Sobre "El Tercer Hombre", la novela y la película (y! II)
Ya visteis que en la última "entrada" vienesa me identifiqué con Joseph Cotten en su gusto por Alida Valli y me dormí al tacto del candente escalofrío de su piel, pero tengo algo más en común con Holly Martins. O más bien con Rollo, su doble en la novela. Me refiero a las contradicciones de su psiqué, que no se manifiestan en la película. Rollo es tan sentimental como donjuán, y al lado lúdico o impulsivo que sugiere tal nombrecito se opone el aspecto severo, racional, práctico, inspirado por el apellido puritano-holandés Martins. Con tal dualismo Greene parece reproducir la fórmula Jekyll-Hyde de su dilecto Stevenson, solo menos influyente que Dickens en su narrativa.
En cuanto a Harry Lime, su antagonista final, aparte de un asesino y un traficante de penicilina que la adultera criminalmente, se trata de un manipulador psicológico nato que desde la infancia (en la película hay menos alusiones a su pasado) ha fascinado al ingenuo Martins cuando en realidad no ha dejado de aprovecharse de él valiéndose de su encanto de niño travieso, algo de ese carisma hipnótico de los dictadores que Mann fabuló en "Mario y el mago". La propia Anna lo justifica diciendo que no es que él no haya crecido, sino que el mundo ha envejecido demasiado pronto a su alrededor. Y sin embargo, lejos de intentar atraérsela a la zona rusa, lo que Harry hace es entregarle a los soviéticos –es húngara con pasaporte falso– para devolverles el favor de su protección.
Resulta impagable el retrato en ausencia que en las dos obras se nos va haciendo de un Lime no revivivdo hasta el último cuarto de la acción: nos sentimos tan hechizados por él como Martins o Anna. Una vez que se ha perfilado su personalidad mientras se le creía muerto, incluyendo el lado más oscuro, su irrefutable criminalidad, es cuando sabemos que sigue vivo. En este punto favorecen mucho más a la trama, al desarrollo dramático de la historia, las dudas que en el film sigue manteniendo Martins sobre si entregarlo a la policía. Gracias a lo cual, el mayor Calloway puede ofrecerle a cambio de su colaboración la libertad de Anna, ésta puede rechazar ser el precio de la cabeza del hombre que sigue amando –y en la estación tira al suelo el abrigo de su desprecio, que Martins le había echado por los hombros–, y hasta avisar a Harry, en el café de la celada, de que su amigo lo ha traicionado. Nada de lo cual aparece en la novela, que queda ayuna del dramatismo que implican tales escenas.
Y justamente fue a la casa de Harry Lime, el palacio neoclásico de Pallavicini, adonde nos llevó un autobús el segundo día, después de un largo trayecto durante el que Alma había dejado de llorar mientras recorríamos Segundo Bezirk, la antigua zona soviética. Conforme trasponíamos Josefplatz me iba agarrotando la duda. La consorte me miraba maliciándose algo. Muy bien parecía conocer yo Viena para no haberla visitado furtivamente con antelación, en un viaje relámpago, con una azafata o alguna ejecutiva sustituyendo a Alma en mi regazo. Debió sospechar alguna agria reminiscencia erótica por mi parte, al verme girar en redondo.
Me había acometido el pánico a que la realidad de la casa de Harry defraudara aquella otra –la misma– que tanto había soñado restaurándola –recreándola– en mis infinitas variaciones, la única casa concebible de Harry, la ideal, la de la cinta. En la caverna de Platón yo siempre hubiera preferido las sombras. ¿Cómo iba a profanar las imágenes de Reed y a traicionar mi fantasía con la vil verdad? Imposible: debía permanecer incólume a lo cotidiano. Y pensar que estrenaba cámara digital...
Sigamos adelante, pero no con la escuálida realidad de una Viena a la que ya no me explicaba para qué había visitado. Habíamos hablado de "pequeñas grandes diferencias" entre la novela y el film, gracias a las cuales éste llevaba a sus últimas consecuencias, como en Viena las avenidas del centro irradian en el Ring, ciertos planteamientos del relato, y consumaba todas las posibilidades de éste.
Por ejemplo, la escena protagonizada por "el niño de la pelota" al descubrirse el asesino del conserje, goza en el film de mayor eficacia dramática. El asesinato de éste es igualmente elíptico, pero en la película se nos deja ante la mirada de la víctima, pétrea de un horror resignado. Pero lo más relevante es que la acusación del recalcitrante niño a Martins es más explícita e incluso genera, a golpe de cítara, una emocionante persecución de los vecinos que no existe en la novela.
Otra huida de Martins que solo se produce en el film es la que sucede a su castrófica conferencia en el British Council. Escena esta, por otra parte hitchcockiana (como extraida de "Treinta y nueve talones" o "Con la muerte en los escalones", perdón, al revés). Curioso que Greene y Hitchcock, ingleses, coetáneos, católicos y de ciertas afinidades artísticas, siempre se mantuviesen a distancia.
En el film, la compañía de Anna en la visita de Holly al piso de Harry filtra la escena bajo un velo melancólico de viuda, un toque triste que en la prosa solo es pesquisa policial; tal vez la actuación de la Valli –o el propio guión así lo propicia– adolece en ésta y otras escenas de una languidez algo estilizada.
Mejor desarrollados en la película se encuentran tanto la persecución de Lime (¿limo?) a través de las cloacas, como el enfrentamiento final entre los dos amigos, matizado de genuinas emociones, con el superviviente emergiendo –por una vez a ojos de Calloway– del humo de la duda.
Todo el final de Greene sí que es más esquemático y escueto, más esqueleto o cactus que cantero de ideas para un guión que ya parece tener prisa por emprender, dejando de lado la nouvelle. La muerte del hasta entonces ignoto agente Bates (y no el ya conocido Payne, el admirador de la obra de Martins) padece de la caracterización apresurada y sentimental de un personaje que no tardará en morir.
Pero donde más se aprecia la diferencia entre la novela y la película a favor de la segunda es en el final. Genial plano–secuencia (Welles? Reed?) en que al vuelo de las hojas y desde el fondo de la mañana y de la tristeza, Anna avanza entre las tumbas y los árboles del invierno y se va acercando y parece que nunca va a llegar con su paso firme e indiferente a un Holly que cuando ella pasa de largo se enciende el cigarrillo de la resignación, y ahora las hojas caen más lentamente, y habrá que volver a América a escribir novelas baratas con finales más felices que éste.
En la novela, Anna y Rollo salen de la mano: por una vez el cine es menos complaciente que la literatura.
Como siempre que no se sabe engarzar una cosa con otra, en todo aquello pensaba yo el tercer día merodeando en torno al café Mozart, que no me inspiraba ningún miedo.
Por lo que fuera, no me asustaban los lugares transitados por quienes habían realizado la película, sino aquellos por donde evolucionaban –evolucionan– los personajes, como el contiguo Hotel Sacher, donde se aloja(ba) Martins.
Y así, cada vez que paseábamos por un jardín, temía cruzarme con algún descendiente de aquel gato que también adoraba a Harry y le reconoció los zapatones en Mölker Steig. Desde varias perspectivas atisbé la noria gigante del Prater y me apresuraba a agachar la cabeza. ¿Qué clase de peregrino era yo? Y si impostaba alguno de mis creíbles malestares para quedarme en la pensión, la consorte me dejaba a Alma, y ligera de pies y conciencia se iba por su cuenta de turismo.
En el mencionado café Mozart descubrió Greene a Anton Karas y a aquel encuentro se debe, junto al tema melancólico de "Ammacord", la Banda Sonora del cine (valga la tautología).
También en la novela se identifica a Harry Lime con esa melodía –en el film se hace al modo de Wagner, con un leit-motiv para cada personaje de la Tetralogía–, que varias veces silba "in" y hasta se jacta engañosamente de haber compuesto él mismo: por ella lo reconoce Martins mientras lo aguarda en la noria, en vez del moroso acercamiento que Harry efectúa en la película, como viniendo del pasado más remoto, de su compartida infancia.
Los días siguientes no dejaron de consolidar el fracaso de mi incursión–excursión- a Viena. A mí la consorte no me dejaba ir solo a ninguna parte, y aunque al final no me habría atrevido, seguía negándose a visitar los tres sitios que yo anhelaba, el cementerio (no me valió la excusa de las tumbas de Mozart, Beethoven, Schubert, Brahms –sería un deleite visitarlo un día de viento–), las cloacas o el Steinhof, el sanatorio mental que yo quería visitar en honor al gran Bernhard, un escritor musical de temas tan repetitivos y opulentos como Bruckner según Celibidache.
Otra diferencia, curiosa –y vil– entre sendas obras cuya revisitación me ha compensado del desengaño: seguro que por razones comerciales, el film sustituyó a uno de los cómplices de Lime, el norteamericano Cooler (cuya culpa ya se atenuaba al final de la novela) por Popescu, un personaje igualmente hipócrita, pero rumano.
Sí que parece más adecuada la versión de la novela según la que es el inocuo Crabin, y no el astuto Kurtz, quien pone a Martins en la pista de Anna Schmidt. Respecto a la cual, el cine no podía permitirse que fuese según la describe Greene, poco agraciada y baja, como mucho una gordita con ángel (ebrio de tristeza), solo en melancolía igual a Alida Valli.
Sentimiento más atemperado que el malestar vital –como si su primera lectura hubiera sido "La Náusea" de Sartre– que Alma traslucía en la antigua zona norteamericana, sonorizando aquél con tsunamis de lamentos y denegando inexorable con la cabeza.
A ver si bajo tanto lamento me oís un par de afortunadas concomitancias entre las dos obras. Primero, la abundancia de diálogos con doble sentido basados en la condición de novelista de Martins (el mejor de la película es aquel en que éste amenaza a Popescu con escribir "El Tercer Hombre").
La segunda es el enigma sostenido sobre la identidad del "tercer hombre", que en el relato aparece sin rostro a través de los sueños o fantasías de Martins, y que en la película vemos conspirar de espaldas con los otros tres ya conocidos (Kurtz, Popescu, Winkler), y luego en un lejano picado sobre los mismos cuatro, confirmando mi teoría de que el título correcto debería haber sido "El cuarto hombre". Si a la consorte le interesara el tema me rebatiría con que el misterio se refiere al tercero que ayudó a trasladar el cadáver que al final no era de Lime (el tercero en cuestión), sino de Harbin, en el plan que los cuatro habían concebido para eliminar a este incómodo correligionario y hacer pasar por muerto al perseguido Lime. ¿Quién dijo que las bandas criminales funcionan como las dictaduras?
Lo de la caricaturesca "puesta en abismo" al eludir a que Martins ha empezado a escribir "El Tercer Hombre" me ha recordado que Graham no tenía con la realidad una relación tan problemática como la mía. Lo primero que hizo al llegar a Viena fue charlar con la gente de la calle, cuyas historias le sugirieron el argumento. De hecho, en caso todas sus obras hay descripciones casi textualmente extraídas de sus diarios, lo cual desmonta mi teoría de la segregación del arte respecto a la realidad.
Claro que para que tu vida sea digna de reflejarse en tu obra, habría que pasarlo tan bien como el gran viajero que fue Graham (cada estancia que prolongaba en algún país –Cuba, Haití, Indochina– le valía una obra maestra; y no permanecer aquí atornillado a esta mesa desportillada del banco, esperando que se me siente en frente alguien un poco menos despreciable que yo pero igual de desgraciado, y que lo será algo más cuando se levante y me deje con el único consuelo de hacerme daño escribiendo este post, y describiéndome desorientado en una ciudad infinita, uniforme y enemiga de mis falsos recuerdos, sin encontrar por ninguna parte el mercado negro, ni aquellas sombras pseudo expresionistas esquinándose en adoquines encharcados, ni aquellas estatuas ecuestres cabalgando sobre el silencio de la noche, ni el misterio desenfocado de tantas calles superpobladas de espectros y ruinas, ni más excusa que ofrecerme la pesadilla de visitar el poco recomendable "Museo del Tercer Hombre" (Pressgrasse, 25. Visitas de 11 a 15, 10 euros la entrada, menores de cinco años gratis), una parodia del expoliado templo de mi imaginación.
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