domingo, 6 de mayo de 2012

AL PRINCIPIO DE LA ESCAPADA

Los compis del banco me miran con envidia; Pedro y Blanca, los cajeros, al fin logran ocultarnos que se han enamorado y han dejado de repartir por el local, con los billetes de cincuenta, los pálpitos de su felicidad; al viejo cascarrabias de Lorenzo, el asesor de la otra mesa, el resentimiento no le cambia, sino que le hace redoblar esas maledicencias que tan necesarias le son para la salud. Todo se debe a que ésta es mi última mañana de trabajo. Apenas me queda una hora para lograr mi libertad condicional, bajo palabra de volver –y espero que me la acepten– y seguir a mis previsoras damas, con el equipaje, ya camino del aeropuerto.

Me pregunto si mis verdaderas vacaciones no consistirían en que ellas dos traspusieran a Viena mientras yo me quedara en casa bajo los efectos de la lectura, del cine y de un silencio estupefaciente. ¿Para qué evadirme en su compañía si, vaya donde vaya con ellas, arrastraré mi infierno portátil de lloros, gemidos y reproches?

Y presuntuoso como a veces soy en la montaña rusa de mi paranoia, he dudado si la última frase no será una de aquéllas que para regocijo de mis obliterados amigotes antaño se me ocurrían al tercer whisky, y que desde que he emprendido este blog a veces logro igualar –sobrio y con la consorte o el jefe lejos de reírme las gracias–; pero atenazo la barra de seguridad y el columpio se derrumba por el raíl vertiginoso del horror cuando recapacito en que la frasecita se reduce a una paráfrasis de aquel poema de Kavafis en que se lamenta de que allá donde vaya arrastrará como un pesado equipaje su miseria e infelicidad. Y sin embargo ahora me parece que gracias a mi mala memoria y al horror a documentarme en internet, lo del equipaje es mío y acabo de recrear la cita. Y el columpio sube un poquitín…


Ahora mismo pasa el jefe delante de mi mesa y me mira de soslayo como en las novelas de Dostoievsky, los ojos afilados. ¿Se habrá inventado una contraorden revocando mi libertad cinco minutos antes de que se me desencadene? ¿Sería esto deseable? ¿Tendrá un plan secreto y, elástico y sutil, surgirá mañana su terno negro como un muñeco sorpresa de entre las petunias del Prater? Tenéis razón: estoy algo nervioso.

Será también por el síndrome de abstinencia del Gatopardo. De hecho, esta mañana no he podido resistirme a revisitar en el DVD mi escena predilecta: la despedida de Tancredi de Villa Salina camino de alistarse en las filas garibaldinas. Una escena que no existe en la novela, donde Lampedusa se limita a presentarnos el diálogo que el joven ha mantenido con su querido tío. Visconti lo reproduce. Ambos se despiden entrañablemente; pero entonces, mientras Tancredi sale de la cámara de Fabrizio, se insinúa el tema de amor de Rota, el joven juega con Bendicò, el perro, que lo sigue hacia la apoteosis de luz y música de la terraza donde en plano lejano –es decir, emocionante– se despide de los primos –los jóvenes y hasta el niño, de todos menos de los criados y del preceptor– y, cuando bello y eufórico ya se aleja hacia la victoria, la libertad y la felicidad, y la música de Nino ya es un puto –es decir, puro– éxtasis, el tío lo detiene en la escalinata del palacio y le planta en la mano una bolsa de monedas (él bromea acusándolo de apoyar la revolución), y luego también se despide de Concetta, y su partida en la calesa a través del viñedo es contemplada por la familia desde la balaustrada de la terraza, porque desde allí la vida es más dulce y hasta la tristeza es tan agradable y lánguida como la mirada de las despedidas, y cual Stendhal de mesa camilla advierto que el cincuenta y cinco coma cinco por ciento de mi emoción procede de la música.





Pero ya basta de eso. Lo único que ahora espero es que aprovechéis mi semana de ausencia para refrescaros “El Tercer Hombre”, novela de Graham Greene y película de Carol Reed (o/y Orson Welles, ya que los testimonios –mentiras inextricables– oscilan desde una participación anecdótica a otra decisiva del aún no orondo genio). Y hablando de mentiras también os traeré un álbum de fotos, con el periódico del día si hace falta (como en “Call Northside 777”), que despejen las dudas de los más escépticos sobre mi existencia real. No soy ningún fantasma pirandelliano, y así lo demuestran mi consistencia física y mi inconsistencia mental.

Es la hora. Despacho de mala manera a un presunto inversionista al que delata el Lacoste de paladina imitación. Cierro la cartera de ministro que llevo –vacía– para darme pisto y me levanto haciendo crujir la silla. Pero entonces arranca una rumba en el hilo musical, me alejo de la mesa, me despido de los cajeros y del colega de la otra mesa, salgo al reguero de lluvia y cláxones, saludo al guardia de seguridad y al conserje y a todos menos al aparcacoches y al africano de la manta, un chucho casi se me orina en los mocasines; y, cuando ya me alejaba hacia las órdenes y los lamentos de la consorte y de mi hija, me detiene el jefe, que no me da ninguna bolsa de monedas, sino que me exige puntualidad al regreso, salto a un taxi y por la ventanilla lo veo alejarse lúgubre en la lluvia, y el chófer sube la radio –donde ya no se oye a mi hermana– para amortiguar mi tarareo de Nino Rota, y entonces es cuando sí que me gustaría ser hasta un mal personaje de blog barato para que mi pobre realidad dejara de ser una parodia de la mejor ficción.

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