lunes, 21 de enero de 2019

EL ASEDIO: Teléfono monitorizado.


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Cada vez que la recepcionista abría a un nuevo cliente o a un recadero, temía que se tratara de ellos. En el tabique ornado de bodegones tenebristas retumbaban golpes de pico y los alaridos de una taladradora. Las piezas de caza y los gallos que se desangraban en una hedionda penumbra parecían aullar más allá de la muerte. Esperando que los albañiles surgieran de un momento a otro de la pared derruida, los presentes, con la tímida alevosía de jugadores de ajedrez o tenistas en la red, jugábamos a esquivarnos la mirada.
Por una vez las hipócritas alfombras y los mullidos tapices, glorificadores de una cruenta cruzada, acostumbrados a amortiguar pasos y a guardar secretos, no podían reabsorber aquel estrépito en el encantamiento de su silencio. Desde su mesa en el vestíbulo me reclamó la recepcionista:
-Si fuera tana mable, necesito confirmar algunos datos de su ficha. Me ha fallado la informática.
Tuve que facilitarle mis nueva dirección, teléfono fijo y móvil, y correo electrónico, por no hablar de la profesión o el estado civil.
-Muchas gracias, Oscar.
-Felipe, de nombre no he cambiado.
-Perdone –se agitó su tez marmórea: parecieron tirarle desde atrás del cabello.
Volví a mi puesto en la sala de espera. De las rendijas del despacho  reptaba un silencio de abrumada desolación. Al contrario que sus colegas, como los médicos, el amigo Mínguez exponía a los clientes todas las dificultades y ponderaba la gravedad de su caso.
Frente a mí un anciano descarnado temblequeando con su pluma  anotó en una agenda algo quizá relativo a su problema, me emocionó verlo esmerarse en su letra y sobreponerse a las trabas del Parkinson, apoyado sobre una revista, la punta de la lengua sobre el bigote y el meñique engarabitado, mientras los demás, dos jóvenes de punta en blanco, una dama madura, y tres hombres de mediana edad, uno de nariz prominente y los otros dos de intercambiables rasgos borrosos, tecleaban en sus teléfonos, y creo que con aquel estremecimiento por primera vez me sobrevino la intuición de que describiría todo aquello, mis dificultades de aquellos días, la persecución del gordo y el flaco, mi estancia en la sala de espera mientras el anciano escribía en la agenda, supe que pronto escribiría sobre todo aquello, sí, debió ser entonces cuando pensé que la mejor manera de superar mi crisis creativa estribaría en aprovecharme de lo que me la había provocado, y sentí que en mi interior reverberaba el pálpito de una emoción inefable, algo parecido al primer latido de un idilio.
Porque si bien necesitaba la ayuda del amigo Mínguez por otro lado deseaba seguir solo, que mi situación se complicara, que en torno a mí se tejiera con todo el retorcimiento y la perfidia de su intriga una trama que me ofreciera un material novelable. Me impedían inventar nada el desconcierto y la ansiedad inoculados por el hostigamiento de Ángela; su persecución me atropellaba el pensamiento y su alargada mano me estrangulaba la creatividad.
Al anciano se le resbaló la pluma de la mano, estalló el fragor de la taladradora, y ver cómo los demás disponían de sus teléfonos a discreción, me recordó las ofensas inferidas y se me desbocó la idea de escribirlo todo; como un sueño olvidado, una burbuja de jabón que se evapora o el aliento de una fugaz felicidad –una bella desconocida que pasa de largo, alguna de mis visiones-, se desvaneció tal propósito sin dejar rastro, y hasta poco después de mi llegada al pueblo olvidé que tenía en mis desventuras el mejor argumento para mi próxima novela.
A los golpes de pico sobre el tabique repasé cuanto tenía que contarle al amigo Mínguez. No contento con profanar mi intimidad, Ángela había interrumpido y ocluido todas mis comunicaciones. El primer día ya deduje que si descifraba con tanta facilidad mis claves de correo electrónico, Twitter o navegador de internet, no se debía a otro portento de su inteligencia, sino a que me tenía intervenido el teléfono. O más que intervenido, lo tenía monitorizado. Supe de tal posibilidad porque recientemente denunció el caso cierto renombrado político víctima de lo mismo. Como demostraba el hecho de que hubiera colgado en mi cuenta de Twitter la foto del bulevar, había ella convertido mi terminal en un zombi, en un espía que le delataba cada uno de mis movimientos y hasta le servía de micrófono. La malvada no solo había podido escuchar mis conversaciones telefónicas y seguir a tiempo real mis manipulaciones en él, sino que, mientras el terminal estuviera cerca de mí también había percibido mis exclamaciones e insultos contra ella, mis juramentos y denuestos, mis eructos y mis pedos.
Como si fuera una serpiente me apresuré a lanzar el teléfono por una alcantarilla con la tapa entreabierta. Aquello me costó una noche de insomnio. De nada me valió doblar la dosis del ansiolítico prescrito por el médico del seguro desde que me constó que El Cazador no remontaba las ventas ni publicado por Atlántida. Al intentar ponerme en contacto con el doctor para consultarle el caso, comprobé que, recién activado, el teclado del nuevo teléfono burlaba mis indicaciones. Ángela estaba utilizando contra mí una tecnología policial; me sentí tratado como un narcotraficante.
También fueron instantáneamente desveladas las nuevas claves introducidas a través de ordenador portátil; me había inoculado un virus en el ordenador que me impidió concluir una reseña sobre una adaptación al cine de El Lamento de Portnoy. Por una vez me alegré de no tener ninguna novela en curso. En todo caso no tenía medio de remitir mi artículo a la web solicitante, pues me fue imposible conectarme a Internet por medio alguno.
Con el corazón batiente, me dirigí al locutorio de la esquina. No pude acceder a la configuración de mis cuentas; ahora habría sido ella quien cambiara las claves. Me sentí como un propietario impedido de acceder a su propia casa porque un okupa ha cambiado las llaves.
Aunque el virus del ordenador podría ser erradicado formateándolo, la intuición me decía que en ese terreno nada podría contra ella, y el tiempo me daría la razón. A Ángela no le bastaba con plagiar mi novela, pretendía impedirme toda escritura, no podía tolerar no ya mi felicidad con otra mujer o en solitario, sino que pretendía que ninguna forma de vida me fuera factible o pasable.
Renovados porrazos retumbaban en el tabique, de un momento a otro asomaría el pico por la sala de espera. La virulencia de la inquina de Ángela me hizo saber que se había aliado con Victoria para probar mi lealtad, y que la rubia fatal me había acogido en sus embravecidas sábanas como pago de la actuación o de la apuesta perdida ante ella por mi ya ex. Había proyectado Ángela sobre mi vida su afición y vocación por el teatro, y poblándola de fantasmas y fantoches tejido en torno a mí una red invisible de trampas y trampantojos. Solo el desengaño podría explicar su contumaz persecución, una venganza feroz en la medida que se extendía más allá de nuestra relación.
                                                                                          
                              
                                         
                                                                                                                                                                                                            

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