Avanzo
entre el insomnio de los vecinos, temerosos de ser desalojados por el fuego, y
la irrealidad de sueño de esta luz nívea intoxicada de humo, confundido en los
claroscuros de la luna, a través del juego de sombra y resplandor impuesto por
la carrera de las nubes. Quienes me atisban por las ventanas, portador no ya de
la espada sino de una peluda alimaña flamígera, me confundirán con el ángel de
la expulsión. También yo tengo fundados motivos para la inquietud y una y otra
vez me vuelvo intentando discernir a mi camaleónico perseguidor. Pero, cómplice
de las sombras, inquilino de lo oscuro, si me sigue sería imposible detectarlo.
¿Persistirá en su disfraz de cazador o habrá adoptado el de lugareño? El hombre
de las mil caras o máscaras es un enemigo portentoso. Los disfraces significan
la personalidad múltiple, la locura y la pesadilla, el miedo ancestral. El
carnaval es la muerte.
No
encuentro el número trece en ningún umbral. Sobre el ángulo de unos visillos
bordados con molinos de viento me observan unos ojos de roedor, y cuando le
hago señas de que me abra para consultarle sobre la numeración, caen los
visillos y el silencio sobre mí, el desaforado forastero que con el fulgor de
la venganza en el ceño trae una cabellera arrancada en la mano. Otra nube ciega
el ojo de la luna. Como fuegos de artificio a lo lejos se espolvorea un
enjambre de chispas fuliginosas.
Con
un chirrido de película de terror una puerta va abriendo en un porche de
granito un ángulo de luz. Bajo el pretencioso tímpano sostenido por columnas
corintias, neoclásico rural en una casamata, en el vano iluminado de rosa se
inscribe una figura con forma de pera. A la luz del farol de hierro forjado y
de mi llameante rencor lo reconozco.
-Ah,
eres tú –me dice la voz contrita, turbia de vergüenza. En la penumbra la cara
de Salus parece cenicienta, deshojada de las primeras capas de grasa, y ofrece
una textura entre piedra pómez y lava cristalizada-. Pasa. Hace una noche
terrorífica, de pesadilla. Y para colmo la luz se va y viene. Quería hablar
contigo.
Me
lee la negativa a entrar en el ceño crispado, encrespado. La desconfianza viene
a enfriar mi indignación. Es posible que me haya tendido una trampa, que
adentro me aguarde el hombre de las mil caras.
-Tranquilo,
no te voy a meter mano, hombre. Pepe, el carnicero, está a punto de llegar, si
no quieres estar a solas conmigo… ¿Qué, nos ha comido la lengua el gato?
-La
gata, en todo caso.
Le
descompone la expresión un calambre en los músculos del rostro. Le ha molestado
mi réplica o trata de contener un dolor íntimo.
-Todo
lo pones en femenino, a ver si vamos a ser homófobos.
-Esto
es tuyo –le tiendo la peluca-. Hace unos días te lo dejaste en el patio.
Al
ver el bisoñé se envara, rígido de desconcierto. Ya no puede mantener la
ilusión de que sus merodeos por mi casa me hayan pasado inadvertidos. No se
molesta en reprimir el siguiente lamento y sin disimulo se lleva la mano a la
rabadilla, quejoso de haberse partido la crisma en su caída desde lo alto de la
tapia.
-La
próxima vez te dejaré una escalera para que puedas mirar tranquilo –toma la
peluca. Aun en sombras parece mustio, mohíno, amilanado, cabizbajo de oprobio.
-Aunque
no te lo creas, esta noche no he ido a mirar. Iba a avisarte de algo
importante.
-¿Y
por qué no llamaste? –le pregunto para sondear su inventiva.
-Iba
a hacerlo cuando oí voces. Y me encaramé a la tapia para confirmar que estabas
con esa lagarta.
-Ahora
me explico lo mal que te cae.
-No
podía hablar delante de ella. Felipe, te ha engañado. Está conchabada con tu
ex.
En
un relámpago intermitente parpadea la luz del farol y del resto de la calle, y
en uno de esos pestañeos de duda me deslumbra la certeza de que Salus dice la
verdad. Recuerdo que Ángela ya se ha aliado con una mujer, Victoria, mi
derrota, en cuyo desordenado lecho concebí mi desgracia, aquella nefanda rubia
cuya explosiva belleza hizo detonar mi vida tranquila y, si no exitosa, sí próxima,
contigua al éxito. He tenido la iluminación de que Salus no miente. Mi hígado
lo sabe, mi corazón lo sabe, mis testículos lo saben. Solo mi inteligencia y mi
razón, más lentas, aún no lo aceptan.
-Venga,
eres tú quien la tienes tomada con todas las mujeres. Eres un misógino.
-Te
lo voy a demostrar. ¿Por casualidad has quedado con ella en que os iríais en un
camión frigorífico o algo por el estilo?
-Un
tal Paco, proveedor tuyo.
-Te
han tendido una trampa, ese tipo no existe. Los pocos congelados que tengo los compro
del mercado o me los trae Pepe. Él mismo puede decírtelo en cinco minutos –el siguiente
parpadeo alumbra una cara entumecida de desengaño, abrumada por una grisura
decepcionada pero honesta-. Esta mañana la he escuchado hablar por teléfono. Lo
hacía bajito, pero tengo buen oído. Sabía que no era trigo limpio. Es una
emboscada. En la caja del camión vendrán escondidos dos matones que en cuanto
salgáis del pueblo van a reducirte… En fin, debe ser una suerte tenerte
secuestrado.
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