejos amigos, dese la penumbra asomaban suavizando sus aristas y
los cristales de sus vitrinas empezaron a reflejarme, hasta que reintegrándose
a sus posiciones volvieron a confiarme los secretos de sus cajones y los
recuerdos de sus rincones, las memorias traspapeladas en las cartas
amarillentas que guardaban, me mostraron las imágenes sepia de las fotografías
y las visiones conservadas en sus azogues, cada noche me susurraban sus
confidencias con los chasquidos de sus maderas y con el ritmo de la carcoma me
insistían en sus dudas existenciales o de conciencia.
Los
abombados listones de cerezo del suelo reconocieron mis pasos. El segundo o
tercer día desde el asiento forrado de tela albiazul de la mecedora me guiñó el
ojo cristalino de una canica de la infancia. La mesita de noche me desafió a
una partida ofreciéndome el tablero de una oca. Junto a la garra de león que un
velador tiene por pata asomaba una peluda pelota de tenis rodada hasta allí
procedente de una volea de treinta años atrás. Enfriados por el olvido y
enrarecidos, con mis presencia se fueron entibiando y ventilando las cámaras y
cuartos orientados al patio.
Como
si me hallara en la placenta o la tumba del tiempo, aquí siento que nada puede
sucederme, ni bueno ni malo, lo cual en mi caso acepto de buen grado, de hecho
aquí nunca nada sucede, la unidad de lugar impone la del tiempo, en el
continuum del espacio el presente se revierte al pasado, la vida se vierte en
literatura. Aquí el paso del tiempo siempre ha sido hechizado al conjuro de las
costumbres cíclicas, con las norias nunca dejan de girar los ciclos de las
estaciones y la cosecha; si cada día repite el horario, todos los días son el
mismo.
Si
bien en la ciudad siempre iba a contrapié y a la defensiva, en una eterna fuga,
y el tiempo me perseguía con una jauría de minutos y hasta de sus cachorros los
segundos, y me atropellaba y en estampida me aplastaba con un estrés que me
descalabraba el pensamiento, en esta casa sin relojes con facilidad burlo al
tiempo y concentrado en mis rutinas de escritura y lectura me sustraigo a las señales
y acusaciones de sus crueles manecillas.
Yacente
a mi alcance en la estera de cáñamo ronronea el perro, las orejas de punta y
estremeciéndose al ritmo del sueño las pintas negras del costado donde después
de dos días de comidas regulares ya no se le marcan las costillas. Convulsa se
le agita la pata derecha, en sueños a la carrera tras la inmemorial presa a
través de un bosque luminoso. Aún no lo bautizado. Más que a Lion, el foxterrier
que hube de traspasar a mamá por culpa de Lía, la gata de Ángela, se parece a Lucy,
el podenco del abuelo, su predecesora en esta casa, cuyo rastro espectral a
veces parece seguir entre aullidos encelados. El pobre Lion no tuvo tiempo de
adaptarse a su nuevo hogar, de un tirón se soltó de mi madre porque al parecer
vio en la otra acera a alguien parecido a mí y fue atropellado por un autobús.
Acaricio
a tientas a mi nuevo compañero, rehílo la lectura de Defoe. Un perro siempre ha
satisfecho mi escasa necesidad de compañía; poco más que un mueve animado,
animal de fondo, apenas molestan ni interrumpen, con todo se conforman, aman la
costumbre y agradecen el menor gesto. Reconozco los primeros compases de la
obertura de Candide. Me levanto a subir el volumen del receptor de radio a
pilas. Me pregunto si será una interpretación del propio Bernstein.
Estoy
descubriendo lo poco que necesito para realizar mis aspiraciones o cumplir mi
destino. Justamente, lo mismo de que disponía aquí, en los veranos de mi
adolescencia. Ya entonces, cuando más aguda era la conciencia de mis carencias
y ciegamente ansiaba salir al mundo, tenía todo lo necesario: libros, papel,
lápiz, una radio y sobre todo tiempo propio, un tiempo que ante mí se extendía
a lo lejos como un solitario camino de sirga flanqueado de álamos que cruzara
el valle hasta perderse en un punto de fuga próximo a la cordillera. Respecto a
aquella época ahora carezco de electricidad (por afortunado olvido no han
cortado el agua); no la echo en falta gracias a lo benigno del clima y el
largor de los días.
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