-¿Algún
problema?
-Lo
siento, caballero, la cuenta carece de efectivo.
Del
otro lado de la mampara la bronceada cara del cajero palideció y se ruborizó a
un tiempo; un filamento de luz color kétchup mezclado con mostaza alumbró desde
dentro la bombilla de su cabeza calva; desde el cénit de su frente y del
asombro ante un cliente que solicitaba diez mil euros de una cuenta conjunta,
los ciempiés de las cejas descendieron a la ceñuda sospecha e incomodidad de
encontrarla sin fondos. No dejaba de pestañear, deslumbrado por un reflejo de
mi vergonzosa situación. Rehuyéndome la mirada, la posó en la pantalla del
ordenador, a la espera de mi oprobiosa retirada.
Desde
la izquierda me asaeteaban los incisivos ojos de una matrona de mandíbula
cuadrada y los párpados inflamados por una escandalizada curiosidad, la cliente
precedente que a tientas sobre la repisa guardaba la documentación y un sobre
obeso en un bolso de piel de cocodrilo; a ella nunca le sucedería nada
semejante, parecía pensar.
El
cajero ahora enfocó mi DNI para darme a entender que lo recobrase y me
retirase; sin otro cliente en la sucursal del barrio carecía de excusa para
forzar la interrupción de tan penosa escena. Para justificar mi confusión
exclamé que la otra titular debió olvidar que a través de aquella cuenta
pagábamos la luz. Pero no debería extrañarme después de haberme encontrado en
sendos cajeros con que habían cambiado la contraseña de las dos tarjetas de
crédito.
Desalentado,
me dirigí a la máquina actualizadora de movimientos: aquella misma mañana
Ángela había dispuesto de los veinte mil euros de efectivo. En todo caso recordé
que yo no había aportado a la cuenta conjunta más que trescientos euros –los ahorros
de toda una disipada vida- y que por mis propios medios podría solucionar mis
problemas de solvencia.
No
sin perderme un par de veces logré arribar a la oficina de correos. Desde años
guardaba mil quinientos euros en un apartado de correos para casos de
emergencia. Más que los consejos de mi ahorrativa madre –partidaria de la hormiguita
de la fábula-, me habían inducido a tal providencia la lectura de John Le Carré
y mi fugaz pertenencia en la primera juventud a una célula anarquista
partidaria de la acción directa, pues si bien no pasé de repartir unos cuantos
periódicos a la salida de una fábrica, para dar seriedad al caso me apresuré a
ahorrar tal cantidad para contar con ella en caso de fuga. Y si hasta ahora no
había dispuesto de tal suma era por no reconocer que había renunciado a mis
convicciones libertarias.
Provisto
de éstas y del dinero, subí al coche a buscar alojamiento. Intenté consolarme
de todo lo que había perdido con la idea de que recuperaba la libertad. Volvería
a la zona universitaria, a mis viajes nocturnos de bar en pub alrededor del
barrio, la vuelta al mundo de siete calles en ochenta camas. No sabía lo que me
esperaba.
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