Por
las ventanillas parecían hundirse en el pasado y el olvido los polígonos
industriales, las fábricas del cinturón, las ciudades dormitorio, las chabolas
arracimadas en los eriales, el típico paisaje insulso, romo, baldío que plano
de trigales y obtuso de raquíticos
arbustos se distinguía desde los pisos de las afueras. Tenía la sensación de
alejarme, más que de toda mi vida, del último período, una época funesta.
Sentía que el terremoto de dos semanas atrás en verdad lo había asolado todo.
Ya volvería más tarde, cuando la ciudad se reconstruyera. Con el correr de los
quilómetros se me instaló en el asiento de copiloto un monstruo de dos cabezas,
una tristeza benéfica y una alegría malsana. Eran dos siameses complacidos en
martirizarse uno al otro que hubiera recogido haciendo autostop.
En
el límite de la provincia dejé pasar un área de servicio y no tardé en
arrepentirme. Con la boca seca, después de las vicisitudes iniciales, había bebido
demasiada agua y tenía la vejiga llena. En un tramo llano y poco transitado,
plagado de baches y socavones, por el retrovisor vislumbré que al fondo un
autobús era rebasado por cierto auto bastante alto. Tan inusual adelantamiento
me llamó la atención. Su silueta oscura reverberaba con vibración de espejismo.
Pero yo debía ser el oasis, a juzgar por la velocidad con que se me acercaba.
En el espejo crecía el auto al ritmo de la sospecha y de mi vejiga hinchada.
Cuando reconocí el monovolumen, el miedo estuvo cerca de reventarla. No podía
parar a orinar en una cuneta. Al ceñirme demasiado tarde a la única curva de la
comarca casi me salí de la carretera. Pese a mis intentos por evitarlo, el
canijo debió detectarme a la salida de la ciudad y me había seguido de lejos.
Aceleré:
tenía que sacarle ventaja para que no me viera deslizarme por el siguiente
cruce. Me perjudicaba la orografía; como una cremallera la carretera abría la
dilatada llanura en una infinita recta. Y lo peor era que, si no su punta de velocidad, su habilidad al
volante era muy superior a la mía. Sin duda, a ella debía su reclutamiento. Se
acercaba paulatina, implacablemente. Me retorcía en el asiento, la vejiga
desbordante. Definitivamente, no estaba en mi elemento, aquella persecución era
más propia de las novelas de Ian Fleming o Cormac McCarthy. Mientras les narro
aquellos sucesos, señoras y señores, yo mismo advierto la deficiencia de mi
prosa en el género de acción. Ya les he advertido que no estoy acostumbrado a
la violencia. Lo cierto es que pronto lo tuve a rebufo, y quizás por un acceso
de pánico, a una visión epifánica, desde un helicóptero imaginario que
sobrevolara la llanura, de la carretera desierta salvo por el Audi blanco
inmediatamente seguido por el monovolumen negro, en aquella película de terror
persecutorio, siguió el primer plano, tras el parabrisas, del rostro zorruno
del tullido, ensanchado por la ballesta de la sonrisa.
Aceleró,
propulsó la mandíbula de hierro de su parachoques y con ella me impactó. Se
hizo atrás y volvió a embestirme. Una y otra vez su proa metálica se topaba con
mi popa. A la enésima cornada mi frente casi se estampó con el parabrisas. Y no
habría tardado en expulsarme del asfalto de no ser porque alcanzamos a una
ralentizada camioneta, la última de una fila demorada por un tractor
traqueteante. Paciente y letal como una serpiente, el canijo se mantuvo detrás.
Ahora hablaba por teléfono, consultando a su compinche o pidiendo instrucciones
a Ángela, su patrona.
La
línea recta de la mitad de la carretera se hizo discontinua y los primeros
vehículos empezaron a adelantar al tractor. Llegado mi turno, tuve la sabiduría
de no hacerlo; ante un testigo no me atacaría. Pero me acometió con un leve
toque a modo de aviso del choque que me esperaba si no adelantaba. No tuve más
remedio que hacerlo.
Una
vez dejamos atrás al tractor sentí cómo una sorda exhalación abría un orificio
en el parabrisas. Y siguieron varias pulsaciones que succionaban el aire como
una sucesión de pizzicatos, y acompañé el ritmo de tales percusiones –disparos-
con una danza en zigzag del Audi. Por la ranura de la ventanilla zumbaba un
viento que acarreaba negros haces de miedo. Tuvo que ser otra fila de autos la
que me libró, ésta interceptada y mucho más larga que la previa. Nunca pensé
que me aliviaría tanto una retención, y no solo de orina.
Al
saber que se trataba de un retén policial experimenté una mezcla de
sentimientos. Me había librado del tullido para caer en las garras de hierro de
mi ex suegro. Ángela contaba con tantas fuerzas a su servicio que éstas
entraban en conflicto y se estorbaban unas a otras. Me volví: el flaco volvía a
hablar por teléfono. Me pregunté cómo habría disparado casi con puntería, debió
asomarse por la ventanilla dejando las muletas al volante. Colgó, y ante un
Mini que se acercaba, maniobró dando con desparpajo media vuelta y se alejó por
el carril contrario. Ángela prefería un trabajo limpio y civil, sancionado por
la Ley.
Apenas
avanzaba la cola, las identificaciones y registros parecían minuciosos, y
aguardé a que el monovolumen se alejara, a riego de que tras el Mini llegaran
otros vehículos que me impidieran imitar la maniobra de mi enemigo. Tuve
suerte, para llevarla a cabo, quizás demasiado pronto, me bastaron unos
manotazos al aire que exhortaron al conductor del Mini a hacerse atrás. Aunque yo
no fuera el objetivo del control, los orificios de bala del parabrisas habrían
despertado el interés de la policía.
Me
desvié por una provincial y a través del enrevesado pero exacto, desaforado
pero minucioso plano mental de mi manía persecutoria y de mis apremios
fisiológicos, destejí parte del trayecto en un laberíntico rodeo, tracé
revueltas y destrencé bifurcaciones, y cuando me desorienté una sucesión de
dobles errores debieron ponerme en el buen camino, pues media hora más tarde
recobré el trayecto al pueblo a través de la provincia intermedia. Para
entonces mi cuerpo era una vejiga hinchada, gigantesca, un cántaro rebosante,
un pellejo henchido. Paré a vaciarla de una vez. Por un momento permanecí
inmóvil, al menor movimiento la vasija se desbordaría, derramaría su contenido.
De
vuelta al coche respiré aliviado. Arranqué. A través de las ventanillas haces
de luz aquietaban el interior con un hálito de paz luminiscente. Miré
desafiante el retrovisor, aquel maldito cojo no volvería a molestarme. De un
cambio de rasante surgió, vibrante, el espejismo real del monovolumen negro y
una astilla de hielo se me clavó en el corazón.
La
dirección dejó de obedecer al volante. El cabeceo agónico de Audi me hizo saber
que había pinchado.
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