miércoles, 6 de marzo de 2019

EL ASEDIO: Atraco.



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Como Henry Roth lo llamaré sueño, pero no fue sueño sino delirio, estaba borracho, y no solo de desesperación. Fue así de triste y simple, me emborraché. Ya que el sabotaje de mi receta electrónica seguía impidiéndome hacerme con los tranquilizantes, aquellas noches recurrí al whisky para conciliar el sueño. Era inútil volver al médico. Ángela volvería a activarme el tratamiento y él me cursaría un volante para el psiquiatra, si es que no estaba en connivencia con ella. También el juramento de Hipócrates tiene un precio.
Sin las pastillas, al menos tenía bula para beber sin miedo a la muerte súbita, según la advertencia de prospecto. Quizás aquel medio era el más adecuado para dejar los sedantes, acaso Ángela me estaba ayudando a hacerlo. Ya volvían la paradoja y la ironía a jugarse mi dominio a cara o cruz.
Abrí los ojos de par en par: como los reflejos de una puerta giratoria la calle fluctuó en un escorzo de ventanas ciegas y luces submarinas, un vértigo de ráfagas de sombra y relámpagos sin tormenta. Me detuve hasta que pasara el torbellino. Me hallaba en algún punto del bulevar nocturno. Aquellas noches di más tumbos en la calle que en la cama. La soledad relucía en una náusea violeta. El cielo volvió a alejarse, mis pies tocaron el suelo. Reemprendí el camino. La puerta giró de nuevo. Caleidoscopio de astillas y destellos y relampagueos. Me encontré cerca de mi portal, a la altura de la persiana de la floristería, junto a un atiborrado contenedor de basura. O no era tan tarde o aquel día no había recogida. De la tapa abierta sobresalía un túmulo de bolsas, algunas desventradas. Las fauces de aquel monstruo vomitaban deshechos mal digeridos.
Tomé aquella masa hedionda por los cadáveres de mis ilusiones cuando me fui a vivir con Ángela, los cúmulos de toda la porquería de mis desengaños, la bazofia de mi esperanza, los putrefactos restos de mis ambiciones literarias y la inmundicia de mi reputación. Esperé que ningún vecino me reconociera, allí arrumbado e inerte como otro costal de basura, una de aquellas bolsas negras henchidas de porquería. Recordé que allí nadie me conocía, apenas llevaba dos semanas en el palomar.
En el aire se embalsamó, procedente de la floristería, un aroma dulzón que se entreveró con el hedor, recordé cuánto le gustaban a Ángela las flores, y me contorsioné en una arcada de medio punto. Cuando me enderecé vislumbré una sombra apostada en la esquina. Los espías me seguían hasta el laberinto de mi delirio, vigilaban incluso mi desfallecimiento. Aún no tenían órdenes de ultimarme, se limitaban a amedrentarme, sus leves ataques eran meras simulaciones. Ahora, por ejemplo, me encontraba a su merced. Cuando de verdad quisieran madrugarme no vería venir a aquellos profesionales. Malamente podría defenderme.
Me convertían en un enemigo indigno de ellos mi general incapacidad para la acción, mi inadecuación a la realidad y dificultades  para adaptarme a sus novedades, mi ineptitud para el crimen, mi incompetencia e inexperiencia en el campo de la violencia física, dado que nunca he usado armas ni propinado ni recibido puñetazo alguno, y a despecho de mi proporcionado cuerpo poseo escasas fuerzas y menos aliento –y para colmo había retomado el tabaco-. Solo contaban a mi favor cierta valentía, hija bastarda del orgullo y de la ignorancia, que rayana en la temeridad podría volverse en mi contra, y mi conocimiento exhaustivo de la novela negra norteamericana, de Chandler a Jim Thompson.
Reducido a ms propios medios, no podía recurrir a la policía, mi otra enemiga. El padre de Ángela no cejaría hasta aherrojarme bajo siete cerrojos o descerrajarme siete tiros. Si aquel quebrantahuesos no encontraba un fiscal adepto que me acusara de robo precisamente a mí, damas y caballeros, que en su día había firmado un documento por el que renunciaba a toda compensación de Ángela en caso de separación, si, como iba diciendo, no bastaban sus pruebas ficticias y testigos comprados entre el personal del supermercado, incitaría a su hija a insultar a su sexo acusándome de violencia de género, de acoso. Otra venenosa ironía que añadir a la lista.
Miré sin miedo la esquina, no atisbé a nadie; exasperado, febril de rencor, la temperatura interna ya me acaloraba y dejé de temer ningún ataque desde fuera. Como de costumbre, saber que entregándome a las garras de la ira y la desesperación no hacía sino cumplir los designios de Ángela, no me ayudaba a escapar del remolino, de la espiral de indignación. Me dirigí al portal para probar con un cambio de escenario.
Ahora no me tambaleaba por el alcohol, oscilaba el cuerpo desde mi odio eterno a las fuerzas del orden, a un sentimiento de indefensión, pendularmente pasaba de la sensación de desamparo ahondada por la defección de mi madre a la ofuscación contra Ángela, la venenosa tejedora de sendas telarañas a uno y otro lado de la ley. Tuve que aflojar el puño para hurgarme el bolsillo en busca de las llaves. Ya estaba de nuevo crispado de rabia poseído por el odio. Toda la vida había desdeñado a la policía y ahora mi situación venía a armarme de razón.
Mientas intentaba embocar la llave del portal, me entregué a los anatemas e imprecaciones más virulentos contra la policía, aquellos verdugos contagiados de las lacras del hampa, contra aquella vil raza de perros amaestrados para perseguir a los desfavorecidos. ¿Quién podría ser tan miserable para preferir al sheriff de Nottingham antes que a Robin Hood? Y en términos literarios, ¿no había justificado Sartre al delincuente Genet? ¿Se conocía algún policía no ya literato sino personaje literario con algún signo de nobleza? Lo mejor que había hecho Víctor Hugo con Javert había sido condenarlo a arrojarse al Sena. Sin duda que prefería que me atacase un yonqui a someterme a otro interrogatorio de los dos probables hermanos. ¿Qué espartana madre habría podido amamantar a aquellas dos hienas? Al fin logré abrir.
Con el clic de una navaja automática parecieron abrirse las tinieblas del portal. En la penumbra me apuntaron de cerca las puntas de alfileres de unos ojos y más abajo otra punta, acerada, helada, fúlgida, que a través de la camisa en un escalofrío relampagueante llegó a tocarme el ombligo.
-Dame todo lo que tengas o te rajo.
                 
                 
                                                                               

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