-¿Qué
me dices? No has abierto la boca. ¿Te parece bien lo que me están haciendo?
Me
respondió un tijeretazo seco. El rasgueo de una venda me había desgarrado en un
gañido mi incrédulo silencio ante la indiferencia de mi madre, el mudo reproche
con que culpabilizando a la víctima acogía el relato de mis vicisitudes y
tribulaciones sin dedicarme una mirada o una palabra de ánimo, mientras en la
enfermería se dedicaba a cortar vendas y disponer apósitos a la medida del
próximo paciente, un maltrecho joven que aguardaba en la sala cariacontecido,
atropellado por las circunstancias. Pero allí era yo el verdadero doliente y
habría necesitado que ella me curara el alma. Nadie como una madre puede
imponer a que Zweig llamara curación por el espíritu, en referencia a su
admirado Freud, según Nabokov curandero, pero no seguiré perdiendo el tiempo
con otra imaginaria discusión con Ángela sobre una ciencia tan atrasada que por
mucho que ella diga nunca ha curado realmente a nadie, aunque cuenta en sus
filas con estimables poetas inconscientes, oníricos y automáticos, ellos mismos
geniales enfermos incurables, como Jung o el propio Freud, por no hablar que la
curación equivaldría, en el caso de los artistas, a inhibirlos de su talento,
esterilizarlos, de modo que si Freud se hubiera psicoanalizado no habría
inventado el psicoanálisis, y ya basta de todo esto o extraviaré la narración
del encuentro con mi madre por una bifurcación errática.
-Cualquier
día me verás como ese chico de ahí afuera, tú misma tendrás que escayolarme.
Sí, acabaré apaleado como un perro o fresquito en un cajón metálico. Y no me
digas que los escritores somos unos exagerados.
Con
un suspiro de impaciencia pareció rasgar, además del silencio, la siguiente
venda. Contrapunteó severos tijeretazos a la gasa con tosecillas forzadas que
al mismo tiempo que la garganta aclararon su postura. Después de toda una vida
acosándome con sus desvelos por mis hipotéticos constipados, ahora se mostraba
indiferente a los riesgos ciertos que amenazaban mi integridad física. En vez
de quejarse por mis prolongadas ausencias, para verla había tenido que
sorprenderla en su trabajo, tras perseguir su sombra esquiva a través de
consultas y dispensarios, salas y enfermerías, y después de escabullirme en el
crucero del médico de familia, interesado en saber si ya tenía cita con el
psiquiatra, la había acorralado en el consultorio del ATS, donde me constaba
atendía a partir de las once. Aunque el ambulatorio era nuestra segunda casa,
me costó encontrarlo, estaban de reformas y con la confusión de tabiques
derribados y el barullo de operarios, me perdí como un paciente nuevo.
Me
indignaban el mutismo y la indiferencia de quien hasta entonces se había desvivido
por mí y apoyado incluso cuando no me asistía la razón. Rejuvenecida por un
gélido silencio que resultaba estruendoso en persona tan cálida y habladora,
mis protestas le endurecían el perfil. Tácita y reticente, la envolvía un aire
reluctante, era de rechazo toda la atmósfera que la rodeaba. En aquella
pesadilla siniestra que había suplantado a la vigilia, caído en una pintura
negra, del otro lado de un espejo mal bruñido que había invertido mi realidad,
ni siquiera podía contar con ella.
Seguí
contándole mi triste historia, mis quejas y lamentaciones resbalaban por su
frente y pómulos como la lluvia por una insensible estatua. Temí que tomara mis
avatares por el argumento de una nueva novela. Me senté frente a ella. Mitigué
el rigor de la vigilancia de Ángela para resultar más creíble. La comisura
derecha de sus labios se frunció en una expresión que traslucía su serena
displicencia, la lejanía olímpica de un desdén que le impedía incluso lamentar
mi torpeza e incomprensión de los misterios de la sensibilidad femenina. ¿Qué
se podía esperar de mí? Era un hombre. Si acaso; como mucho. En otra
reminiscencia kafkiana la identifiqué, por aquella manera de ningunearme, con
el padre de Kafka. No en vano ella también había sido mi padre. Sus ojos verde
oliva parecían congelados, de cristal, sin un líquido destello de comprensión,
simpatía o compasión. Di por seguro que había hecho causa común con Ángela; la
solidaridad femenina superaba el amor de madre. Aunque hasta entonces, que yo
supiese, no habían coincidido más de dos o tres veces, con motivo de nuestra
crisis seguro que Ángela había contactado con ella. Ni siquiera se inmutó
cuando le expuse el caso del plagio, ella, guardiana tan feroz de mi propiedad
intelectual que en su día se había apresurado a registrar mis primeros ensayos
narrativos para evitar el plagio, cuando yo le rebatía que tal eventualidad era
deseable, pues sancionaría su más que dudosa validez. Y al solicitarle algún
bote de ansiolíticos me respondió que ella no era mi camello, aun después de
manifestarle las insidias que me privaran de ellos.
-Necesitas
dinero –después de pasarme la vida recurriendo a ella la tercera o cuarta
semana de cada mes, no era tan raro que su pregunta sonara a afirmación. Pero
además de la costumbre sus palabras tenían un deje de censura o reproche, sin
que por ello dejara de parecer que lo decía por compromiso. Se comportaba como
la madre de un forajido que le deseara suerte en su huida antes de cerrarle la
puerta en las narices.
-¿Eso
es todo lo que se te ocurre?
La
rabia me impidió ver lo oportuno del ofrecimiento económico. La experiencia me
ha enseñado lo necesario que es el dinero para enfrentarme a una enemiga tan
poderosa como Ángela. Volvió a perjudicarme mi imprevisión de cigarra. En
parte, con mi rechazo quería evidenciarle su falta de apoyo moral. En todo caso,
calculé mal, pues esperaba que como otras veces insistiera y que incluso
después de volver a negarme, introdujera un atado de billetes en mi bolsillo. Se
conformó con regalarme un consejo práctico:
-Ponte
a buscar trabajo.
Dando
otro tijeretazo me miró por primera vez a los ojos, las manchas de aceite de
oliva de sus pupilas se expandieron, y por primera vez dudé que toda la razón
estuviera de mi lado. Intenté desabrocharme de su mirada, escapar a la hipnosis
de aquellos ojos. Era consciente de que aquello era otra maniobra de Ángela, a
este paso también se captaría mi propia voluntad y me haría participar en el
complot contra mí mismo.
-Tengo
que atender a los pacientes.
-Espero
que con ellos seas más comprensiva. Hoy yo era tu primer paciente.
Su
mirada me traspasaba como un rayo láser iluminando mis pensamientos más
recónditos, oscuros e inciertos incluso para mí. Verlos reflejados en su mirada
me los hacía patentes.
Eres
como tu padre: no sabes lo que es el amor.
-Claro,
los hombres no sabemos nada… Aquí lo
único que pasa es que os molesto, soy un bicho raro y queréis deshaceros de mí,
barrerme, aplastarme como si fuera un insecto.
-Creo
que has leído demasiado a Kafka.
-Estoy
desesperado, todo el mundo se ha conjurado contra mí.
-Sí
que eres un paciente, pero no mío. Ya que estás aquí te haría bien pasar por la
consulta del psiquiatra.
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