El
abuelo decía que no hay que fiarse de los que gastan bisoñé porque son unos
falsos. Recuerdo que también acusaba a quienes llevan tirantes y cinturón de
ser unos inseguros, y a aquellos que no dejan de quitarse y ponerse las gafas
de ser presumidos. Su foto de la salita como miliciano veinteañero, la guerrera
desabrochada, los brazos en jarra, aguileño y radiante, la sonrisa viril y
luminosa, franca la mirada como el mar abierto, desafiante, en la frente la
estrella de la locura de los héroes y los justos, de quienes sirven a una causa
que saben perdida, me anima a mi lucha presente. Él no me exhortaría a acudir
al psiquiatra.
Porque
al moler y remoler en la mente el episodio de ayer, no puedo sino concluir que
Salus me está espiando a sueldo de Ángela. Debería haberme abstenido de
aparecer por la plaza, saturada de cobertura, y sobre todo por el cibercafé.
Provista de algún inconcebible localizador, al remitir a mi propia cuenta el
mail a Kafka, ella habrá ubicado el establecimiento desde donde yo navegaba y
contactado con su regente.
Esta
vez no le habrá bastado, como ante ustedes, señoras y señores, con desplegar el
abanico de sus encantos ni con su carismática simpatía halagar solicitando
complicidad, sino que lo habrá contratado como a cualquiera de sus esbirros
para que me fisgonee y la mantenga informada.
Desde
la entrada a la vieja cuadra contemplo el patio y no me resigno a perder la
amena sombra de paz que me han brindado estos frutales, la alegre canción de
los colores de las flores, el hechizo de esta casa encantada. La atmósfera
melosa del jazmín y del azahar embalsama el tiempo, en los arreboles y
tornasoles aromáticos se trasparecen otras épocas. Aquí es posible atisbar
presagios del pasado, recorrer el camino sombreado de la posibilidad, una
vereda fresca entre retamas y enredaderas –antes de que el abuelo plantara los
árboles-, desde la que se oyen alejarse enigmáticos pasos hacia el porche,
inesperados botes de balón o misteriosas voces infantiles, intuir qué habría
podido ser de no haber sido las cosas como fueron, vislumbrar otra dimensión,
la transparencia de algún mundo paralelo superpuesto al presente.
El
aire acarrea ahora un remolino de pavesas como mariposas negras y un olor a
chamuscado. Me vuelvo a la penumbra polvorienta, ratonil, de la cuadra. Tantos
años después el aire sigue rancio de estiércol, poblado de espectrales mugidos,
astillado de inmemoriales cacareos. Aquí el pasado está aún más presente que en
la vivienda. Arrumbados en el pajar, sustentado en la parte superior sobre un
tablado de maderas apolilladas, duermen generaciones de obsoletos muebles y
enseres en desuso, desfasados objetos cuya utilidad ha sido olvidada.
Paso
junto al gallinero, acotado por una tela metálica, y a las conejeras; más allá,
en la sombra enrarecida, las jaulas emiten en el recuerdo cantos de canarios y
jilgueros, colgados en la pared rugosa los cepos y las trampas dejan escapar
chillidos de fantasmales presas, las dos escopetas se encasquillan en la
memoria –no recuerdo verlas disparadas-, y reverberantes desde el lago los
reclamos para cazar patos y perdices devuelven sus falaces ecos del pasado.
Recapacito
en cómo me han liberado mi vuelta a los orígenes, el hallazgo de los pasos
perdidos de mis ancestros, la vuelta a la vida sencilla y primitiva del campo,
si es que no estoy como de costumbre haciendo literatura con su materia prima,
los recuerdos.
Observando
el mecanismo de todas estas jaulas comparo el destino de los animales en
cautiverio con las servidumbres de que me he evadido, el automatismo del
chateo, la hipnosis de la televisión, el señuelo de las redes sociales, la
obsesión con el número de visitas al redundante blog y el aumento de seguidores
en Twitter, el alud de información de Internet, en definitiva, todos los ecos
del ego concentrados en el teléfono, ese imán del pensamiento que coarta la
imaginación en aras del monocorde, previsible, huero diálogo con las ideas
vanas e inanes, inocuas y estériles –flotantes en el WIFI- del moderno
inconsciente colectivo.
Una
vez más haciendo de la necesidad virtud he revertido en mi favor las
privaciones y persecuciones a que me ha sometido Ángela. En estos umbrales solo
fluyen hados favorables, los familiares silencios de mis penates y las ondas
benéficas de los recuerdos; en mis lares me hallo en mi hábitat genético.
Aúlla
el perro. Recortado a contraluz en el vano de la puerta de la cuadra, sentado
sobre sus patas traseras, el largo y tenso cuello sosteniendo la cabeza
triangular con el hocico levantado, parece idéntico a la perra del abuelo.
Salgo al siguiente aullido, afilado como un cuchillo. Inscrito en el recuadro
de la ventana, del otro lado del cristal jaspeado de reflejos, mi perfil se
encorva sobre la mesa. Cuando el humo se aclara veo que he perdido el
privilegio de asistir a mi propia escritura.
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