En
la avenida podía ver por el retrovisor cómo se hundían en el pasado los
edificios de acero y cristal y mi relación con Ángela. A locura me doblaba en
la campana de la cabeza el badajo de una jaqueca estridente. De vuelta al
barrio universitario intenté convencerme de que recobraba la juventud y que,
caducado un año de domesticidad burguesa, de amaestramiento casero, el gato de
angora volvía a ser un tigre en la selva de Bengala.
Pero
quizá por recorrer en un Audi aquellas calles tan pateadas sentí cierto
extrañamiento, no las reconocía como propias ni ellas, como viejas amigas
desconfiadas y circunspectas, me recibieron en calidad del familiar que venía a
renovar su viejo trato con ellas. No me aceptaban, las regaba un furgón de
limpieza que parecía neutralizar el perfume de la aventura. La marquesina de
bus y los bancos yacían vacíos. Como si fuera verano, no se veían estudiantes
por ningún lado, los viandantes eran, en efecto, maduras estivales, cuando no
otoñales, con el carrito de la compra, o invernales transeúntes de rictus
adusto, los típicos propietarios descontentos con el mantenimiento de sus pisos
o insomnes por la fragorosa euforia de los jóvenes.
Mientras
buscaba aparcamiento comprobé que los pubs habían cambiado de nombre, las
lavanderías habían cerrado, el comedor universitario estaba de reformas, y
desconocidos camareros miraban cómo las palomas picoteaban migas en las
terrazas desiertas. El día se había abierto, ampuloso y espléndido como un
nuevo rico o un pedante intelectual en busca de animación a quien los jóvenes
evitaban y dejaban solo. Tomé un desvío donde me topé con una camioneta que me
hizo retroceder: dirección prohibida.
Logré
estacionar en un callejón cercano a mi último alojamiento. Se ofrecía en
alquiler la tienda de ropa de segunda mano regentada por uno de mis ligues.
Como una perra callejera me lamía la nostalgia huera de aquellos amoríos
esporádicos que, confusos, fugaces y borrosos como rastros en la arena, quizá
por el alcohol se nivelaban en el recuerdo, huellas borradas por el viento. De
Vicky, la tierna y tímida comerciante, recordaba poco más que su afición por la
pintura o la escultura, y eso que estuvimos juntos cerca de dos semanas. Ella
misma me presentó a su sucesora, una jugadora de voleibol o baloncesto, y a
ésta siguió cierta holandesa o danesa, no sin volver durante un fin de semana
con la de la tienda, de modo que con tal ajuste y reajuste de parejas en los
mismos locales de siempre, lo que ocasionaba reencuentros vergonzosos o
gloriosos, ahora los confundía y los caracterizaba erróneamente.
De
los escaparates de las fotocopiadoras, comercios de comestibles y restaurantes
económicos habían desaparecido las típicas ofertas de habitaciones pergeñadas a
mano y con tiras de papel con el teléfono a disposición de los interesados; a
aquellas alturas de curso no quedaría nada disponible. En la plaza, después de
varias demoliciones recientes, los viejos edificios se alineaban como una
dentadura mellada. Un año había bastado para volverme un extraño en el barrio
donde había vivido treinta, los diez primeros con mi madre, que ahora compartía
apartamento con una compañera del ambulatorio.
Apenas
reconocía nada; el ambiente se había desajustado, los semáforos se instalaban
en lugares inesperados, las calles eran más cortas, las voces sombrías, hasta
la resonancia había cambiado como en un cuarto sin cortinas.
Así
hasta que por fin empezaron a mariposear primaverales bellezas. Pero he aquí
que embebidas en las alas de sus conversaciones o libando en otros pétalos, mi
insegura sonrisa pasaba desapercibida. Me sentí invisible para sus pupilas como el
reflejo de un vampiro sediento de sangre joven. Era un imán en un mundo sin
hierro. Me notaba mustio, afeado, lívido: por obra de algún hechizo Ángela me
había privado de mi atractivo. El fracaso me encogía y cohibía, la desgracia me
demacraba, la consciencia de todo lo que había perdido en pocas horas me apagaba
la mirada y me fundía la seguridad en mí
mismo. Era un forastero en aquel barrio abierto a todo el mundo. Las puertas se
me cerraban, las miradas me traspasaban, y hasta la acera me hurtaba la
resonancia de mis pasos. Dudé de mi consistencia física. Era un fantasma o un
perro abandonado. Ni siquiera mi madre me devolvía las llamadas.
Me
encaminé a mi última residencia más que nada por reencontrarme con Pedro
Hierro, un colega. En un itinerario conjunto habíamos compartido, entre otros
inquilinos, los tres últimos pisos. Nos habíamos acostumbrado uno a la
presencia del otro al otro lado del tabique, y aunque no coincidiéramos en el
salón y hubiera otros compañeros de piso, la continuidad de costumbres y ruidos
familiares, nuestra solidaridad de veteranos o destronados príncipes encantados
en una eterna juventud, constituía un remedo de hogar.
Un
magrebí tuerto pintaba la fachada del pub de abajo, después de incontables
traspasos el mismo donde a mis veinte forjara el mito de que trabajaba y
estudiaba, pues allí me limitaba a explotar entre las chicas el proverbial
atractivo del camarero, y a reinvertir mis honorarios en otros pubs, por lo que
cada mes acababa por recurrir a la cuenta corriente de mi madre.
En
el portal encontré un anuncio que demandaba un inquilino para el quinto A, el
piso en cuestión, y una punzada me azuzó el corazón. No tuve que llamar al
portero automático, me dio paso un joven saliente, cierto rollizo simpático de
apuesta sonrisa floja, la reencarnación de Malcolm Lowry, que dejó un rastro a
quemado y a alcohol en el vestíbulo. Y la visión de los nichos de lata de los
buzones, el terrazo carcomido de los escalones, la medrosa luz densa de humo de
tabaco y fritangas de congelados, las voces opacas que se filtraban desde
arriba, me evidenciaron la fina película de aburrimiento que cubría mi
existencia previa, la trama de farras y resacas entrelazadas como los dos
extremos de un cordón de estranguladora seda, la tenue red de tedio apresadora
de tantas horas inertes, la yerma extensión de días sin sentido, la masa de
hastío que abrumaba el pensamiento, la vacuidad de una juventud agotada,
estancada, estirada más allá de toda paciencia como la piel tirante y forzada
por un cirujano plástico. Salió del ascensor una oxigenada quincuagenaria de minifalda
rojo pasión con un maquillaje tan sólido como una máscara de porcelana. Me
sonrió y ralentizó el tic tac de los tacones, cimbreándose excitante. Por fin
me miraba alguna. Esperé a que se alejara para salir.
Encontré
una multa en el parabrisas. Incluso aquella callejuela se había convertido en
zona azul.
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