-¿Te
has enterado ya, no, Felipe? –respondió al teléfono el editor Luis Rey. No
tenían muchas esperanzas de que el plagio me pasara inadvertido. Luis debió
medir el hervor de mi sulfuración por el atropellamiento de mi saludo tras el
frenazo de mi inicial tartamudeo y la incongruencia de mis primeras palabras.
Logré dominarme:
-…
Me he quedado de piedra. De la noche a la mañana todo se me ha venido encima.
Todavía no sé cómo voy a digerir todo esto.
-Claro,
sé cómo te sientes. Para mí ha sido especialmente duro por ser tú, sabes que te
aprecio. Pero tengo que cumplir mi deber o la empresa se iría a pique, como
quien dice ya estamos achicando agua –en su voz bronca y grave, seca y rasposa,
vibró una nota de compasión sincopada con otra de simpatía, disuelta en la
comicidad de la última frase, redundante para quien conociese su vicio de
quejarse sin razón con metáforas marítimas del volumen de ventas, una comicidad
por una vez cómplice y en mi honor consciente de sí misma. Dada la situación me
pareció un guiño inoportuno.
-No
creo que nadie te obligue a darme esta puñalada trapera, ni que forme parte de
tus obligaciones. Es muy duro el tratamiento que estoy recibiendo –me enfocaron,
esquinados, los ojos turbios de un cocinero de rasgos difusos, salido a fumar
en aquel callejón trasero.
-Sé
que estás pasando una mala racha, pero por tu bien te pido que dejes de creerte
Nathan Zuckerman. Puede que a ti también te guste herirte y auto compadecerte,
o que tengas el mismo éxito con las mujeres, pero no eres judío ni tu gente ha
empezado a odiarte porque se reconozcan en tus novelas –se desdecirá cuando lea
esto-. Ojalá hubieras vendido tanto como él. Todo iría viento en popa. Bastante
he invertido en ti para que ahora te quejes.
-Nunca
hubiera creído que me harías algo así. Me voy a volver loco.
-Por
favor, deja de creerte en una novela de Philip Roth. Solo en ellas el odio es
creativo, en la vida real te va a impedir escribir una sola línea… Quiero que
lo entiendas de una vez por todas: me debo a los accionistas y la facturación
es el objetivo de mi trabajo. Si no, el barco se hundiría.
-Eso
es lo más increíble: la novela no tiene posibilidades comerciales.
-Bueno,
me alegro de que al menos lo admitas, ya es algo. Solo queda que no sigas
cayendo en la auto complacencia de hacerte la víctima.
-Toda
la publicidad que inviertas en ella es dinero tirado.
-Eso
mismo he pensado –un matiz de extrañeza le amargaba el alivio que sentía por
cómo me tomaba ahora el asunto.
-Pero
vas a perder mucho prestigio por esto, acuérdate de lo que te digo.
-Hombre,
tampoco es eso, en todo caso el tiempo lo dirá… Ya veo que estás bien seguro de
ti mismo.
-Cualquiera
te hubiera dicho lo mismo –sin quitarme el ojo entrecerrado por la sospecha, el
cocinero expelió el humo con ademán de disgusto.
-En
fin, puede que le interese a tu antiguo editor. Como te he escrito en el mail,
mi informe negativo se basa en que la farsa y la parodia son veneno para las
ventas. Así no podemos ir a toda máquina. Los lectores prefieren los mitos a
las desmitificaciones y…
Me
traspasó el calambre de la revelación. Mientras que yo aludía al plagio, él se
estaba refiriendo al rechazo de mi manuscrito Caso Abierto, una parodia a lo
Gombrowicz del género policial, que le había remitido dos semanas atrás, y que
ahora era descartado sin duda que por directriz de Ángela. Mi caída en
desgracia era una caída libre. Y ahora aquel estúpido equívoco de vodevil
cubría de ridículo mi tragedia. Pisando el cigarrillo a medio fumar, el
cocinero me miró de arriba abajo con gesto agrio y desapareció por la puerta de
emergencia.
-Bueno,
Luis, no te preocupes, es normal que ahora no os interese nada mío… Pero lo que
no tiene nombre es lo de El Centro del Vacío…
-Ah,
eso es otra cosa, se supone que todavía no deberías haberte enterado.
-Ya
supongo.
-Ángela
manda. No quiere presentación ni promoción ni reseñas favorables. Todo lo ha
levado con secreto absoluto, ya me entiendes.
-Y
tanto.
-¿Eso
es todo lo que tienes que decir?
-Se
me ocurren varias cositas, pero no merece la pena.
-A
la luz de lo que hiciste anoche, no te lo mereces –el cinismo se endureció en
un desprecio áspero y filoso como el risco de un acantilado.
-En
eso estamos de acuerdo: no me lo merezco.
-Estás
fatal. Yo que tú iría al psiquiatra.
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