Como
si se les fuera a abrir la oportunidad de sus vidas, pero también con la
prevención de un torero aguardando la irrupción por la bocana de una muerte
potencial, de hito en hito todos miraban la puerta lacada en blanco. Descrucé
las piernas y varios se incorporaron prestos a interceptarme si me adelantaba a
ellos. Así lo había hecho conmigo aquella astuta anciana con la excusa de que
solo precisaba una firma del doctor. Si había dejado pasar mi turno tendría que
pasar después del último; no debía esperar clemencia, sentenciaban aquellos
ojos inexorables, fanáticos. Cada nuevo paciente que llegaba era interrogado
sobre el horario de su cita. El malestar me desenfocaba la sala de espera con
el desencuadre del insomnio. Como mucho, había dormido unos minutos de
madrugada y soñado que no dormía. No en vano soy un tipo que ha logrado hacer
realidad sus sueños.
Me
encontraba en el ambulatorio donde trabaja mamá, y del que tras vivir toda mi
vida en el barrio ni siquiera había dejado de ser paciente al mudarme con
Ángela; acaso inconscientemente sabía que mi traslado al centro sería
provisional y no me había molestado en cambiar oficialmente de domicilio. Ni en
su lugar de trabajo había dado con mi madre. Después de casi dos semanas
esquivándome ya no me cabía duda de que se había alineado con Ángela. Me
hubiera gustado contarle el motivo de mi visita; puede que en tal caso cambiara
de bando.
Para
mi incrédula indignación la víspera ningún farmacéutico pudo renovar mi
provisión de ansiolíticos porque sin previo aviso ni motivo aparente el médico
había anulado mi medicación. La receta electrónica no se encontraba operativa,
concluían los dependientes encogiéndose de hombros después de pasar por el
ordenador mi tarjeta sanitaria. Y ya que no era creíble en el médico de
cabecera una actitud obstruccionista, no tardé en achacar el desmán a Ángela,
mi hacker de cabecera. Sin duda que había descifrado la clave de seguridad del
sistema informático de la Seguridad Social y manipulado –anulado- las prescripciones
del doctor Conde.
Corrí
al locutorio y obtuve cita con el facultativo para el día siguiente. Pese a la
inmediatez de la atención, sin pastillas, quedaba condenado a una noche en
blanco, una velada de duermevela en el mejor de los casos. Se me hizo eterna,
revolviendo mis problemas y las sábanas de un camastro desquiciado. Lo más
agobiante era comprobar cómo husmeaban los lobos de la policía el rastro de mi
sangre inocente de cordero. La tarde anterior el anguloso y esquinado agente me
había dejado ir del sótano con la advertencia de que no saliera de la ciudad. Dando
tumbos temía abrir los ojos y encontrarme a los dos hermanitos al pie de la
cama, como le ocurría a Joseph K. El padre de Ángela era implacable. No dejaba
de recordar cómo devoraba la parrillada de carne aquel día que nos conocimos en
el restaurante, la avidez lacrimosa de sus ojillos de cerdo al despedazar la
carne sanguinolenta, el mecanismo atroz de su mandíbula de bulldog mientras la
trituraba con sus dientes de lobo, los chasquidos a los postres de las falanges
de sus garras. Sus subordinados me habían advertido que mi declaración sería
cursada al juzgado donde el titular decidiría si me procesaba.
Un
vozarrón pronunció mi nombre con la autoridad de quien fuera a imponerme una
condena e instintivamente me puse en pie a escucharla. A través de la puerta
blanca había sido el doctor quien me invocara. Aliviado, envidiado, me dirigí a
la consulta, notando por todo el cuerpo las picaduras de las miradas.
La
espalda de la bata blanca con un lamparón en el cuello me confirmó que mi
medicación estaba en orden. Después de asegurarme que él no la había
suspendido, mientras lo comprobaba me advirtió que ningún hacker podría abordar
el programa de la Seguridad Social. No había novedad, repitió, volviéndose a mí
y entrecerrando los gruesos párpados. No sé si sospechaba de la competencia de
los farmacéuticos o de mi cordura. Debí haberlo imaginado: al ver que concertaba
una cita con el doctor y que probablemente no lo intentaría en ninguna otra
farmacia, Ángela se había apresurado a reactivar la medicación para hacerme
pasar ante el médico por un pánfilo. Después de renovármela hasta diciembre
para aprovechar mi visita, me observó desde diferentes ángulos, más que con sus
soñolientos ojos, con los orificios de sus fosas nasales, de donde a modo de
pestañas le brotaban hirsutos vellos.
-¿Podría
redactarme la receta por escrito? Me temo que cuando salga por la puerta la
medicación volverá a quedar suspendida.
-No
tema, ya le digo que es imposible –hundió la cabeza como un galápago y elevó
las pupilas para escrutarme el rostro en contrapicado.
-Dígaselo
a los farmacéuticos. No quiero pasar otra noche en blanco. Por algo he venido.
Seguro
que él podría encontrar todos los motivos y justificaciones que quisiera para
mi visita. Ahora estiraba el cuello para verme en primer plano.
-¿Sufre
jaquecas? –con el nuevo cambio de posición su cabeza quedó jaspeada por las
listas de sombra de la persiana laminada-. ¿Puede concentrarse en su trabajo?
-Creo
que si pudiera trabajar no tendría problema.
-¿Se
le olvidan las cosas con frecuencia?
-No…
Pero ahora se me olvidaba preguntarle si puedo doblar la dosis del ansiolítico.
-¿Cambia
de opinión a menudo?
-No…
Sí… No.
-¿Cree
que lo siguen por la calle?
-Me
siguen a sol y a sombra, dos de cerca idénticos al Gordo y el Flaco, y otro de
lejos, disfrazado de turista. Mientras no me ataquen, no les hago caso.
Palpitaron
como negras pupilas sus cavernas nasales, quizá por la emoción lagrimearon un
fluido verduzco, mucilaginoso.
-¿Y
piensa que todos se han conjurado contra usted?
-Por
descontado: la policía, mi madre, el editor...
-Voy
a cursarle un volante para el psiquiatra.
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