Salvé
la cuneta, y sintiendo el repiqueteo pedregoso en el vientre del coche y los
arañazos de ramas y bofetadas de hojas en las ventanillas, a saltos logré
conducirlo tras la fila de olmos y cipreses, y ocultarlo entre la fronda del
moral. Desde el interior esperé a que pasara de largo del mugido del
utilitario. A la exhalación de su paso respondió la mía de alivio.
Después
de concederme un descanso táctico, me puse a hacer autostop. Ni llevaba ruda de
repuesto ni habría sabido cambiarla. Tampoco eché de menos el teléfono para
llamar a un taller; comprendí que tarde o temprano el Audi me acusaría y
convenía abandonarlo.
El
tránsito seguía escaso. Una oscura y fría vibración creció desde el fondo de la
tarde. Reconocí el monovolumen, de vuelta, y una peluda garra me estrujó el
corazón. Consternado por mi error supe que, perdida la noción del tiempo, había
vuelto demasiado pronto a la carretera. Y ahora me quedé paralizado de espanto,
como un espantapájaros custodio de las moras. Se acercaba lentamente, en misión
de reconocimiento. Después de perderme la pista el canijo rehacía el camino,
oliéndose la treta. En tal situación me habría delatado salir huyendo, debí a
mi falta de reflejos el acierto de no hacerlo. Recordé La Carta Robada, de Poe,
auné los restos de mis arrestos y agitando el puño con el pulgar enhiesto me
puse a hacerle a mi enemigo ostensibles señas de mi presencia. Proclamaba mis
deseos de hacer lo último que en verdad quería, subir al coche de Drácula.
Al
pasar a mi altura, sobre el filo del cristal bajado me miraron sin verme las
cuentas o canicas de zorro disecado, y siguió adelante. Me esforcé con ahínco
en quedarme allí plantado como un boniato hasta que se perdiera de vista.
Avanzaba tan moroso que varias veces creí que se detenía, antes de decidirse a
dar la vuelta. No lo hizo. Antes de que a lo lejos se desvaneciera el atroz
espejismo frenó un desfasado modelo de Mercedes en dirección contraria a la
suya. La puerta abierta me invitó a sentarme junto a una sexi sexagenaria. Si
bien su atractivo no se debió a mi situación apurada, se acentuó cuando supe
que su trayecto coincidía en parte con el mío.
La
pícara dejó claro que estaba recién divorciada, se dio maña en manejar con
picardía la palanca del cambio de marcha y cada vez que intentaba bajarse la
ceñida falda exhibía una porción más alta de su muslamen. Locuaz, estaba
resuelta a compensar décadas de recatado silencio. Acepté su propuesta de
cenar, más que para despistar definitivamente al tullido, como desplante a
Ángela, desplante o reivindicación personal, pues no me estaría vigilando; por
una vez lamenté que así no fuera. Descartamos dos restaurantes de carretera y
optamos por un parador. Telefoneó a la amiga que la esperaba, su anfitriona,
para retrasar su llegada.
A
la mañana siguiente retomamos el camino. En vez de dejarme en el cruce, tuvo la
amabilidad de adentrarse en el zigzag de la carretera de montaña, y quizás como
pago a los repetidos éxtasis que la había hecho coronar en la noche, ascendimos
las cimas de la sierra. Después del sube y baja del tobogán, evocador del toma
y daca de la habitación, me dejó en la última falda, al pie del valle, cerca
del pueblo. Prefería rodearlo a pie para entrar discretamente por el camino de
la vaquería. Llegué trastornado, arrasado por una avasalladora tristeza postcoital.
Desde el desayuno, en la cama, venía sosteniendo una discusión imaginaria con
Ángela, y ahora el querido valle de la infancia me pareció una depresión del
terreno adonde confluían mis justificaciones y recriminaciones como
desprendimientos de una tormenta infernal.
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