Aunque
soleados, días me trae Mayo asolados y desolados tal hoy, en que me
siento tan ayuno de comprensión como Stravinsky
en el estreno de “La
Consagración de la Primavera”
o Schubert
con sífilis, desarraigado y desarrapado y desarropado el espíritu,
como un extracomunitario del pensamiento, o más bien comunitario,
según va la Unión Europea. ¿Tendré derecho a asistencia médica,
a que me reconduzca un conductista de la Seguridad Social que para
reportarme simulará rememorar conmigo el sanguinolento crepúsculo
que en “Centauros del Desierto” vaticina el ataque apache al
hogar de los Edwards –él sólo sabrá de Monty Clift practicando
lobotomías en “De repente, el último verano” o incorporando a
Freud (cuando más loco estaba Monty) según Huston– o hará que
recuerda con sus falaces tarareos los primeros compases de la
Sinfonía Patética?
Con
nadie salvo vosotros puedo hablar de lo que más me interesa, y
cuando lo intento, todo el mundo me mira de través o con los ojos
achinados por la sospecha. Tomándolo quizá por advocación poética,
el cartero no me devolvió el saludo que intercalé entre mis
recitados de las imitaciones provenzales y chinas –estilo “Canción
de la Tierra”– de Pound,
y me vi con ganas de beber como “el borracho en primavera” de
Mahler
o Li-Po
a la caza de la luna en el reflejo de las aguas que lo ahogaron.
A
la entrada el jefe me registró el maletín y requisó lo único que
llevaba, “Sabotaje
olímpico”,
una farsa de Carvalho sobre Barcelona 92. ¿Lo tomaría por un manual
anti sistema al modo de los del Ché? Le noté la opaca mirada de los
cornudos, Leopold
Bloom
para abajo; su mujer seguiría haciendo de las suyas con esa jeta
Priscilla Lane por Francis Bacon, y él la tomaba conmigo. Para
congraciarme con el maledicente compi de al lado le dije que era más
mordaz que Thelma
Ritter
cuando hace de asistenta en “La ventana indiscreta” o en “Carta
a tres esposas”, pero él lo único que intentaba era que le bajara
la presión arterial propalando el infundio de que los cajeros
planifican pagarse la boda desfalcando el banco. Y en cuanto le he
perjurado a un cliente que invirtiendo en las tabacaleras americanas
le iría mejor que a Gary
Cooper
en “Bright
Leaf”,
de un bufido se me ha levantado de la mesa.
Debido
a quien ya supondréis, no he plegado párpado en toda la noche, y lo
peor es que con la esperanza de lograrlo no he saturado mi insomnio
con el sueño filmado de ninguna onírica película tipo “Jenny”,
y en el futuro el recuerdo de esta noche en banco (no blanca como la
de Dostoievski) no quedará retrospectivamente impregnado, no, mejor
ungido, por la habitual exaltación del cinéfilo. Y para colmo sigo
arrastrando el “complejo de Faulkner”
y hasta hace un poco que sí que he cogido carrerilla ante la virtual
hoja en blanco, me he sentido como el nobelizado novelista sureño,
ilustre caballista y delirium tremens de traductores, de lectores
pasivos y asistentes de Alcohólicos Anónimos, cuando lo único que
en su primera semana de guionista de “Tierra
de Faraones”
se le ocurrió escribir fue aquello que Jack
Hawkins
alias Ramsés les gritaba a los esclavos al llegar a su pirámide en
construcción: “Chicos, ¿qué tal van las obras?”
Y
aún hay más, amigos. Y no me refiero a que ningún banco le
embargara a Ramsés la pirámide, sino a que han desenmascarado al
“anarquista paciente”. En efecto, a un capitoste de la empresa
donde trabajaba mi hermano como programador le han mostrado un mail
en el que éste intentaba refundar la TNT, digo la CNN, no, tampoco,
la CNT quería decir, y lo ha despedido según ley, esto es
decretazo, con cinco segundos de preaviso y una indemnización de
cinco céntimos. La peor consecuencia será la conflagración de
sangre y fuego en que estallará el barrio, y no por la venganza de
sus inexistentes correligionarios –Sacco
y Vazzetti
virtuales y culpables–, sino por las profecías de plagas, infierno
y condenación que en esos casos, y desde la viudez, reparte nuestra
madre por las calles al estilo de aquel predicador de “Sangre
sabia”
(débil versión de Huston). Menos mal que a mi cuñada le va bien
con su paradójico
salón de belleza. Por fortuna con ella no arrastro las disensiones
que con mi cuñado, ya que no nos hablamos desde que en la boda le
cambié a mi hermano la corbata Pierre Cardin por un pañuelo
rojinegro que insistí era milanista y no anarquista. De todos modos
me temó que será del Inter, del Inter de Mourinho.
A
mamá la conformaremos con el nuevo trabajo de mi hermana, como
sabéis, otra enferma terminal del celuloide. Y es que desde anteayer
ha cumplido su viejo sueño de acceder al mundo del cine:
provisionalmente, ha obtenido un puesto de dependienta en la sección
de DVD unos grandes almacenes. Sí, me da Corte
nombrarlos, son aquellos que según ella misma ningún medio de
comunicación se atreve a cuestionar porque sus anuncios representan
el no sé cuantos por ciento de su facturación publicitaria. Y ya es
Primavera en mi vida porque infiltrada en el enemigo como
Carol Lombard en
“Ser o no ser”, cuando
sólo esperaba hacer tiempo y algo de dinero mientras recibe la
improbable llamada de otra emisora, ha descubierto un medio de
sabotear al enemigo –esa metáfora hispana del capitalismo– y
distraer
varios DVD sin pasar por caja. Por supuesto, yo he sido el cómplice
de la operación. Y ahora que caigo: ¿Qué fatales cromosomas de la
rebeldía y la destrucción estamparon su impronta en los genes de
los tres hermanos como las marcas de la ganadería de
John Wayne en “Río Rojo”,
que iba de una estampida en otra? Como hubieran dicho Oscar
Wilde o Thomas de Quincey
(otra vez citando las citas de Borges),
¿qué clase de asesinatos en serie habremos perpetrado como
delincuentes juveniles si en la mediana edad llegamos al extremo de
robar ya sabéis dónde invendibles películas de los años cuarenta
con subtítulos ilegibles?
Ayer ejecutamos la
primera entrega. Me acerqué cual vergonzante arrendador de cine
porno a la soledad de su caja, donde sonriéndome como Audrey
Hepburn en “Róbame un milloncito”,
trémula y más frágil que nunca en un uniforme que la devolvía a
la época de las monjas (aléjate, espíritu de Henry Roth), me pasó
por el dispositivo eléctrico ocho películas que ella había elegido
y simuló facturarme tecleando con el descuido aparente de un
intérprete de Stockhausen.
Así la bolsa y mientras salía, el vértigo en el esófago, me
apresuré a ver los títulos: la decepción me atenazó el espinazo.
Con los nervios de Marnie
la ladrona, mi hermana había arrebatado horripilantes obras, por
añejas que fueran. Léase (pero no se vean): “99 River Street”,
“Las Campanas de Santa María”, “Mar de hierba”, “Pasaje a
Marsella”, “The Painted Veil” “All through the night”.
Y
las dos que desconocía también resultaron fiascos: “Romance”,
anodino film lastrado por su pasado teatral en el que, eso sí, una
portentosamente remasterizada Greta
Garbo,
transfigurada por una exaltante luz estilo Cartier–Bresson
en vena, tal y como hubieran querido Zelnik
o Dios
Padre
para las apariciones de Lourdes (Jennifer
Jones
es la
aparición de “La
Canción de Bernadette”),
como una vidriera en blanco y negro –y no polícroma– figurando a
una Santa Juana que no sea de Premminger al crepúsculo del rosetón
de esas iglesias que estudiaba Proust a través del Gótico francés…
película en que, os decía –mil perdones, pero como todo neurótico
sabe una cosa lleva a la otra–, Greta Garbo vuelve a deplorar que
ella no disfrutó, como Marlene, de la apoteósica servidumbre de
quien la soñó: Von
Sternberg,
sino del trato simplemente correcto, educado –edulcorado–, de
Clarence
Brown.
Y además de lacrimógeno el guión demuestra que, recién iniciado
el sonoro, los autores apenas balbuceaban.
En
cuanto a la otra, era casi peor: “Mi
hijo Edward”,
de un George
Cukor
falsificado o recién abandonado por algún joven al borde de
cualquier piscina hollywoodiense. Lo único bueno es que el tal
Edward nunca llega a vérsele la jeta, pero no porque sea objeto de
una caracterización en ausencia como la de Harry Lime, sino porque
en todo caso no hubiéramos estado encantados de conocerlo.
Incluso
actores como Deborah
Kerr
(ridícula y alcohólica por culpa de su hijo Edward: debería haber
sido al revés o mutuo) y Spencer
Tracy
(que en la vida real
no necesitaba excusas para amistarse con cualquier botella) reniegan
de sí mismos. Por una vez olvidaron que la mejor manera de no
desmentir su fama de buenos actores consistía en permanecer
inexpresivos y no arquear ni la fatídica ceja de Victor
Mature
–quien al negársele la entrada a un club en que no se admitía a
los actores, esgrimió el fajo de periódicos en el que se negaba que
fuera tal cosa.
Total,
un desastre lo de mi hermana. Como dicen los detectives al final de
las películas de gánsteres, ante los inertes mocasines de James
Cagney
asomando de alguna manta, “el crimen no paga”.
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