Una
vez hube comprobado que era imposible despistar a tan avezado conductor, me
enfrenté a la incógnita de mi destino. Después de haber adoptado tantos
itinerarios aleatorios intentando dejarlo atrás, y de que indefectiblemente el
monovolumen negro reapareciera en el retrovisor, caí en que carecía de ninguna
dirección fija adonde dirigirme. Tantos trayectos arbitrarios, repentinas
curvas, improvisados cruces y desvíos en el último instante, aquella maraña de
imprevisibles y erráticas direcciones con el único fin de eludir al utilitario,
me habían conducido a la constancia de que carecía de plan alguno, de fin de
trayecto. Y con el tullido persiguiéndome y el estudio vigilado por la policía,
tenía la retirada cortada. ¿Adónde ir?
Según
mi costumbre, tomé la circunvalación para rodear la ciudad al tiempo que daba
vueltas a la cabeza y revolvía la mente en busca de una respuesta. No me
quedaban amigos ni conocidos a quienes recurrir. Mi madre se escudaría en la
intransigencia de su compañera de piso para negarme asilo. Y era fácil que unos
y otros me buscaran allí. Pero pensar en ella me inspiró, al acceder a la
rotonda de la fuente de mármol ornada con personajes mitológicos, nereidas y
tritones, que coronados por arcoíris traslúcidos a través de las salpicaduras
de sol, desbordaban de pasiones humanas, la gloriosa idea de dirigirme al
pueblo. Me felicité por la manía de portar en el llavero la llave de la casa a
modo de amuleto. Más allá de su valor simbólico, el talismán me había salvado
por sí mismo. De un giro repentino tomé la entrada del centro urbano. Por
supuesto, el retrovisor volvió a enmarcar al monovolumen. Era tan rápido e
implacable como el coche de caballos de Drácula. Ahora que tenía un destino,
era aún más crucial despistarlo. Lo intenté virando hacia un garaje con salida
trasera.
Subí
la rampa, y cegado por el sol no había sino avanzado un poco por la calle de
atrás cuando al fondo distinguí el morro negro venteando el rastro de mi tubo
de escape. Luego se permitió el lujo de seguirme de lejos. Enfilé la avenida
festoneada de plátanos que cruza la diagonal del centro. A lo lejos brillaba el
verde consecutivo de una fila de semáforos, con sibilino cálculo ralenticé la
marcha, él, confiado, no se acercó, en el latido del ámbar aceleré y adelanté a
una furgoneta tuneada y a un autobús, y hasta tal punto acompañaron a mi
maniobra el azar, la temeridad y la intuición, que justo después de mi paso el
rojo del primer semáforo de la serie obligó a frenar al autobús con un asmático
quejido de contrariedad, y a la furgoneta, los cuales, paralelos a la cabeza de
la cola, interceptaron al monovolumen, emisor de un furibundo pitido de
impaciencia. Me salté con cuidado el rojo de los restantes semáforos mientras
mis frenos parecían suspirar de alivio.
Siguió
un breve desconcierto, me había perdido intentando perder a mi perseguidor, y
cuando me ubiqué dudé qué salida tomar para eludir el azar de cruzármelo.
Concluí que no había mejor modo de convocar a la mala suerte que anticiparla
con vaticinios neuróticos, y procuré serenarme. Me obligué a detenerme en una
estación de servicio. Llené el depósito, vacié el de mi vejiga, y compré agua y
bocadillos.
Tomé
la autovía del norte. Había hecho bien proveyéndome de lo necesario. Situado el
pueblo trescientos kilómetros y dos provincias más allá, en aquella dirección,
me esperaba un largo viaje, unas cinco horas, debido a que las carreteras se
iban degradando hasta llegar a los meandros en cuesta de la comarcal que ciñe
las estribaciones de la sierra, histórico nido de bandoleros, maquis, hippies y
outsiders de toda laya.
Bajé
la ventanilla, pisé el acelerador. Traspasado de luz, el aire veloz y la
libertad me embriagaron. Tenía la sensación de que al fin me había sustraído a
la mirada ubicua de Ángela. De otro modo, habría puesto tras mi pista al
conductor de las muletas, sin duda uno de sus esbirros. Su ojo pseudodivino no
podría apresar los movimientos de un automóvil y menos lejos de la ciudad, a
través de algunas zonas ciegas a la vigilancia de la tecnología. Al menos así
lo suponía.
Más
allá de las cunetas el sol pintaba una espuma de oro en los océanos de hierba.
El viento galanteaba con los fresnos y abedules, sobre todo con las palmeras.
Por un reflejo condicionado experimenté el mismo entusiasmo que cuando de niño
tomábamos aquella misma carretera alejándome de las rutinas lectivas del
colegio y de los aburridos compañeros hacia las vacaciones solitarias. Aquella
euforia me ayudó a olvidar todo lo que había sufrido y perdido en el curso de
dos semanas, del diecisiete de Abril al primero de Mayo, pero me tentaba a
adelantamientos peligrosos, a maniobras impremeditadas.
La
inconsciencia me impidió recordar que la policía controlaba los datos del Audi.
Quizá por su propio robo se habría cursado contra mí una orden de busca y
captura. Aunque mi caso, además de apócrifo, fuera irrelevante, mi ex suegro ya
se habría encargado de que yo fuera el delincuente más perseguido del país.
Limitándome a abandonar el coche y a coger un autobús habría llegado al pueblo
sin más novedad, ahorrándome los peligros que me guardaba el camino.
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