Esta
mañana salía de casa hacia el banco cuando de pronto la voz tonante
que me dio vida acalló el ruido del mundo y a través del aire me
maniató con una red de advertencias, una cadena de prohibiciones que
desde el nacimiento me ha estrangulado como un cordón umbilical,
salvo que esta vez no era a mí a quien mi castradora madre precavía
contra las asechanzas de vampiresas como la consorte, sino a un
desconocido; y en lugar de augurar, histérica, el aterrizaje de
Luzbel
en la azotea de casa, hablaba con un tono persuasivo. Volví al
salón, de donde procedían sus palabras, preguntándome si no habría
sido mi madre quien aterrizara en la azotea, porque no la había
visto entrar, y solo me encontré a la consorte bajándole el volumen
a la radio.
Los
cinco minutos de una llamada me bastaron para saber que, descartado
el culto programa de culto que mi hermana y yo habíamos tramado para
su debut, al final había reclutado a mi madre, ya que no de
pitonisa, al menos de consejera espiritual para los oyentes, y justo
entonces orientaba a algún desnortado. Una radiante idea, benéfica
para todas las partes, mientras no me despidieran del banco y la vena
catastrofista la hiciera regar las ondas con un pánico semejante al
que Orsoncito promovió en E.E.U.U. con “La
Guerra de los Mundos” de
su tocayo H.G.
Wells.
Puede que se convirtiera en una telepredicadora del calibre de “Un
rostro en la multitud”,
según el impar guión de Bud
Schulberg.
Y
otra sorpresa me esperaba en el banco, bajo la forma sinuosa del
mafioso del Ferrari, que ya repiqueteaba la manicura sobre mi mesa
vacía, el pelo recién relamido por un gato y fulgurantes los
gemelos y el reloj. Al parecer hoy sólo había venido a ingresar
diez mil euros como excusa para verme. Y ya que creía haberse ganado
mi confianza en vez del desdén –esto es, la indiferencia que a
Rick
le impedía pensar en Peter
Lorre–,
me guiñó el ojo derecho, que tenía más protuberante que el otro,
y dijo que nosotros dos estábamos condenados a entendernos. Quería
decir que lejos de hacerlo en las respectivas cuentas corrientes,
nuestro parecido radica en el código de valores que informa nuestros
respectivos negocios. ¿Acaso no trabajaba yo en un banco?, le faltó
por preguntar, aludiendo a mi condición de sicario del capital.
Luego siguió una pregunta que no esperaba respuesta, que si me
interesaba incrementar en quinientos euros mi estipendio mensual, y
como no iba a objetarle que lo que a mí me desvela es cómo exprimir
tiempo para releer “Rojo
y Negro”
y para eso quinientos pavos de nada me servían, porque en ese caso
creería que lo que yo quería era jugármelos a la ruleta, dejé sin
respuesta su pregunta retórica.
Al
parecer lo que a cambio se espera de mí es que tramite una pléyade
de préstamos a favor de otras tantas empresas de su propiedad a
nombre de testaferros, sin tener que abogar por su concesión –lo
cual está más allá de mis atribuciones y, con las arañas que
tendremos en las reservas, hasta de las del Todopoderoso–, sino, ya
que no consta en la documentación, deslizando su nombre ante mis
superiores.
A
estas alturas Lorenzo, el compi de al lado, convertido en una oreja
de elefante, se hallaba en su mesa al borde del desequilibrio. Y
cuando iba a explicarle al ferrarista que bastaría que se presentase
como avalista, seguí su mirada a la cristalera, donde un gordo con
traje cruzado se tocó la nariz como los conjurados de “El
Golpe”
y mi benefactor salió disparado y cogiéndolo del brazo se alejó
con él para más no volver en lo restaba de jornada. Que tardó en
consumirse más que los puros de E.G.
Robinson,
pues el director no dejaba de asomarse por el prurito de sorprenderme
leyendo a escondidas y, como ya todo el mundo desiste hasta de
solicitar los préstamos para ahorrar en fotocopias, no tenía en qué
ocuparme y nada hay que canse tanto como no hacer nada.
Con
todo, el día iba más emocionante que la madrugada cinéfila,
durante la que había visto uno de los pocos fiascos de Fritz
Lang,
“Más
allá de la duda”.
Porque al final de la partida el tuerto genial nos cree ciegos al
sacarse de la manga la carta de la culpabilidad de un Dana
Andrews
inocente a carta cabal. Es uno de esos escritores tan inconcebibles
–faltos de imaginación– como útiles para el cine, aficionados a
experimentar en sus carnes los argumentos que les interesan. Os lo
explico.
En
connivencia con su futuro suegro y para demostrar la endeblez de las
pruebas con que a veces se electrocuta a los acusados, Dana se hace
pasar con éxito por asesino –inconfeso– de cierta cabaretera.
Pero cuando el suegro se dirigía a descubrir la impostura para
impedir la ejecución de la condena, sufre un accidente mortal y, el
coche en llamas, con él se extinguen las irrefutables pruebas de la
inocencia de Dana, unas fotos que se había hecho disponiendo las
pruebas falsas. Así que Joan
Fontaine,
su prometida, ha de conmover a un honesto policía para que, tras
muchas averiguaciones y poco antes de la ejecución, demuestre la
inocencia de Dana. Y cuando el Gobernador está a punto de firmar la
conmutación de la pena, después de tanto defenderlo, ella acusa
públicamente a su prometido, que acaba de confesarle que en verdad
asesinó a la cabaretera –una vieja amiga
que iba a dificultarle la boda–, y creyéndola religiosamente el
Gobernador se guarda la pluma para siempre.
Inadmisible vuelta de tuerca final esta de que fuera el asesino, sin que el guionista siquiera se molestara –cuando se le ocurrió la idea, indubitablemente al final– en cambiar que al menos hubiera sido Dana, y no el suegro, quien al principio le propusiera hacerse pasar por culpable, premeditando que el complot le sirviera a posteriori como prueba de inocencia. Maniobra tan torpe que, por ejemplo, está en las antípodas de la sorpresa final de “Testigo de cargo” –bien cocinada a lo largo de la obra–, aquélla que se recomendaba a los espectadores no desvelar a quienes aún no hubieran visto la película.
Desde
luego que tal deshonestidad infecta al “mensaje” de un film que
había empezado siendo un alegato contra la pena de muerte y acaba
por degenerar en una miserable justificación de la misma. Total, lo
opuesto a aquella valiente requisitoria contra los linchamientos que
había sido “Furia”,
del propio Lang. Aún no he podido descubrir cómo puede influir tan
directamente en la forma la perversión del fondo y viceversa; es
como si también artísticamente los buenos siempre tuvieran que
ganar.
En
esa película fallida al narrador le pasa como a los banqueros, que
son los crupieres de una ruleta trucada. Y hablando de ruletas ahora
mismo voy a abrir “Rojo y Negro”: leyendo a Stendhal
tampoco se pierde nunca.
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