Cada
vez que la recepcionista abría a un nuevo cliente o a un recadero, temía que se
tratara de ellos. En el tabique ornado de bodegones tenebristas retumbaban
golpes de pico y los alaridos de una taladradora. Las piezas de caza y los
gallos que se desangraban en una hedionda penumbra parecían aullar más allá de
la muerte. Esperando que los albañiles surgieran de un momento a otro de la
pared derruida, los presentes, con la tímida alevosía de jugadores de ajedrez o
tenistas en la red, jugábamos a esquivarnos la mirada.
Por
una vez las hipócritas alfombras y los mullidos tapices, glorificadores de una
cruenta cruzada, acostumbrados a amortiguar pasos y a guardar secretos, no
podían reabsorber aquel estrépito en el encantamiento de su silencio. Desde su
mesa en el vestíbulo me reclamó la recepcionista:
-Si
fuera tana mable, necesito confirmar algunos datos de su ficha. Me ha fallado
la informática.
Tuve
que facilitarle mis nueva dirección, teléfono fijo y móvil, y correo
electrónico, por no hablar de la profesión o el estado civil.
-Muchas
gracias, Oscar.
-Felipe,
de nombre no he cambiado.
-Perdone
–se agitó su tez marmórea: parecieron tirarle desde atrás del cabello.
Volví
a mi puesto en la sala de espera. De las rendijas del despacho reptaba un silencio de abrumada desolación.
Al contrario que sus colegas, como los médicos, el amigo Mínguez exponía a los
clientes todas las dificultades y ponderaba la gravedad de su caso.
Frente
a mí un anciano descarnado temblequeando con su pluma anotó en una agenda algo quizá relativo a su
problema, me emocionó verlo esmerarse en su letra y sobreponerse a las trabas
del Parkinson, apoyado sobre una revista, la punta de la lengua sobre el bigote
y el meñique engarabitado, mientras los demás, dos jóvenes de punta en blanco,
una dama madura, y tres hombres de mediana edad, uno de nariz prominente y los
otros dos de intercambiables rasgos borrosos, tecleaban en sus teléfonos, y
creo que con aquel estremecimiento por primera vez me sobrevino la intuición de
que describiría todo aquello, mis dificultades de aquellos días, la persecución
del gordo y el flaco, mi estancia en la sala de espera mientras el anciano
escribía en la agenda, supe que pronto escribiría sobre todo aquello, sí, debió
ser entonces cuando pensé que la mejor manera de superar mi crisis creativa
estribaría en aprovecharme de lo que me la había provocado, y sentí que en mi
interior reverberaba el pálpito de una emoción inefable, algo parecido al
primer latido de un idilio.
Porque
si bien necesitaba la ayuda del amigo Mínguez por otro lado deseaba seguir
solo, que mi situación se complicara, que en torno a mí se tejiera con todo el
retorcimiento y la perfidia de su intriga una trama que me ofreciera un
material novelable. Me impedían inventar nada el desconcierto y la ansiedad
inoculados por el hostigamiento de Ángela; su persecución me atropellaba el
pensamiento y su alargada mano me estrangulaba la creatividad.
Al
anciano se le resbaló la pluma de la mano, estalló el fragor de la taladradora,
y ver cómo los demás disponían de sus teléfonos a discreción, me recordó las ofensas
inferidas y se me desbocó la idea de escribirlo todo; como un sueño olvidado,
una burbuja de jabón que se evapora o el aliento de una fugaz felicidad –una bella
desconocida que pasa de largo, alguna de mis visiones-, se desvaneció tal
propósito sin dejar rastro, y hasta poco después de mi llegada al pueblo olvidé
que tenía en mis desventuras el mejor argumento para mi próxima novela.
A
los golpes de pico sobre el tabique repasé cuanto tenía que contarle al amigo
Mínguez. No contento con profanar mi intimidad, Ángela había interrumpido y
ocluido todas mis comunicaciones. El primer día ya deduje que si descifraba con
tanta facilidad mis claves de correo electrónico, Twitter o navegador de
internet, no se debía a otro portento de su inteligencia, sino a que me tenía
intervenido el teléfono. O más que intervenido, lo tenía monitorizado. Supe de
tal posibilidad porque recientemente denunció el caso cierto renombrado
político víctima de lo mismo. Como demostraba el hecho de que hubiera colgado
en mi cuenta de Twitter la foto del bulevar, había ella convertido mi terminal
en un zombi, en un espía que le delataba cada uno de mis movimientos y hasta le
servía de micrófono. La malvada no solo había podido escuchar mis
conversaciones telefónicas y seguir a tiempo real mis manipulaciones en él,
sino que, mientras el terminal estuviera cerca de mí también había percibido
mis exclamaciones e insultos contra ella, mis juramentos y denuestos, mis
eructos y mis pedos.
Como
si fuera una serpiente me apresuré a lanzar el teléfono por una alcantarilla
con la tapa entreabierta. Aquello me costó una noche de insomnio. De nada me
valió doblar la dosis del ansiolítico prescrito por el médico del seguro desde
que me constó que El Cazador no remontaba las ventas ni publicado por
Atlántida. Al intentar ponerme en contacto con el doctor para consultarle el
caso, comprobé que, recién activado, el teclado del nuevo teléfono burlaba mis
indicaciones. Ángela estaba utilizando contra mí una tecnología policial; me
sentí tratado como un narcotraficante.
También
fueron instantáneamente desveladas las nuevas claves introducidas a través de
ordenador portátil; me había inoculado un virus en el ordenador que me impidió
concluir una reseña sobre una adaptación al cine de El Lamento de Portnoy. Por
una vez me alegré de no tener ninguna novela en curso. En todo caso no tenía
medio de remitir mi artículo a la web solicitante, pues me fue imposible
conectarme a Internet por medio alguno.
Con
el corazón batiente, me dirigí al locutorio de la esquina. No pude acceder a la
configuración de mis cuentas; ahora habría sido ella quien cambiara las claves.
Me sentí como un propietario impedido de acceder a su propia casa porque un
okupa ha cambiado las llaves.
Aunque
el virus del ordenador podría ser erradicado formateándolo, la intuición me
decía que en ese terreno nada podría contra ella, y el tiempo me daría la
razón. A Ángela no le bastaba con plagiar mi novela, pretendía impedirme toda
escritura, no podía tolerar no ya mi felicidad con otra mujer o en solitario,
sino que pretendía que ninguna forma de vida me fuera factible o pasable.
Renovados
porrazos retumbaban en el tabique, de un momento a otro asomaría el pico por la
sala de espera. La virulencia de la inquina de Ángela me hizo saber que se
había aliado con Victoria para probar mi lealtad, y que la rubia fatal me había
acogido en sus embravecidas sábanas como pago de la actuación o de la apuesta
perdida ante ella por mi ya ex. Había proyectado Ángela sobre mi vida su
afición y vocación por el teatro, y poblándola de fantasmas y fantoches tejido
en torno a mí una red invisible de trampas y trampantojos. Solo el desengaño
podría explicar su contumaz persecución, una venganza feroz en la medida que se
extendía más allá de nuestra relación.
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