En
vez de huir a techo descubierto me precipité sobre aquella congregación de
fantasmas, la multitud de prendas secas que la vecina se disponía a cambiar por
las recién lavadas. Dejó caer unos slips para presenciar aquella persecución
por los tejados. Zigzagueé entre los incorpóreos centinelas o guardaespaldas
que agitándose al viento me servían de pantalla. Oí a mis dos perseguidores
forcejeando a mis espaldas contra los ubicuos espectros, que flameando y
zumbando henchidos los cegaban y confundían, los impedían e interceptaban el
paso. Las sábanas vibraban como velas desplegadas. No hubiera podido encontrar
mejores aliados. Llegaron a trabarse entre sí, molestándose mutuamente como si
además de hermanos fueran gemelos pugnando por su espacio en el útero materno.
Sentirme
acorralado por el vacío refrenaba mi carrera. No podía impulsarme en exceso si
quería frenar a tiempo. La lejanía del tráfago del tránsito, una especie de
ruido de fondo, daba idea del precipicio de mi meta. Me aquejaba una especie de
claustrofobia inversa, me agobiaba el exceso de aire libre. Tenía nostalgia de
un espacio clausurado, de modo contrario a ellos echaba de menos la placenta.
Inconscientemente creo que fue la primera vez que tuve la visión del patio de
la casa familiar en el campo como posible refugio. Notaba cómo mis órganos,
quizá ensayando la caída, se me despeñaban a los talones.
El
viento aumentaba. Las mangas de mis aliados con aspavientos y molinetes
abofeteaban a los dos hermanos, las perneras les pateaban y zancadilleándolos
trababan su paso. Podía oír sus juramentos. Cuando se increparon entre sí,
atropellándose entre la confusión de aquellos incorpóreos enemigos, creí
llegado el momento. Viré al lado oeste y corrí. El viento me vidriaba la vista
y me hacía aletear los faldones de la camisa. Ojalá hubiera tenido alas, pensé
ya junto a la garita. Esta vez sin pensarlo tendí un listón sobre el terrado
opuesto. Adelanté un pie. La madera vibró al vacío. Ahora sí que me pareció una
plancha. Decliné pasar por ella.
Pensé
ocultarme tras la garita, pero no tardarían en descubrirme. La idea era
aprovechable, aquellos estultos tomarían la tabla como indicio de mi camino, no
pensarían que si realmente hubiera huido por ella la habría quitado aunque solo
fuera por retardarlos. Pero tenía que encontrar un escondite. No tardarían en
asomar del tendedero. Observé la canal maestra, el reborde era muy alto. Sin
tiempo para probar su resistencia, pues ya oí sus voces preguntando por mí a la
lavandera, me tendí en aquella mortaja de cemento, un remedo de nicho
descubierto, encajonado en un catafalco aéreo y con las mismas humedades
viscosas que se filtrarán en cualquier ataúd.
No
me atrevía ni a respirar, no solo por no delatar mi presencia, sino para no
aumentar mi peso con el volumen del aire inhalado. Oí sus quebradas voces
cercanas. Tras una breve deliberación debieron con ágil equilibrio salvar el
listón hacia el terrado opuesto. Sus facultades físicas eran tan indudables
como su zafiedad. Cuando calculé que se habían alejado lo suficiente me aupé
con tiento a la terraza, no fuera una última brusquedad a desacoplar la canal
de la cornisa, con una argucia que además les hiciera patente su reciente
torpeza aparté el listón para cortarles el paso, y por segunda vez corrí a la
puerta de la escalera.
A
las voces delatoras de la lavandera estallaron dos detonaciones, supuse al
aire. Me lancé escaleras abajo. Me ensordecía un estrépito de tambores de
guerra. Sentía el corazón como un rítmico bolo alimenticio. Resbalé en el tramo
del segundo al primero, y en un demencial claqué aterricé de emergencia en el
rellano. Bajé el diapasón de la fuga. Los tambores se acompasaron a ritmo de
tantán. Logré tragar el corazón de vuelta a la caja torácica. Gozaba de una
ventaja considerable, en aquellos instantes la matrona estaría tendiendo a los
agentes el puente de vuelta.
A
través de la vidriera del portal vi la fornida espalda de un uniforme gris
azul, con la porra y un destello de esposas flanqueando el cinturón. Mi ventaja
estribaba en que aquel policía me esperaba más bien procedente de la calle, el
sargento había apostado allí un refuerzo para la eventualidad de que no me
encontrara en mi domicilio, lo cual no era sino otra prueba de su
incompetencia, ya que si lo veía de lejos me pondría en guardia y fuga. Me
deslicé por la puerta, a su derecha, como un vecino más. De reojo vi que se
aplicaba un walkie a la oreja. Aspiré una fragancia de colonia barata.
Improvisé un silbido de despreocupación. Contuve el impulso de echarme a
correr. Sentía clavada entre los omóplatos la flecha de la mirada del agente.
De un momento a otro descifraría los gritos de su jefe y su garra me atenazaría
el hombro o me daría un imponente alto. La sequedad de la boca me hizo
desafinar. Y aquel regusto ácido, el mal sabor de boca de sentir la enemistad y
persecución del mundo todo me enmudeció. La esquina del bulevar cada vez se
alejaba más, como si caminara de espaldas. Bajo mis pasos la acera se alargaba
intolerantemente, como si una cuadrilla de albañiles la alargara. Oí un
carraspeo, no sé si del agente o mío. Me besaba la nuca el frío cañón de su
sospecha.
Al
fin doblada la esquina, eché a correr. Y una oronda sombra se desató tras de
mí. No podía tratarse del uniforme. Más adelante me volví lo suficiente para
vislumbrar una americana acezante de psicodélicos cuadros verde fosforito. No
me habría hecho falta atisbar el bamboleo de mofletes ni el bigote, hirsuto a
la carrera, para identificar al gordo de la pareja artística de espías. Más que
correr sus delicados pies de prima ballerina, sobre las plantas y sin avanzar,
parecían ejecutar una sutil coreografía de persecución. Mi paso debió
sorprenderlo en su puesto de vigía.
El
tipo profirió una voz gutural, como con la boca llena, ignoraba si con el
propósito de parlamentar conmigo o de poner a su compinche en guardia. Rocé con
el mío el costado de un espectro, un traje enfundado en un plástico
impermeable. Antes de abalanzarme por la siguiente perpendicular oí cómo una
voz gangosa reclamaba a mi perseguidor cuidado con su traje traído de la
tintorería. Accioné el mando a distancia del coche. Un piloto rojo pestañeó en
la polvorienta carrocería azulona.
En
la maniobra de salida una y otra vez me topé con los parachoques delantero y
trasero de un deportivo rojo y de una ranchera blanca. La última embestida a
ésta hizo que a su vez tocara al que tenía estacionado detrás. Con un rugido de
triunfo del motor al fin salí al bulevar. Estuve a punto de atropellar a la
americana verde, la salvó el fosforito idéntico a un chaleco de seguridad.
Tenía a rebufo un utilitario negro. Dejé que se acercara. Empezó a trazar
amenazantes zigzags. En el retrovisor reconocí tras el parabrisas, con las
clavículas a la altura de cada volantazo, el estrecho, poliédrico rostro del
canijo de las muletas.
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