Idéntico
a una cancha de tenis sin recogepelotas, el suelo de linóleo estaba plagado de
pelotas de papel. Un amigo de Kafka –por parafrasear el cuento del gran Isaac
Bashevis Singer- debía saber que un sótano es más propicio a las musas que un
ático. En el palomar el vuelo de mi imaginación era rasante. El miedo estaba
lejos de ser el estímulo creativo esperado.
Y
he aquí que materializando mis negros temores en el interfono estalló un pitido
atizado por el insomnio y mis desvelos, amplificado por los nervios que me
equivocaban la vida y trababan los pasos, un pitido que del negro viró al rojo,
y que rasgando el silencio yermo con el apremio de una alarma antiaérea me hizo
brincar como una cabra a un disparo de la mesa donde me encorvaba sobre un
papel en blanco. Me acerqué al telefonillo con prudente sigilo, no fuera a
despertar con otra estridencia. Sabía que eran ellos.
La
víspera me había telefoneado el sargento, el hermano mayor, instándome con un
látigo en la voz a presentarme en comisaría para ampliar mi declaración.
Insistió, pese a que le expresé mi nula voluntad de declarar nada nuevo. Estaba
seguro de que se disponían a detenerme por alguno de los cargos que pesaban
sobre mi inocencia de cordero, y que para ahorrar tiempo en aquel caso falso,
artificial, pretendían que yo mismo fuera al matadero a ofrecerles la cerviz.
Podía escuchar los rugidos del padre de Ángela exhortando al sargento a no
invertir con un pazguato más tiempo que el estrictamente necesario. Al fin y al
cabo se suponía que tendrían delincuentes reales a quien perseguir. Sin
embargo, de nada me valió anticipar sus propósitos. Sumido en el mismo trance
estupefacto y estupefaciente que me impedía inventar ninguna trama o estructura
novelística, transido de impotencia, en toda la noche no supe adoptar ninguna
línea de acción. Me limité a apagar el cuarto teléfono comprado.
Y
más tarde, con la mano extendida hacia el telefonillo, seguía paralizado como
el pajarillo ante la serpiente, la voluntad en suspenso, desbordado por el
suspense, con un remolino de ciegas ideas en la mente, sin que los renovados
pitidos, cada vez más perentorios, me hicieran reaccionar. A los trinos de los
mirlos del vecino logré activar los músculos. Di un paso atrás. Tenía que volar
de allí. La huida era la única solución. Descolgué el telefonillo sin idea de
responder, por si sorprendía algún intercambio entre los funerarios hermanos, y
la respuesta que al requerir la identificación del llamante recibió alguno de
los vecinos, haciendo retemblar la médula del edificio, me confirmó que se
trataba de la policía.
Improvisé
un plan de fuga. Mirando en torno constaté que nada tenía que llevarme. Me iría
con lo puesto, unos tejanos negros con mis escasos recursos en los bolsillos,
zapatillas de tenis azul oscuro con ribetes rojos, la camisa gris marengo. Solo
requería acción, presente puro y rabioso como un mastín de raza. Así cortaría
los hilos de contacto con el pasado, prefería no salvar ningún objeto del
naufragio de mi vida. No iba a lastrar mi escapada con el ordenador portátil ni
mucho menos con el teléfono, que en vez de prestarme ayuda me habían hecho tan
vulnerable a los ataques de Ángela, y ahora podrían señalarle el trayecto de mi
nuevo destino.
Volaría
de allí ligero y expedito, libre como un pájaro, me repetía. Abandonaría el
palomar por los aires. Y con tal propósito salí a la extensa terraza, esquivé
el tendedero donde se agitaban al viento los espectros que una matrona con
estudiantes en régimen de pensión subía a diario en una canasta de mimbre, y
miré el horizonte, erizado de antenas de televisión y varias de telefonía, que
parecían sostener el dosel añil del cielo estampado de nubes rampantes. Medí la
distancia que separaba la terraza de los terrados vecinos. Giré al oeste y tras
la garita de la maquinaria del ascensor constaté que el terrado más cercano, de
pizarra, se extendía, más allá de la cornisa, al otro lado de un diminuto patio
de luces humoso y grasiento, enrarecido de fritangas, comparable por el tamaño
con un lucernario.
Si
de una a otra terraza tendía alguno de los listones de madera apilados junto a
la garita, procedentes de algún desguace, podría sin mucho peligro salvar el
vacío hediondo, y, una vez trasplantado allí, no tendría más que acceder a la
escalera del edificio y bajar a la calle. Tenía el Audi aparcado dos calles más
arriba, no creía que se hubieran preocupado de localizarlo. Pero al asomarme al
hueco, con una náusea el lejano cuadrado del suelo pareció subir desbordando el
abismo, rebosando el precipicio como agua que borboteara de un pozo o como una
fosa séptica colmada, y hasta sentí el impacto del cemento en la frente.
Descarté tal plan de evasión. Si me equilibraba sobre la tabla, mi fin sería
tan cierto como si lo hiciese sobre la plancha de un barco pirata. Me
succionaría el beso del vértigo, el vacío imantaría la oxidada aleación de mi
voluntad.
Desde
algún lavadero una voz femenina tarareó una zarzuela que tomé por el canto de
las sirenas. Me quedé perplejo al borde del abismo, abrazando un vacío oloroso
de estofado y sardinas asadas. Me reventó en la nuca una inmunda sustancia
tibia y mucilaginosa, una dulce nota pulsó el aire, y me volví a tiempo de ver
cómo de repente viraba al este un destello oscuro, el vuelo rectilíneo de la
golondrina culpable. Un zumbido seguido de un dúo de voces me hizo saber que la
pareja de polizontes habían derribado la puerta e irrumpido en el palomar.
Al
volverme allí vi cómo de la puerta de la escalera asomaba la oronda silueta de
la matrona que acarreando la canasta, recortada contra el dilatado azul del
horizonte, componía una mítica figura, una estampa ancestral. Pero lo que me
importaba era que tras ella había dejado la puerta abierta. Aguardé a que
avanzara un poco hacia las cuerdas de tendedero y me deslicé hacia la salida
esperando que no hubieran dejado a ningún agente custodiando el portal. Por
desgracia, la mujer me vio y en mala hora me saludó a voces. De mi ventana,
abierta con violencia, surgió el índice del moreno más joven instándome a
entregarme.
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