Extraviado
en mi laberinto interior, en un vacío que dilataba los confines de mi desierto
mental, desnortado en la niebla de mi personalidad y en mi abrumada confusión,
como un golfista embarrancado en un búnker que él mismo diseñó, vagué por el
centro dejándome llevar por la multitud, como una peonza agitándome a las
corrientes de aire que los transeúntes desplazaban, permitiendo que me
atropellaran con el deleite por la humillación propia de ciertos personajes de
Dostoiewski, sumiéndome en el vórtice de
las aglomeraciones. Me dejaba arrastrar por quienes tenían voluntad, propósito,
destino. Más de una vez hube de equilibrarme en la orilla del bordillo para no
caer en el caudaloso río del tránsito y no ser devorado por humeantes,
rugientes monstruos.
Así
hasta que fui tomando conciencia de la situación y los escaparates,
retrovisores y espejeantes cristales de los portales me devolvieron reflejos de
mí mismo, de quien había sido apenas hacía un año. Me encontraba en la misma
coyuntura de entonces, el caso no era tan penoso. ¿Acaso no me creía feliz e
incluso en el último año ciertos días no había añorado mi previo estado? Me
reconocí en aquella figura atlética, invenciblemente juvenil pero también
encorvada bajo el peso de tantos libros que leídos y escritos parecían cargarme
la espalda con un saco oneroso.
El
vidrio de un salón de juego refractó lúgubres destellos. Y en una librería mi
reflejo fue jalonado por un estante de novedades donde, inscrito en una portada
ilustrada con una obra de Paul Klee, me sobrecogió un título, repetido en
cientos de volúmenes, El Centro del Vacío, el mismo de mi inédita novela
experimental. Me quedé paralizado, atónito por la coincidencia. Se trata de un
caprichoso proyecto que me ha acompañado durante toda mi carrera literaria, y
que tras darlo por culminado hace un año aún no me había atrevido a publicar.
El autor o autora era un tal Louise Cristal.
Incongruentemente
la puerta automática se cerró a mi acercamiento, y después de abrirse a la
salida de un esmirriado tipo de rostro canallesco y aspecto próspero, cuando al
fin se dignó a darme paso se quedó abierta, como si la hubiese franqueado un
fantasma. De la cima de la torre arrebaté un ejemplar y me bastó recitar
mentalmente el primer párrafo, la descripción de una mancha de humedad en el
cielorraso, esta vez con adelanto, pues mis palabras antecedían por una
milésima a las impresas, y hojear aquí y allá otros esotéricos pasajes que
esbozaban un intento por nombrar lo inefable o sublimar lo aparentemente
insignificante, para constatar que me habían plagiado.
Sí,
era mi texto íntegro, tal y como había quedado tras la última y enésima
corrección. Curiosamente, dado que en el fondo nunca había confiado en el
potencial de aquella obra sobre la desintegración de una conciencia que al caer
en la neurosis alcanzaba el más alto grado de lucidez, y que hasta la generosa
Ángela de los primeros tiempos me había instado a esperar a publicarla una vez
que hubiera triunfado el resto de mi obra, al verla expuesta en aquel lugar
privilegiado de la librería más emblemática de la ciudad, me deslumbró un
relámpago de orgullo antes de que me ensordeciera el trueno de la indignación.
Durante unos instantes me acometió una especie de ceguera histérica, un
oscurecimiento mental, me tambaleé y dejé caer el libro. En tal ofuscación las
tinieblas, aunque en teoría me velaban la vista, parecían desenfocadas.
Se
fueron aclarando las sombras, las horadaban haces de reflectores cada vez más
intensos y, recobrada la visión, a mis ojos la librería quedó enfocada por una
luz macilenta, opaca, oscura, o menos brillante que la previa, como si a
bandazos el local hubiera atravesado una tormenta nocturna para amanecer a una
calma triste, desvaída, y quedé algo mareado. Se alejaba un dependiente con la
cabeza calva vuelta hacia mí y los ojos desorbitados, que se cruzó con un
agente de seguridad unicejo y con la cabeza de carnero. Antes de escapar fuera
de su jurisdicción comprobé que El Centro del Vacío había sido publicada por
Atlántida, el sello perteneciente al grupo editor del periódico y comandada por
Luis Rey.
El
bueno de Luis había intentado con denuedo relanzar mi carrera de novelista y
era el mentor literario de Ángela. Como conspiradores cada domingo se
encerraban en el despacho de ella para revisar el progreso de la novela
secreta. Me temía que alcanzara el éxito que a mí se me había negado. Recordé
cómo lo había convencido ella de que la dejara publicar con pseudónimo para no
tener que arrostrar los prejuicios de los lectores, a costa de renunciar a un seguro volumen de
ventas. No le importaba arriesgarse al fracaso. Ella es así de honesta.
A
la salida la puerta se me abrió de par en par. La mañana se había nublado,
divorciado de la luz el aire parecía esmerilado.
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