Los
compis del banco me miran con envidia; Pedro y Blanca, los cajeros,
al fin logran ocultarnos que se han enamorado y han dejado de
repartir por el local, con los billetes de cincuenta, los pálpitos
de su felicidad; al viejo cascarrabias de Lorenzo, el asesor de la
otra mesa, el resentimiento no le cambia, sino que le hace redoblar
esas maledicencias que tan necesarias le son para la salud. Todo se
debe a que ésta es mi última mañana de trabajo. Apenas me queda una
hora para lograr mi libertad condicional, bajo palabra de volver –y
espero que me la acepten– y seguir a mis previsoras damas, con el
equipaje, ya camino del aeropuerto.
Me
pregunto si mis verdaderas vacaciones no consistirían en que ellas
dos traspusieran a Viena
mientras yo me quedara en casa bajo los efectos de la lectura, del
cine y de un silencio estupefaciente. ¿Para qué evadirme en su
compañía si, vaya donde vaya con ellas, arrastraré mi infierno
portátil de lloros, gemidos y reproches?
Y
presuntuoso como a veces soy en la montaña rusa de mi paranoia, he
dudado si la última frase no será una de aquéllas que para
regocijo de mis obliterados amigotes antaño se me ocurrían al
tercer whisky, y que desde que he emprendido este blog a veces logro
igualar –sobrio y con la consorte o el jefe lejos de reírme las
gracias–; pero atenazo la barra de seguridad y el columpio se
derrumba por el raíl vertiginoso del horror cuando recapacito en que
la frasecita se reduce a una paráfrasis de aquel poema de Kavafis
en que se lamenta de que allá donde vaya arrastrará como un pesado
equipaje su miseria e infelicidad. Y sin embargo ahora me parece que
gracias a mi mala memoria y al horror a documentarme en internet, lo
del equipaje es mío
y acabo de recrear la cita. Y el columpio sube un poquitín…
Ahora
mismo pasa el jefe delante de mi mesa y me mira de soslayo como en
las novelas de Dostoievsky,
los ojos afilados. ¿Se habrá inventado una contraorden revocando mi
libertad cinco minutos antes de que se me desencadene? ¿Sería esto
deseable? ¿Tendrá un plan secreto y, elástico y sutil, surgirá
mañana su terno negro como un muñeco sorpresa de entre las petunias
del Prater? Tenéis razón: estoy algo nervioso.
Será
también por el síndrome de abstinencia del Gatopardo. De hecho,
esta mañana no he podido resistirme a revisitar en el DVD mi escena
predilecta: la despedida de Tancredi
de Villa Salina camino de alistarse en las filas garibaldinas. Una
escena que no existe en la novela, donde Lampedusa
se limita a presentarnos el diálogo que el joven ha mantenido con su
querido tío. Visconti lo reproduce. Ambos se despiden
entrañablemente; pero entonces, mientras Tancredi sale de la cámara
de Fabrizio, se insinúa el tema de amor de Rota, el joven juega con
Bendicò,
el perro, que lo sigue hacia la apoteosis de luz y música de la
terraza donde en plano lejano –es decir, emocionante– se despide de
los primos –los jóvenes y hasta el niño, de todos menos de los
criados y del preceptor– y, cuando bello y eufórico ya se aleja
hacia la victoria, la libertad y la felicidad, y la música de Nino
ya es un puto –es decir, puro– éxtasis, el tío lo detiene en la
escalinata del palacio y le planta en la mano una bolsa de monedas
(él bromea acusándolo de apoyar la revolución), y luego también
se despide de Concetta,
y su partida en la calesa a través del viñedo es contemplada por la
familia desde la balaustrada de la terraza, porque desde allí la
vida es más dulce y hasta la tristeza es tan agradable y lánguida
como la mirada de las despedidas, y cual Stendhal
de mesa camilla advierto que el cincuenta y cinco coma cinco por
ciento de mi emoción procede de la música.
Pero
ya basta de eso. Lo único que ahora espero es que aprovechéis mi
semana de ausencia para refrescaros “El
Tercer Hombre”,
novela de Graham
Greene
y película de Carol
Reed
(o/y Orson
Welles,
ya que los testimonios –mentiras inextricables– oscilan desde una
participación anecdótica a otra decisiva del aún no orondo genio).
Y hablando de mentiras también os traeré un álbum de fotos, con el
periódico del día si hace falta (como en “Call
Northside 777”),
que despejen las dudas de los más escépticos sobre mi existencia
real. No soy ningún fantasma pirandelliano, y así lo demuestran mi
consistencia física y mi inconsistencia mental.
Es
la hora. Despacho de mala manera a un presunto inversionista al que
delata el Lacoste de paladina imitación. Cierro la cartera de
ministro que llevo –vacía– para darme pisto y me levanto
haciendo crujir la silla. Pero entonces arranca una rumba en el hilo
musical, me alejo de la mesa, me despido de los cajeros y del colega
de la otra mesa, salgo al reguero de lluvia y cláxones, saludo al
guardia de seguridad y al conserje y a todos menos al aparcacoches y
al africano de la manta, un chucho casi se me orina en los mocasines;
y, cuando ya me alejaba hacia las órdenes y los lamentos de la
consorte y de mi hija, me detiene el jefe, que no me da ninguna bolsa
de monedas, sino que me exige puntualidad al regreso, salto a un taxi
y por la ventanilla lo veo alejarse lúgubre en la lluvia, y el
chófer sube la radio –donde ya no se oye a mi hermana– para
amortiguar mi tarareo de Nino
Rota,
y entonces es cuando sí que me gustaría ser hasta un mal personaje
de blog barato para que mi pobre realidad dejara de ser una parodia
de la mejor ficción.
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