Me
miran los infinitos ojos de la noche, fríos, remotos, los insomnes ojos de la
noche, las estrellas, los ojos de Ángela. En la relampagueante noche rojiza, pajiza
de farolas, la ciudad trama con ellas un delirio de callejuelas, una red de
emboscadas y asechanzas, una pesadilla de callejones que encalla en el sueño
del bulevar, un sueño negro y ancho y fluido como un río.
El
delirio de la ciudad es el delirio de Ángela. ¿Qué mejores cómplices podría
ella encontrar que la ciudad y la noche? El delirio de la ciudad es mi delirio
persecutorio pero sobre todo es el delirio de egoísmo de Ángela, su éxtasis de
orgullo, su orgasmo de egoísmo y orgullo, su orgía de venganzas. El bulevar es
la pista de un aeropuerto militar donde se aguarda el aterrizaje de un
escuadrón de aviones nucleares. O más bien el bulevar es un río, un río enorme
como un mar, el Amazonas o el Mississippi, un mar, y el jardín es un
portaviones donde no se espera la vuelta de los kamikazes. Las sombras de los
kamikazes son idénticas a las sombras sobre la hierba de las nubes impulsadas
por el viento.
La
soledad negra, asesina, del bulevar es mi soledad. Las flores de olmos y álamos
son imaginarias, árboles mentales, recuerdos y fantasías de los paseantes,
miedos y deseos y obsesiones sembrados en abstracto y germinados y crecidos en
el inconsciente colectivo, de sus ramas cuelgan suicidas como frutos maduros,
sus sombras pendulares, perpendiculares, pendientes, jalonan las lajas
hexagonales. Los cuerpos de los suicidas son mi cuerpo. Las manos negras de la
sombra son mis manos.
Mis
pasos espectrales se deslizan mudos sobre las aguas del río, del sueño, de la
noche descalza. Camino por el bulevar, por la soledad de un sueño que a la
altura de un tramo terrorífico, como mi relación con Ángela, vira en pesadilla.
En este tramo se suceden edificios obscenos, serán ministerios de un gobierno
totalitario, cárceles de presos políticos, hospitales de sanos, y en cada
esquina acecha una silueta, por allí mis pasos sí resuenan porque me he
encarnado, me he incorporado en una carne que se puede desgarrar y en unos
huesos que se pueden quebrar, y esos pasos míos me entristecen como zapatos viejos,
los zapatos que en la gran literatura son metáfora de la muerte, metáfora de la
muerte y metonimia de los muertos, metáfora si aún siguen vivos y metonimia si
ya han muerto, mis pasos suenan y resuenan, arrancan un doble eco en la
distancia negra.
Dos
parejas de pasos responden a los míos. Aceleran cuando acelero. Se ralentizan
si me ralentizo. Se traban conmigo en un demoníaco trío para percusión, sus
pasos contrapuntean los míos con sincopados ritmos de parodia y amenaza, burla
y terror. ¿No se ha convertido mi vida en una bufonada truculenta, en una
mascarada letal? Luego también en mi novela documental alternará el tono ligero
con el funerario, el humorístico con el lúgubre. Tampoco en sueños dejo de
pensar en la novela; de hecho cuando realmente escribo es en sueños.
No
necesito volverme para saber que me siguen el rollizo fortachón de pies de
bailarina y el enclenque de ágiles muletas. Las punteras de éstas hacen de
suelas, ahora distingo sus impactos pautando el silencio con notas de amenaza,
repiqueteando como si clavaran un ataúd. A los dos pudo imaginarlos cómicos y
mortales, patéticos y fatales, letales, emperifollados con el mal gusto de
padrinos pueblerinos, una pareja de compadres borrachos que han olvidado que se
dirigen a un bautizo o a un duelo, tal vez a un bautismo de sangre, luciendo
rocambolescas galas, trapitos circenses, estrafalarios y destartalados en sus
trajes chillones, el gordo con las costuras a punto de reventar y el flaco con
las mangas ocultándole los puños, como si se hubieran entallado uno en el traje
del otro. Todo sea por restar solemnidad a mi asesinato, ni muerto merezco el
respeto de Ángela.
Sé
que buceo en la sima de una pesadilla pero no logro emerger a la superficie de
la realidad, a la realidad superficial de la vida consciente. Me siento
transcurrir en el sueño de otro, tal vez de Ángela. El sueño de Ángela, la
fantasía destructiva de Ángela, es mi pesadilla. Corro pero no avanzo, típico
de los sueños. Me impulso con los remos de los brazos y pisando mis pasos no
progresan. El bulevar es la cinta continua de un gimnasio que corre bajo mis
pies. Tal impresión puede deberse a que mis perseguidores respetan la
distancia, no se acercan. Me detengo y se detienen. Y es cuando intuyo que más
allá viene el otro, el tercero, el que prefiere el incógnito y últimamente se
enmascara en los múltiples disfraces del anonimato, el hombre de las mil caras
que ya he visto caracterizado de turista, mendigo y de hombre corriente, y cuya
identidad delataban como ahora la irrealidad de su presencia, la sensación de
extrañeza e incomodidad que vehiculadas a través de una corriente de frío, de
gélido silencio, contagia en su entorno, su carácter elusivo y escurridizo,
espectral y esquivo, esquinado. ¿Será otra de mis visiones, una aparición
invocada por mi portentosa imaginación, una fantasía autodestructiva, o estoy
mitificando al enemigo, sobredimensionándolo por mi delirio persecutorio, por
mi artística tendencia a la exageración?
Lo
cierto es que el amor por el camuflaje de mi tercer seguidor lo delata como
novelista y llego a tomarlo por mi doble. Su impostura y apostura son las mías.
Me persigue mi reflejo del último espejo, mi imagen especular, virtual, ávida
de fundirse conmigo. Las pocas veces que lo he reconocido, bajo las máscaras de
sus versátiles transmigraciones, he detectado unos rasgos comunes, parecidos a
los míos: la frente ilustre con el pelo en retroceso estilo Albert Camus; la
nariz rapaz, aguda, judía, aunque solo sea de tanto husmear en las páginas de
mis autores favoritos; los ojos oscuros, soñadores y sensuales de un decadente
personaje de Thomas Mann; los cincelados labios de una boca sedienta,
hambrienta entre los paréntesis de sendas arrugas.
Sigo
a la misma altura, a la vera de los mamotretos de ministerios, manicomios, o lo
que sean. Aunque infructuosa, estática, la ligereza de mis pasos es otro
síntoma onírico. Abro los ojos hasta desorbitarlos y me palmeo las perneras,
pero no logro despertar. Saberme en el interior de una pesadilla acrecienta la
angustia en vez de limarla. Me trastabillo y aleteo para recobrar el
equilibrio. Me rehago. La cinta mecánica de la acera se ha acelerado. Vuelvo a
trompicarme. Caigo. A gatas tengo la humillante certeza de que Ángela me
observa. Mediante algún logro tecnológico tiene acceso a la visión de mis
sueños; también me ha hackeado el subconsciente.
Un
soplo helado me anuncia el acercamiento de mi tercer perseguidor. Ha adelantado
a los otros y trae intenciones homicidas, las acarrea la corriente fría. Salto
de mi posición como un velocista de los tacos de salida. Sin embargo, me
neutraliza el aire denso, avanzo como un astronauta o un buzo. Ya no caigo. El
instinto de supervivencia desborda la torpeza de mis nervios. Los latidos de mi
corazón acallan los pasos. Las luces de las farolas estallan en esquirlas de
sombra. Ahora mis movimientos, aunque seguros, son más lentos, avanzo de veras,
he dejado atrás los edificios terroríficos. La siguiente esquina se me acerca,
deseosa de mi sombra. Pero me ahogo. Al buzo o astronauta se le acabó el
oxígeno de la bombona. Nado a través de la corriente gélida. Miro atrás: se me
acerca un tiburón con la boca abierta. El hombre de las mil caras esgrime una
navaja parecida a una dentadura de tiburón. La hoja refulge como un espejo.
Abro
de verdad los ojos.
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