Pronto
empezaron en la ciudad a seguirme y perseguirme. Que yo advirtiera y recuerde
empezó el cuarto día después del truncado aniversario de vida en común con
Ángela. Aquella tarde me dirigía al bufete del amigo Mínguez. No dejaba de
cruzarme con racimos de transeúntes en dirección contraria, a fuerza de
esquivar a unos y otros sufrí un acceso de mareo que incrementó mi desajuste
con el mundo. No en vano todo mi círculo se había conjurado para expulsarme de
su seno. Mi desinformación de aquellos días –extendida al presente, aquí
carezco de prensa, televisión y, a excepción del cibercafé, de Internet- me
impidió saber si aquellos enjambres se dirigían al Palacio de Hielo con motivo
de algún encuentro deportivo o concierto.
Me
desconcertaban la prisa, el ajetreo y la expectación de aquella hora, quienes
no aceleraban al palacio se apresuraban a casa a la salida del trabajo, abreviaban
las compras o se encaminaban a las citas más tempranas. El humo del crepúsculo,
el resplandor violeta, parecían ponerlos en fuga alejándolos de algún fuego.
Mis
pasos oscilaban de la satisfacción de haberme deshecho de una mujer que me oscurecía a la desesperación
de haberlo perdido todo, de la desolación a la exaltación, y de la arrogancia a
la desconfianza, un péndulo que desconocía la incertidumbre de la inmovilidad,
me mareaba una certeza que no tardaba en columpiarse a su contraria, de modo
que a un paso de contrición seguía otro de euforia, del alivio de haberme
librado de quien coartaba mi talento y libertad a la pesadumbre de la
incomprensión y la soledad, del arrepentimiento a la justificación, del orgullo
al desaliento. Me había librado de mi propia sombra y acto seguido me alarmaba
tal ligereza. A cada oscilación el péndulo de la alternancia me impactaba en la
cabeza con el badajo de la campana.
Aturdido,
me topé con un rapero ensimismado en sus rimas, y al salir despedido detecté a
mis perseguidores. Adelantaban a una anciana cada uno por un lado. Incluso en
mi estado me resultaron inconfundibles. Aparte de ser de los pocos que seguían
mi dirección, ya me habían llamado la atención por la mañana, en la cola del
supermercado y del estanco. En ambos establecimientos podrían haberme esperado
fuera. Pertrechados con trajes de padrino de bautizo, gardenias en las solapas
y cigarros puros asomando de los bolsillos, repeinados como a lametones de gato
y calzados de charol, el contraste entre ambos los asemejaba a una pareja de
cómicos. Mientras que uno era robusto y gigantesco, apoplético, acezante, y a
sus pasos de ballet, inconcebiblemente ligeros, como un oso bailarín de claqué,
se le bamboleaban las grasas, embutidas en una americana circense de costuras a
punto de estallar, y con los sonrosados mofletes la papada le palpitaba
constreñida por una pajarita alba de lunares azules, el otro removía su cuerpo
sucinto, lacónico, perdido en un traje varias tallas superiores a la suya, con
el impulso desmañado pero eficaz de dos muletas, y a cada artificial zancada la
calva y linfática cabeza –enjuta como un ladrillo vertical- se le encorvaba y
le aleteaba el estandarte de una corbata demasiado larga.
Imponiéndome
su grotesca y rocambolesca presencia, en vez de espiarme con discreción, se
dedicaban a acosarme proyectando sobre mí sus estrafalarias sombras. Más que
amenazarme hacían irrisión de mí, al menos hasta entonces. Con tales enemigos
mis vicisitudes se inscribían en el género del vodevil. Desde primera hora supe
que eran sicarios contratados por Ángela.
Aceleré:
aceleraron. Me hice el remolón en un escaparate: se detuvieron a entablar una
conversación. Salí disparado sin mirar atrás. Quise desembarazarme de ellos
para que Ángela ignorase que recurría a los servicios del amigo Mínguez hasta
que no recibiera la acusación formal. Aunque él era amigo mío desde el colegio –di
en llamarlo amigo Mínguez parafraseando al amigo Manso de Galdós por la
paradójica expresión de su ingenua sabiduría y la inocencia versada que le
confería su rapado-, prefería no exponerlo, más que a las tentaciones de un
soborno, a las presiones de un chantaje. El amigo Mínguez es mi amistad más
digna de confianza porque es el más inteligente y quien más tiene que perder,
el crédito de su profesión; el resto de mis conocidos, Pedro Hierro incluido,
no pasan de ser amigos de borracheras o cómplices de ligues.
Me
zambullí en una aglomeración, surcada por corrientes transversales y vetas
procedentes de las galerías. Para despistar a mis perseguidores me había
decantado por el trayecto más transitado, una calle en la que confluyen
pasadizos comerciales. Miré atrás: me espantó la contundencia con que el canijo
tullido se abría paso con una muleta entre la maleza del gentío y el Golem
propinaba empellones como si espantara moscas.
Desemboqué
a una plaza casi desierta y por la bocacalle no tardó en proyectarse mi doble y
esperpéntica sombra. Esparcidos por los bancos dos vagabundos creerían asistir
a una persecución de payasos en torno a una pista de circo. La falta de
resuello, a despecho de un puro encendido, no menguaba las zancadas del gigante,
y el impedido se propulsaba con la pértiga de las muletas. Ausente del gimnasio
aquellas atribuladas fechas, y afectado por las arritmias del estrés, fui yo
quien cedió. Decidí refugiarme en la aledaña sede del amigo Mínguez. Tarde o
temprano tendría que oponer a Ángela su integridad.
Salí
de la plaza por una calle secundaria donde a juzgar por los impactos de la
muleta y las vaharadas del habano pretendían acorralarme. Ya no se conformaban
con seguirme. A los lados, en una mampostería sin resquicios, se sucedían
persianas, puertas ancladas, ventanas condenadas, y tapiaban el fondo una
barricada de contenedores entre un volquete de cascotes y la cúpula verde de un
contenedor de vidrio. No tenía escapatoria. Con una bocanada de fritangas un extractor
me envenenó el último hálito. Se me acercaba una manada de bolsas de plástico,
aventadas por una mefítica corriente. Los jadeos del orondo me cosquilleaban en
el cogote, me sentía al alcance de las muletas del enclenque.
Pero
a juzgar por sus exclamaciones las bolsas debieron impedir su expeditivo avance
y haberlos trabado entre ellos –una ciega muleta del flaco pudo zancadillear al
gordo-, pues como si saltara entre dos vagones más allá del agotamiento me
deslicé entre sendos contenedores, y aunque sentí que alguien intentaba
retenerme atenazándome de un faldón de la americana me deshice de un tirón y
los dejé atrás.
El
conserje del edificio de oficinas se me quedó clisado. En el ascensor me remetí
la camisa por el pantalón. Al saltar me había rasgado con algún hierro el
costado de la americana. Me abrió un espigado pelirrojo de bata blanca con un
fonoscopio pendiente del pecho. Salí del desconcierto para disculparme: me
había confundido de planta.
En
la sala de espera de Mínguez me asomé a un testero de vidrio. Y reventando en
añicos mi recobrada calma me sentí caer en la calle al ver cómo desde la acera
cierto escuchimizado agitaba con rabia una muleta hacia arriba. A su lado el
forzado y esforzado obeso con un pañuelo tan grande como una bandera se
enjugaba la sangre de un rasponazo en la sien. Lo más pavoroso era que a través
del vidrio tintado me ensartaban sus cuatro ojos con brillo de cuchillo. Sabían
dónde estaba.
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