La
crepitación de un ramo de hojas, procedente del patio, y un enigmático zumbido
seco, evocador del impacto de una caída, son acallados por el crescendo de la
obertura de Candide. Después de ocho días sigo sin adaptarme al paisaje sonoro
del pueblo, en particular a los peculiares rumores de la casa, y en perpetuo
estado de sospecha cualquier ruido me alarma. El perro ha abierto las avellanas
de sus ojos.
Del
otro lado de la ventana, más allá del porche, danzan las ramas del ciruelo,
palpitan sus hojas. Gimen los canes del viento. El perro vuelve a bajar los
párpados y abate las orejas. Vuelvo a concentrarme en la alegre música, espero
no caer en la estúpida confianza de Candide, el personaje de Voltaire. Lo
cierto es que he empezado a disfrutar de la pureza y simplicidad de mi
aislamiento. Gracias a todo lo superfluo de lo que me he librado, del alivio
del peso de todas las cadenas de obligaciones y responsabilidades de los que me
he liberado, incluidos los boomerangs de ciertas ventajas revertidas en mi
contra, estoy descubriendo el austero estoicismo de mi carácter.
Por
ejemplo, es un alivio no tener que ocupar junto a Ángela el palco del abono al
Teatro Principal, aunque por un instante me corroen los celos al pensar que
quizás me sustituya Juan Eduardo Galán, el mariachi de las letras. Si es así
sufrirá escuchando óperas en vez de rancheras. Prefiero leer o escribir como
ahora inspirado por la música de la radio, entregado a sus melodías y disonancias,
a sus crisis y éxtasis, antes que perder toda la velada en los preludios,
interludios y postludios –el acicalamiento, el ambigú, la cena- de esa feria de
vanidades que para colmo me obligaba a la visión de alguna fatídica
escenografía moderna. Aquí me he librado de los ampulosos y ridículos gestos de
los intérpretes, que dispersan o neutralizan sus versiones.
Casi
toda la vida en común con Ángela se reducía a un espectáculo público, a un
acontecimiento social, y las pocas noches que mis fuerzas disminuidas por los
ansiolíticos lograban extraer del frígido cuerpo de ella alguna titilación de
placer me temía que una ovación coronara mis esfuerzos. Nuestro sexo en
cuentagotas parecía realmente un acto.
Por
mucho que en teoría ella también rehuyera de los viejos formulismos y
formalismos –estuvo de acuerdo en no casarse-, la sociedad exige continuos
compromisos, la representación de escenas automáticas, la celebración de
escenas pautadas por ritos que van desgastando su sentido. Para alguien como yo
de espíritu libre y rebelde, un anarco monarca de su tiempo, fue arduo
someterse al desfile de reuniones y presentaciones, tertulias y recepciones,
cenáculos y espectáculos, desayunos sin café y fiestas sin euforia, el
desencuentro con unos encuentros que desprovistos de espontaneidad más allá de
la paciencia estiraban todo intercambio con los rigores del oficialismo.
Me
resultaban insufribles los almuerzos de tres horas con un camarero pendiente de
mi copa cuando la comida se podía despachar en media hora y aprovechar las dos
y media restantes tumbado con un libro abierto y la botella a mano. No
disfrutamos más que un fin de semana a solas, el primero. En los restantes falazmente revertíamos con el carácter de
viajes de placer enojosas estancias en determinadas ciudades donde ella tenía
algún bolo o compromiso. El ocio degeneraba en una prolongación del trabajo.
El
cual, con toda su visibilidad y excelente remuneración, no me resultaba
satisfactorio y, más allá de los ratos perdidos, me restaba el poco tiempo que
mi nueva situación me dejaba para escribir. Constituía el enésimo sacrificio
que exigía el convencionalismo social. Para convertirme en alguien presentable
tenía que trabajar en algo, perder mi tiempo ganando un dinero que me privaría
aún de más tiempo al gastarlo, y un chasquido procedente del patio, quizá un
paso sobre las ramas caídas del peral, vuelve a alarmarme. Una mano helada me
pellizca el corazón.
El
perro no se inmuta. Logra convencerme de que no hay peligro. Lo más lógico
sería a mi vuelta a la ciudad retomar mi trabajo sin horarios de antaño, alternando
eventuales traducciones y clases particulares. Sin embargo, el futuro se me
presenta irreal, oscurecido de incertidumbres y poblado de enigmas, una especie
de tierra de nadie, una terra incognita adonde debiera cruzar a través de una
cortina de agua, una fragorosa cascada que se precipitase en una corriente
vertiginosa. ¿Me veré algún día libre del hostigamiento de esa mujer, Erinia
con cola de serpiente, mi enemiga cerval, malvada Harpía de alas de murciélago obsesionada con
herirme y zaherirme? Aunque descartara la idea de eliminarme, con su poder
podría eternamente seguir amargándome la vida, impedir que a mi vuelta nadie me
encargara trabajo alguno, desenlazar mis lances amorosos y evitar que me
publique hasta la más reducida hoja parroquial.
Lo
único que por ahora concibo es prolongar en lo posible mi estancia en esta
casa. Aquí me siento relativamente seguro, todas las mañanas se me posan en los
hombros las golondrinas de las musas, y cada nuevo instante se ahonda en un
significado más profundo. Me siento madurar estático en el centro de un ámbito
radiante. Pero aunque intento alargarlos cuanto puedo, mis recursos son
limitados, doscientos cincuenta euros. Con el perro, me hecho cargo de una
segunda boca y no creo que la cajera me fíe. Tendría que hablar con su jefe, y
a un golpe metálico salta el perro y prorrumpiendo en ladridos sale al porche,
lo sigo y más allá de la mesa plegable derribada veo que en la tierra se desata
una oronda sombra que trepa por el manzano, me vuelvo hacia su fuente, el
cuerpo, a tiempo de ver sobre el borde de la tapia el aire instantáneamente
vaciado por una ágil mole, ladrada desde abajo, y cómo tras las hojas de la
parra desaparece el atisbo de un cabezudo.
Entre
los hierbajos destella lo que parece el cadáver de un castor o comadreja, acaso
una nutria o ardilla, el cuerpo exánime de un roedor voluminoso. Al aproximarme
lo identifico con un pelo de fregona y, más cerca, se convierte en una
cabellera caoba de reflejos rojizos como cortada por un indio.
Es
el cabello de Salus.
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