De:
Felipe Leal.
Destinatario:
Franz Kafka.
Asunto:
La soledad.
Texto:
Admirado Franz, hijo adoptivo del silencio y de la soledad, ojalá antes hubiera
seguido tus prédicas. Pronto supiste que la mujer es vida y el amor la realidad
más intensa, y que tú tendías a lo opuesto, a la literatura, la más acabada
forma de muerte e irrealidad. La literatura es la más elegante máscara que
puede adoptar la muerte, una máscara que a medianoche con el agraciado
desgraciado de turno danza una polca histérica, un vals decadente, una vibrante
mazurca, un sensual tango.
Tú
preferías escuchar el canto de las sirenas, el silencio de las sirenas, antes
de pilotar junto a una esposa la travesía de tu existencia. Por eso nunca dabas
el último paso e igual que tus personajes nunca arribaban al castillo por
cercano e inminente que pareciese, también tú representabas la falacia de la
flecha que a través de un espacio infinitamente divisible aún no ha alcanzado
el blanco, y nunca llegabas al matrimonio, por más pasos que dabas hacia él se
alejaba de ti el altar, si es que hay altar en las sinagogas.
No
querías que la convivencia con una compañera te dispersara. Con tu padre y tu
jefe ya tenías más que suficiente. Milena o Felice, incluso la bella y
desconocida joven con quien hablaste en el balneario –acaso la misma muerte-,
habrían usurpado la noche y el silencio, el último reducto de tu soledad, el
territorio de la libertad. O más bien la cárcel de la que no querías salir, la
celda en la que se te permitía escribir. La libertad absoluta acaba reducida a
servidumbre extrema. Una esclavitud en la que a diario se prueba el látigo, el
látigo que Capote sabía comportaba cualquier don o talento artístico. Cada
noche contigo Milena habría tenido la sensación de tenderse en el mármol de una
lápida, Felice habría intentado hacer el amor con un muerto. Para desdramatizar
un poco se diría que en cambio tú habrías creído que tu padre o tu jefe en
camisón se metían en tu cama.
Por
mi parte, después de haberme separado de Ángela he evitado volver a mi vida
mujeriega y huyendo de la ciudad me he recluido en este pueblo. Al paso de los
días la vieja casa se ha convertido en mucho más que un refugio de mis
vicisitudes y tribulaciones devenidas de tan traumática separación. He
descubierto que la suma libertad de movimientos estriba en no querer salir del
mismo lugar. Un sedentario puede convertirse en el viajero más intrépido. Se
puede dar al mundo alrededor de un patio. Haciendo de la necesidad virtud, he
logrado que la aparente limitación se convierta en ventaja, la carencia en
consumación. Sí, Franz también yo llevo camino de llegar a ser un asceta, otro
artista del hambre, otro trapecista que se acostumbra a no tocar el suelo; como
tú decías es posible llegar a un punto del que ya no hay retorno. En mi caso,
con mi fervor por la soledad recupero un amor de adolescencia, mi primer amor…
Sobre
la pantalla del cibercafé se cierne una fétida sombra, me aturde un rastro de
ajos y rastrojos, y al advertir la cabeza porcina leyendo por encima del
hombro, cierro la pestaña del correo electrónico. Se yergue Salus en su ovoide
media estatura enguantada en un chándal vintage de paralelas rayas blancas en
el lateral de las mangas y perneras azul marino, y para recobrar el mínimo
espacio de separación deslizo a la izquierda las ruedecillas de la silla.
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