El
canto del viento entre los álamos me recuerda la voz hipnótica de las olas
rompiendo a orillas de la noche. También la hierba parece surcada de olas. La
vega es un lago que a resguardo de los montes copia el cielo. Cada día la paz
del campo me contagia más calma. Entre los esbeltos troncos cabrillea el riachuelo.
Después de más de dos semanas de estancamiento en la ciudad, desde mi venida al
pueblo la corriente de la escritura ha recobrado su caudal. Es posible que
antes de que me encuentren culmine la narración de los hechos y asista al
momento en que el pasado encuentre el presente, el tiempo de la narración
confluya con el ahora, y el río de mi historia desemboque en este valle. No
será tan difícil porque aquí el tiempo discurre lenta, imperceptiblemente.
Ahora, por ejemplo, tengo la sensación de que al ritmo de las hormigas que
jalonan la vereda se acompasan las aspas del molino, el camino de las nubes, mi
propio paso, el tractor que a través de los trigales desde aquí parece una
oruga. En los diversos óleos de cada perspectiva del valle, en los inmutables
paisajes, el tiempo no fluye. En el interior de la casa el tiempo deviene
espacio: en el patio la hora tiene sesenta metros, el minuto sesenta
centímetros.
Me
suavizan el cinismo la alegría tersa de las amapolas, la seda de las violetas,
el oro de las margaritas y el verdor de la yerbabuena, me amansan las hierbas y
jaramagos como si los meros colores me inocularan la serenidad destilada de la
infusión de sus hojas, me hipnotizan tanto la savia y la clorofila como la
aguamarina del cielo entre las nubes de esmalte. Incluso el misterio de las
sombras de los álamos, el enigma de la madreselva, son tranquilizadores.
El
aire se irisa de pétalos rosas. Bebo la brisa sedante de los naranjos. En el
zafiro de la tarde nievan cálidos copos, los vilanos, la espuma de las semillas
de los álamos. Tapizado de éstas la cinta del camino se extiende hacia las
pirámides azuladas de los montes, monumentales vigías que nos guardan de las
tormentas del mundo exterior.
A
mi llegada, después de tantas ofensas y ataques, me encontraba tan tenso y
eléctrico, desbaratado y desbarajustado, el ánimo tan erizado de temores y
susceptibilidades, que realmente habría necesitado un psiquiatra. Víctima de
furibundos ataques de rabia, acalambrado y acalorado, medía a airadas zancadas
el patio y mi razonable esquizofrenia, las manos retorcidas a la espalda y el
torso inclinado hacia adelante, tal y como me veía reflejado en una de las
ventanas, de vidrio agrietado, orientada al interior, escindido, encendido,
cebado, encarnizado en la cíclica disputa con el fantasma de Ángela, saturado
de razones y jaqueca me batía y debatía contra ella, rebatía sus réplicas
factibles con mis argumentos.
Lo
curioso es que en nuestra vida en común apenas discutíamos, sus compromisos
acaparaban nuestro tiempo libre, solo compartíamos fiestas y recepciones, y
nuestro déficit de comunicación pronto generó desconfianza, distancia,
diferencias y más tarde indiferencia. Cuando Ángela empezó a hablar con
elocuencia fue a partir de nuestro primer aniversario, desde que nos separamos
sin palabras. Por suerte, a tres semanas de distancia, aquella sucesión de
ataques y persecuciones, atentados y vejaciones, ahora me parece remota, como
si datara de tres años. Sin embargo, tengo la certeza de que, igual que me
alcanzará la narración de los sucesos, alguno de sus secuaces se hará presente
y tarde o temprano me descubrirán aquí.
No
he de confiarme. Hace apenas dos días que he escenificado mi última discusión
con ella. Fue a la salida del cibercafé, después de remitir a mi propio correo
el mail a Kafka. Al pasar junto a una noria en desuso me uncí a la ronda de
acusaciones. Un golpe de viento me arrancó la gorra, y al perseguirla la arena
me cegó tanto como la ira. Al recuperar la vista, entre unas zarzas asomó la
gárgola de la cabeza de un lagarto.
Le
eché a Ángela en cara su egotista afán de perfección, la insultante facilidad
con que todo le sale bien y la prontitud con que el éxito le besa a la frente y
en los ojos y la boca como un amante entregado, sí, el triunfo te bendice con
la unción hipócrita de un atractivo sacerdote con quien me engañaras (Fermín de
Pas), me debilitan tu ansia acaparadora y avidez de gloria, el egoísmo con que
inhalas todo el aire disponible en la cima, a tu lado me asfixio, solo puedo
respirar el anhídrido carbónico de tus suspiros de satisfacción, de tus
quejidos insaciables, y no contenta con los aplausos de la escena y la
audiencia en la televisión, con los focos, los flashes y la alfombra roja,
ahora invades mi campo y también te dedicas a la literatura, y cuando te
defiendes esgrimiendo que me has ayudado en todo y facilitado al máximo la
vida, antes de que me enumeres las ventajas que me has brindado, armado de una
razón invencible argumento que, incapaz de escribir nada a la altura de tu
ambición, ahora quieres destruirme para apoderarte de mi obra, pretendes
asesinarme para que no te discuta la autoría de El Centro del Vacío, vampirizar
mi talento oscuro y digerirlo en tu organismo insaciable e implacable, el más
apto para el éxito, de modo que cuando me elimines y dejes correr el rumor de
que Louise Cristal es Ángela Mayo, el texto que bajo mi firma habría pasado
desapercibido será famoso, la novela vanguardista se convertirá en popular,
menos a mí, conviertes en oro todo lo que tocas, incluso una novela invendible;
la verdad es que no hacíamos buena pareja, puede que físicamente no
desentonáramos en los salones y en el imaginario, en las portadas y los
estrados, pero una ganadora y un perdedor no casan, una triunfadora y un
fracasado pertenecen a mundos paralelos que nunca deberían haberse acercado
salvo para abrirte una puerta, servirte un café o traducirte un diálogo de Rojo
y Negro, tu pareja ideal es Juan Eduardo Galán, él no está marcado por la
negatividad ni tuerce su talento ni retuerce su arte contra sí mismo, todo lo
contrario, ese charlatán todo lo vierte y revierte a su favor, si se lo propone
puede vender una ranchera como la más sublime poesía o convertir una enchilada
en alta cocina, multimillonario, tan exitoso y famoso como tú, desde que ha
obtenido los honores de un cargo diplomático ya nada se opone a que ese
mariachi de las letras vano y hueco, huero, ese Jorge Negrete postmoderno, ese
playboy de telenovela, sea considerado el sucesor de Carlos Fuentes, pero ya
basta de todo esto porque el recuerdo de mi última recaída ya me está
trastornando y si prosigo el odio, que con el sol ha empezado a hormiguearme en
la sangre, se me precipitará por las venas como un río salido de madre.
En
la trocha más cercana de la cañada detecto unos chasquidos a mi espalda: un
perro mestizo hoza entre las piedras husmeando alguna topera. Color canela y
con una estrella blanca sobre los ojos, posiblemente lo haya abandonado algún
cazador. Por un momento he creído que ya habían dado conmigo. Es difícil desembarazarse
del miedo, debe segregar alguna hormona adictiva. Más temprano que tarde me
encontrarán. Mi única opción radica en resistir hasta que se haya debilitado el
ansia vengativa de mi enemiga. Resulta insoportable sentirse ofendido por quien
a su vez sintiéndose ofendida desata contra mí sus fuerzas.
Siguen
las pezuñas repicando atrás: guardando las distancias me sigue el chucho,
cuando nuestras miradas se cruzan se pone a husmear entre la hierba. Se le ve
percudido y desnutrido, su desconfianza
pugna contra el hambre y la necesidad de compañía. No me extrañaría que hubiera
escapado de alguna mano cruel.
Detecto
una olor a quemado, como de rastrojos, una vaharada acre y ocre, procedente del
otoño. Antaño no empezaban a quemarlos hasta septiembre. Recuerdo mis últimos
días aquí, a principios de un septiembre de hace veinte años, cuando acompañado
por mamá el abuelo se ausentaba con frecuencia camino de la ciudad hasta que le
fue diagnosticada la enfermedad. Por aquellos días me enamoré de la soledad.
Fue un amor fugaz del que he de escribir a Franz.
Los
rastrojos también me recuerdan a Salus, al cibercafé. Remitirme los correos a
Kafka a mi propia cuenta no es un síntoma de escisión de la personalidad como
Ángela sostendría, sino un medio de demostrarle lo bien que me encuentro sin
ella, el escaso daño inferido por sus ataques. Por supuesto me consta que,
habiendo pirateado mi correo, ella tiene acceso a mis mails. Rechinará los
dientes al comprobar el estado de forma de prosa y temblará al saber que estoy
trasladando a ella su crueldad, traduciendo sus desmanes a una novela.
Haber
profanado mi intimidad se volverá contra ella. Tengo que revertir sus ventajas
en inconvenientes, verter a mi favor todas mis desventajas y vicisitudes.
Aquello que me trastornaba me está ayudando a recobrar la razón, todo lo que me
descentraba y dispersaba ahora me centra y concentra. Además de modelo de mi
antagonista, Ángela se ha convertido en mi musa negativa, estoy escribiendo
contra ella. Quiero que sepa que me estoy alimentando de su ira, que no solo
soy inmune a sus ataques sino que estoy metabolizando su toxicidad y que la
alquimia de mi arte puede destilar su rencor y fermentar su veneno en pura
ambrosía.
Tengo
que agradecerle sus maleficios porque sin ellos esta novela no existiría. Si
tengo alguna opción de existir con alguna originalidad es gracias a ti, si
estuviéramos juntos no habría pasado de escribir en los ratos muertos de la
oficina otra mediocridad como Vuelo en Picado, pretendiendo aniquilarme solo
vas a conseguir salvarme, mi talento necesitaba toda esta presión para estallar
y desatarse, tengo que esmerarme para que cada pasaje alcance su forma perfecta
y no puedan denegarme la publicación de esta obra, procurar que en cada
párrafo, por ejemplo éste, se retuerza todo mi sufrimiento, que cada frase
refleje toda tu malignidad, de modo que cuando leas esto reconozcas en el
espejo de la página tu perversidad, puede que me hayas desactivado la vida pero
has activado mi escritura y gracias a ella exorcizaré mis fantasmas y…
Mi
cabeza vuelve a estallar en campanadas de dolor. Me aturde la peste de la
vaquería. Desequilibrado, me tuerzo el tobillo izquierdo en un socavón. La
acera me devuelve el eco de mis pasos cojitrancos. Al volverme, más allá del
perro una oronda sombra se escabulle tras la esquina.
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