De:
Felipe Leal.
A:
Franz Kafka.
Asunto:
El pueblo.
Estimado
Franz: Yo no conocí a mi padre, murió a mis cuatro años y apenas conservo la
idea de una sombra enorme y cálida con olor a pino, un pino poblado de los
pájaros de sus silbidos y tarareos –era bohemio, en todo bohemio hay un músico
nato-, y solo ahora caigo que era medio paisano tuyo, puede que ahí radiquen
nuestras coincidencias, sin que con ello aspire a parangonar mis intentos con
tus logros, mis tanteos con tu talento.
Como
te decía guardo de mi padre una imagen que bien puede ser un sueño o una ficción, una especie de
árbol pletórico de savia y sol, un frondoso pino talado en la plenitud de su
verdor. No tuve como tú la desgracia de sufrir a un padre que a fuerza de
exigirte movimiento te dejaba sin espacio, que incitándote a la vida te quitaba
las ganas de vivir, y que con la excusa de enseñarte a respirar inhalaba todo
el aire disponible. Sospecho que también tú sufrías crisis respiratorias no
solo achacables a patologías físicas. Pero ese odio también te propiciaba la
fuerza y la energía necesarias para escribir, para defenderte te refugiaste en
un reducto propio, te acogiste al santuario de la literatura.
Estas
semanas he descubierto hasta qué punto se puede escribir contra alguien.
También Ángela acaparaba todo mi mundo. Si pretendía ayudarme era para
evidenciar su superioridad y mostrar cómo era ella el verdadero foco de todas
las miradas y cámaras, el centro de la atención pública, y a mí apenas me
iluminaba un reflejo de su esplendor. Ahora entiendo el fracaso comercial de
mis novelas, incluso publicadas por Atlántida y auspiciadas por su aparato
publicitario. ¿Quién va a comprar una novela del marido de ….?
Ella
incluso ha usurpado mi papel creativo llegando al extremo de apropiarse de la
autoría de El Centro del Vacío. Y desde que nos peleamos ha venido a desempeñar
por completo el papel de tu padre. Es evidente que ambos representan el poder.
Tú te sentías empequeñecido ante el corpachón de tu padre y yo ahora indefenso
ante los medios que Ángela dispone contra mí. Indefenso, sí, e inerme,
castrado. Lo único que me queda contra ella es el bolígrafo, el último símbolo
fálico al que agarrarme. Porque igual que tu progenitor suscitó tu Carta al
Padre, también Ángela sin quererlo ha desatado la escritura de esta novela, mi
Carta a Ángela. Es posible que la titule así.
Franz,
tú y yo con nuestras tenues pero tenaces fuerzas intentamos sustraernos a toda
forma de poder. No escribimos contra el poder político, no somos activistas ni
cebamos nuestras frases con cargas explosivas contra los gobernantes de turno,
sino que nos volvemos contra las más sutiles insidias del poder carismático.
¿Se conocía en tu época a Max Weber? Los dos somos supervivientes, hemos
sobrevivido gracias a la literatura. Nos hemos asido al salvavidas de la
escritura. Gracias a ella es imposible derrotarnos. Somos inmunes a la muerte
porque de nuestras debilidades extraemos la fuerza. O quizás nadie puede
matarnos porque ya estamos muertos. A veces pienso que la literatura es una
enfermedad que nos impide morir. Solo pueden perder los felices y los vivos,
los que no escriben. ¿Significa algo que durante el año de relación con Ángela
escribiera tan poco? ¿Fui sin saberlo feliz con ella? En todo caso queda
confirmado que la infelicidad es la clave de bóveda de la creación. Los
analistas de cabecera de Ángela quedan refutados. Según sus monsergas, si
hubieras sido feliz con Felice te habrías convertido en un gran escritor.
Mi
madre tiene razón, lo ignoro todo sobre el amor. Prefiero la libertad al amor.
El amor es una agonía, una lucha que no me interesa ganar. Me niego a perder en
esa batalla mi tiempo y mi energía. Prefiero consagrarle a la literatura todo
el esfuerzo, el empeño y la dedicación que requiere el duelo amoroso. Tú y yo solo
queremos ser prisioneros de la escritura. Hoy en día la defensa de mi
independencia y mi libertad es lo único que puede activarme. Por lo demás, soy
un tipo pasivo. Pasivo y negativo. Amo el silencio y el letargo, la soledad y
la inmovilidad. No decidirse a hacer nada, la pura vacilación, esa pasividad
que es expresión de mis dudas, son síntomas de que se está incubando una
creación. El silencio también es creativo. Nada es más creativo que el
silencio, y la sociedad en que vivimos, esta sociedad industrial cuyos males
diagnosticaste, tiene pavor al silencio. El miedo al silencio es la nueva forma
del horror vacui del Barroco.
En
la última época junto a Ángela los silencios eran incómodos, había que
llenarlos con palabrería. Nos convertimos en a típica pareja que precisa
rodearse de gente. A partir de cierto momento empezó a violentarnos
precisamente la soledad que necesitábamos. Se destejió la confianza de las
primeras semanas, la urdimbre de la intimidad y la complicidad del principio se
desgastaron muy rápido. A su lado mi característica indecisión era inviable. Su
voluntad me arrastraba y aturullaba. Mientras que yo tiendo a la lentitud y a
la contemplación, soy proclive a la vacilación y a la indeterminación, al
pensamiento, ella desborda de acción y apresuramiento, la impulsan la voluntad y
la decisión más voraces. Rebosa de una vitalidad que me rebasa.
Dado
mi carácter, detesto viajar tanto como tú. Los viajes son frenesí, pura
aceleración. Te obligan a salir de ti, te saturan de precipitadas imágenes
extrañas y apenas puedes mirar a tu interior. Te enfrentan al infinito y al
vacío del mundo. No entiendo cómo puede haber escritores viajeros, al estilo de
Graham Greene o Somerset Maugham. Por eso me resultaban tan penosos los
itinerarios de nuestros fines de semana, los viajes de unas vacaciones cuyos
puntos de destino ella hacía coincidir con sus compromisos publicitarios, de
modo que en el rincón del auditorio de cualquier ciudad siempre acababa
asistiendo a alguna de sus apariciones públicas. Si al menos hubiera tenido que
firmar alguna de mis novelas me habría aburrido menos.
Aquí,
en el pueblo, he vuelto al mundo más tranquilizador, al mundo que incluso tras
mi larga ausencia más conocido me resulta, un lugar donde el tiempo vuelve a
transcurrir tan lentamente como las serenas aguas del río del valle. Aquí
Ángela se aburriría como una piedra, su presencia en el campo es inconcebible.
Disfruto de paseos que me habrías envidiado, del aire puro. Ya no tengo que
respirar aquella atmósfera contaminada de envidias y monóxido de carbono, el
ambiente viciado de enrarecidas emanaciones que tú considerabas un mal
presagio, el pálpito de la desgracia, la premonición de la catástrofe. Y lo
mejor es que después de veinte años nadie me ha reconocido, ni siquiera después
de saber que habito la casa de mis mayores. A nadie he tenido que referir mis
recientes desengaños y decepciones. Si nadie conoce el rechazo de mi último
manuscrito, el tamaño de mi fracaso se reduce al mínimo.
Lejos
de amigos y conocidos, no tengo que justificarme ni que exhibirme ante nadie,
no he de competir ni compararme con otros escritores. Justo ahora que mi novela
ha alcanzado el éxito, los laureles me son indiferentes. Me siento aliviado de
no participar en la pantomima de las relaciones sociales, esa charada hipócrita
en la que nadie improvisa nada, una comedia de costumbres que nunca deja de
representarse, que se escenifica naturalmente. Después de haber hecho mutis por
el foro comprendo tu tendencia a desaparecer, tu gusto morboso por el
desvanecimiento propio. También me alivia haber descargado a los demás de mi
presencia; solo tengo que pensar en el último encuentro con mi madre. Tan harto
como yo de ellos estarían de mis manías y frases hechas, de mis ocurrencias y
protestas, de mi vanidad herida y personalidad compulsiva, de mi impuntualidad
e informalidades, de los desahogos y la desesperación de quien últimamente odia
a los demás tanto como a sí mismo.
La
relajación y comodidad, mi fácil aclimatación aquí han acabado por marginar a
Ángela del centro de mi pensamiento, algo que a mi llegada parecía tan
imposible como arrancarme el corazón. Me refiero a la Ángela real. Ya amainaron
mis disputas imaginarias con ella, las crisis esquizofrénicas, las tormentas de
ira. He dejado de desgranar el rosario de invectivas contra ella. Aunque mi
escrito verse sobre Ángela, ella ya no interfiere en él, he proyectado su
sombra en la ficción sin que me dañe la original, puedo mirar su reflejo sin
que me perturbe su cuerpo, estoy logrando modelar un personaje en este infernal
libro de arena sin que la modelo me trastorne. La literatura me ha inmunizado
contra Ángela. Resulta como si la hubiera enredado en la trama de mi novela, la
he atrapado en la telaraña de la ficción más que ella a mí en la suya, real. La
he reducido gracias a mi novela. Inmovilizada, ya no me alcanza su veneno.
Incluso aprovecho éste como tinta para mi pluma.
Y
sin embargo, me pregunto si no se estará resintiendo mi novela de mi bienestar,
si mi paz no la estará estancando, si no era más incisiva cuando me atormentaba
a todas horas el fantasma de Ángela. Tú mismo para escribir necesitabas
sentirte vulnerable. De un suceso que te traumatizó tanto como tu frustrado
compromiso con Felice te nutriste para
escribir una obra maestra, El Proceso. Ojalá pudiera seguir tu ejemplo y
metabolizar el sufrimiento, y como un alquimista transformar el dolor en puro
arte.
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