-Me
apuesto un perrito caliente a que el amigo Franz es vegetariano.
-Estoy
por decir que lo perderías. Pero es verdad que no prueba la carne y está muy
delgado.
-Yo
le enseñaría.
Desparramado
sobre un taburete de la barra, cliente de sí mismo, Salus aplica un desmesurado
mordisco a una salchicha insertada en un diminuto panecillo. La grasa le reluce
en el belfo de los labios y en los cañones de la barbilla. No desvía los
golosos ojos de mi regazo para significarme las fantasías que le inspira el
perrito caliente. La distancia y el olor a quemado, que se filtra por las
rendijas, neutralizan el hedor de ajos o ajetes. Después de una semana el fuego
sigue activo. Caigo en que el característico olor de Salus, no solo a ajos,
sino también a rastrojos, guarda cierto parecido con el del fuego.
-Te
explico, Salus. Franz no tiene prejuicios contra la carne, todo lo contrario,
le encanta. Solo que no le sienta bien, físicamente, por sus problemas de
estómago, ni mentalmente. Para él comer carne es un síntoma de salud y una
exaltación de la vida. Una felicidad que él no cree merecer. Por eso en las
comidas familiares y en los restaurantes le encanta ver cómo a su alrededor la
gente disfruta con sus platos de carne.
-Total,
que es un voyeur de los carnívoros. Ese chico tiene serios problemas, yo podría
ayudarle. Necesita salir del armario.
Al
hablar con la boca llena parece degustar las palabras, gana en expresividad, el
kétchup reblandece las consonantes y la mostaza exagera los acentos. Me consta
que está ensayando una nueva táctica indagatoria. Viendo que no me sonsacaba
rondándome de cerca, después de comprobar que echándome a los ojos su pútrido
aliento no lograba desempañar en aquéllos imágenes de mi vida en el pueblo,
ahora se mantiene a distancia, me admira de lejos, aparenta dejar de agobiarme,
apenas me pregunta nada, para cuando baje la guardia lanzarse en picado como un
obeso halcón, más bien un estornino cebado de fruta, sobre la erizada
resistencia de mi cuerpo ovillado en torno a mis secretos y entresijos.
-Está
de muerte –propina un bocado a la salchicha sin desviar las amarillentas,
turbias pupilas de su foco de interés-. El amigo Franz no sabe lo que se
pierde. No hay nada como una buena salchicha. Son mi único vicio, no me harto
de ellas.
-Que
aproveche. Creía que eras vegano.
-Soy
nudista, naturista y naturalista. Amante de la vida sana. Y la carne lo es, con
precauciones, claro.
Ante
el espectáculo del hilo de saliva que emanado de sus jugos gástricos le pende
del labio, me dedico a releer el mail. Lo releo a los hipotéticos ojos de
Ángela, esos ojos de lava líquida, de un negro incandescente, fosforescente,
relampagueante de maldad, sus ojos de perversa gata. Con una especie de
esquizofrenia lectora imagino la resonancia de cada palabra en su retorcida
mente, me complazco imaginando las heridas que ciertas frases le abrirán, la
sal con que otras se las escarnecerán e infectarán en carne viva, pero el
deleite no es tan satisfactorio como otras veces, siento en la entrepierna la
mirada de Salus como una ventosa o una sanguijuela. Más allá de que utilice su
interés sexual como pantalla que disimule el encargo que –lo doy por cierto-
Ángela le haya encomendado de fisgonearme, su concupiscencia es genuina, lo
marca al rojo identificándolo sin lugar a dudas. Aparentando navegar por
Internet, lo miro de reojo. Inmóvil, ha dejado incluso de masticar, parece
haberle traspasado el rayo de la lascivia, empiezo a creer que se ha convertido
en piedra, como un paródico personaje bíblico que se hubiera vuelto para
contemplar la destrucción de Sodoma, cuando empiezan a convulsionarlo pequeñas
descargas, ya lo eriza una corriente continua, si muy pronto no toca otro
cuerpo, preferentemente el mío, que conduciendo la electricidad comparta su
infierno interno, y agitándose ambos en la misma descarga puedan uno al otro
apaciguarse, de un momento a otro lo carbonizará la libido. Lo que él hubiera
querido sería disfrutarme como amante y verter a Ángela mis confidencias de
almohada. Reacciona, logra tragar el último bocado y con una servilleta se
enjuga la grasa.
-Lo
que te decía, no hay nada más natural que las salchichas. Y éstas son de fiar,
las hace el carnicero del pueblo, uno de mis proveedores. Si se comercializaran
en la ciudad triunfarían. ¿Te preparo una?
-Gracias,
pero soy más de pescado. No como carne.
-Yo
con el pescado no puedo. Solo como atún.
Se
atraganta quizá ante la imagen de un besugo de ojos abotagados, y cuando logra
expectorar las gotas de la tráquea, me cuenta el chisme de que el susodicho
carnicero ha trabado estrechas
relaciones con Candy, la cajera. Al parecer la última vez que trajo una
provisión de salchichas los sorprendió con ella tendida sobre el refrigerador.
Se queja de la deficiente profesionalidad de la cajera, que en vez de propiciar
la confianza de los clientes, se dedica a ligar por gusto.
-Supongo
que también habremos intimado con ella –ha arrastrado la conversación a este
extremo para sonsacarme-. Ella intima con todos menos con los que debe. Es una
irresponsable. ¿Cuál nos ha dejado probar, su intimidad delantera o la
posterior? ¿Por qué entrada nos ha dejado pasar?
-De
momento ninguna. Ya me gustaría.
-O
sea, que las hamburguesas sí que nos las comemos –acabada la colación, se ha
puesto a limpiarse las manos con servilletas que descuartiza compulsivamente.
-La
verdad es que sí. No saben a carne.
-Solo
si están muy hechas, y no es el caso.
-Tú
lo tienes peor, solo te gustará el atún en conserva.
-Yo
que tú tendría mucho cuidado con las hamburguesas, la carne no es de fiar… Voy
a tener que despedir a Candy, no ha aumentado la facturación y no le cuadran
las cuentas de la caja. Te lo digo porque se me va a quedar un cuarto libre. No
sé cuánto estarás pagando de alquiler. ¿Conocemos a los dueños? ¿Hemos firmado
un contrato o solo es de palabra? ¿Hemos dejado fianza?
Sin
poder concentrarme en la relectura del mail ante semejante fuego a discreción,
lo remito a mi propio correo y me vuelvo a Salus, a la espera de algún
resquicio que me permita salir sin parecer descortés.
-Pago
un alquiler simbólico.
-Conmigo
te saldría gratis. Si quieres echar un vistazo, ya sabes que vivo aquí atrás. A
la vivienda se entra por la otra calle… Tengo un buen jamón –salta del taburete
con inesperada agilidad, vuelve la palpitante papada y admiro sus bamboleantes
carnes, de la paletilla al muslo-. Tampoco parece carne y es más seguro que las
hamburguesas.
Me
ahorro la negativa. Entra el joven Pitu. Más azogado que azorado nos da las
últimas noticias; la excitación ha desbordado su timidez de adolescente. Con él
ha entrado una ráfaga de humo y un revoloteo de pavesas parecidas a mariposas
negras. Han sido desalojados los habitantes del barrio avanzadilla del pueblo.
Viene de camino una dotación de bomberos procedente de la ciudad. Salus se
sonroja, como al resplandor de las primeras llamas. Entra un nuevo cliente, un
forastero. Es un cazador, con la escopeta en bandolera y el cinturón de
cartuchos ceñido bajo la cazadora verde claro. En la puerta ladra el mastín. Me
atornilla al asiento el relámpago del reconocimiento. Su perfil, bajo el
sombrero de ala levantada, camino de la barra, me confirma que se trata de él.
Confiando en que no me haya visto, me vuelvo a la pantalla y me pongo a navegar
por la sorpresa y la incertidumbre. Una demudada incredulidad me sume en la
irrealidad. Ha llegado el momento tan temido. De nada me sirve haberlo
prefigurado de tantas maneras. Aunque con relativa frecuencia he pensado que él
podría ser el elegido, su imprevisible disfraz ha acabado por descolocarme. Lo
he reconocido por su tez linfática, los ojos turbios bajo el ceño marcado como
el estigma de un destino ominoso, el rígido sigilo de su actitud, la presencia
impertérrita pero sutil de quien parece que está y no está, incluso me parece
detectar su característico olor a cera quemada. Me ha contagiado su irrealidad,
acaso este sea el objetivo de sus cambiantes máscaras, paralizar al oponente
con esta sensación de extrañeza.
Salus
lo recibe con el ánimo festivo. Es más que probable que él mismo haya reclamado
su presencia.
-Bienvenido,
amigo. Espero que se cobre la pieza de sus sueños. Se nota que está bien
informado; hoy mismo se ha abierto la veda.
Se
trata de mi camaleónico perseguidor, el tercero en discordia. Disfrazado de
cazador, me ha husmeado el rastro desde la ciudad.
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