En
el cielo de hielo se despliegan los plumeros y penachos de un árbol grisáceo,
polvoriento. La fronda de humo borra los reflejos cárdenos y encarnados,
glaucos y esmeralda del crepúsculo. Las manos sucias de sus hojas, por cuyos
nervios sube una savia oscura, aprietan la estrecha garganta de la tarde. Mis
pasos resuenan a tambores de muerte. La guillotina aguarda. En la plaza una dama de sonrisa sádica espera
la llegada de la carreta mientras con sus agujas de punto culmina una labor
donde ha tejido mi destino. Camino de casa una lápida me encorva la espalda.
En
las tapias flamea un resplandor candente. El fuego del infierno parece
dispuesto a recibirme. El miedo me avería el pulso, ya se desboca, ya se
suspende, como mis pasos, que ahora se han vuelto mudos. La inquietud de los
vecinos, con la vista en el selvático árbol de humo, es un pálido reflejo de la
mía. Una y otra vez me trompico en la calzada pedregosa, trabado por el mismo
fantasma que en la ciudad. Como una mortaja arrastro la agonía de una
respiración desbaratada en retazos de resuello. Tengo que escapar del pueblo.
Salus estará señalando al sicario la ubicación de mi casa. Echo de menos el
Audi. Antes de llegar al pueblo tuve que deshacerme de él; la policía le seguía
la pista.
Mañana
a las nueve, como cada mañana, parte a la ciudad un autobús de la plaza. Pero,
de cogerlo, el cazador me vería subir y no tardaría en seguirme. Necesito salir
de incógnito, secretamente. Ningún vecino me va a prestar ni alquilar su
automóvil. Me veo abocado a invertir mis últimos ahorros en un taxi. Buscaré
para llamarlo una cabina que no sea la de la plaza. Ciño la última esquina y
atisbo cómo en la fachada se desenrosca la sombra de una figura curvilínea. En
el cabello del cuerpo que la proyecta palpita un destello de plata. La camisa
vaquera y los tejanos con flecos, en lugar del uniforme con rayas blanquiverdes
y el delantal blanco, me retardan el reconocimiento de Candy, que aguarda junto
al portal de casa.
-Hola.
Buenas tardes. Cómo estamos… Quería despedirme –en su balido vibra la
sensualidad de la melancolía.
-Ese
maricón te ha echado, ¿no?
-Volveré
a la discoteca, qué remedio. Mi jefe es un pelmazo, pero comparado con éste es
un ángel. Tengo mala suerte con los hombres.
-Yo
no contaría a Salus entre ellos.
En
su boca se hincha la goma del eterno chicle como un preservativo inflado.
-Además
de indeseable es peligroso. En la tienda se ha comentado que él es el pirómano.
-Incendiario
más que pirómano –acoge mi distinción paseándose las manos por los costados-.
Si lo ha hecho él seguro que ha sido por interés o por venganza.
-Lo
bueno es que ya lo he perdido de vista –sigo su mirada hacia una mochila de
camuflaje, que espera junto al tranco de entrada.
-Ahora
que me acuerdo tenemos tú y yo una cerveza pendiente. Te invito a cenar, así
agotaremos las provisiones. ¿Sabes que también yo me voy? Y por culpa de Salus,
como tú.
-Lo
último que quería era que pasara la noche con un colega suyo, el proveedor de
congelados, al que le debe dinero. Lo ha invitado luego a tomar un bocado –la cercanía
de su cálido y sinuoso cuerpo me impide embocar la oxidada llave en la
cerradura.
-¿Te
vas en bus? Puedes pasar la noche aquí.
-Muchas
gracias, pero no me hará falta. Acabo de quedar con Paco, el de los congelados.
Después de pasar por aquí marcha directo a la ciudad.
-¿Crees
que habrá sitio para mí?
-Si
yo se lo pido, seguro.
Poco
me dura el alivio. Aún hurgo en la cerradura cuando procedente del patio
detonan unos ladridos secos. Reconozco en ellos un matiz de alarma y agresividad,
de furia y fiereza, una hostilidad furibunda. Los distingo de aquellos otros
con que suele recibirme, protestas por mi abandono o celebrantes del
reencuentro, e incluso de los rutinarios con que detectando el paso de algún
vecino justifica su vocación de vigía. Ahora estallan ante un peligro mortal, y
más que amedrentar a su formidable rival procuran espantar a su propio pánico,
poner en fuga a su miedo cerval, la duda en sus propias fuerzas para hacer
frente al enemigo, y a un tiempo se espolea a sí mismo con tal arrebato. Su
enemiga solo puede ser una. Me confirma mis temores el subsiguiente maullido,
incisivo y perverso, tan filoso como sus garras, que como una guillotina parece
descolgarse de la luna para caer sobre los indefensos ladridos, nobles y
valerosos.
Es
la gata negra, la alimaña que aloja el alma de mi archienemiga.
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