Sobre “El Gatopardo” de Lampedusa y el de Visconti (VI?)
Condenado
que estoy estas mini vacaciones a regalarle a la consorte el viaje
que aún le debo como tardía luna de miel, con la consecuente
consunción de mis ya anémicas lecturas, después de que ella
excusara su deserción del stand de teléfonos con los inverosímiles
acercamientos eróticos de un sinfín de clientes, he tramado un
viaje sentimental a Viena
tras los pasos de Harry
Lime,
y a la vuelta inaugurar una serie de posts consagrados a “El
Tercer Hombre”,
novela y película.
Pero
he de andarme con cuidado de no prolongarla como ésta del Gatopardo,
pues mi hermano me insiste en que cambiando más de tema ampliaría
mi número de visitas, dándome a entender que considera la mayor
parte de las que le digo obtener autocomplacencias de un pedante que
una y otra vez entra en su blog para releerlo a los hipotéticos ojos
de un extraño.
De
modo que para convencer a la consorte, y como hemos acordado que
cinco días –y poco dinero– sólo dan para Europa, y hay que
aprovechar para verla antes de que se extinga cual Atlántida
sumergida bajo esos tiburones de la Bolsa, como sé que me va a
llevar la contraria y para hacer gala de mis rarezas, le he sugerido
en el desayuno –también por la aliteración– Bucarest
y Budapest.
Rechazó la primera, como no fuera para vengarse del portátil que le
afanó una rumana hurtándoselo a alguna compatriota, y aunque
también declinó la segunda, lo hizo con menos saña y confiaba yo
en que el curso del Danubio la llevara, azuleándose, adonde yo
quería. Y en efecto, se aclaró la garganta y, ¡eureka!, propuso
Viena. ¡Sabía yo que que se decantaría por el glamour prehistórico
–valses crepitantes de sedas y perlas al resplandor de las arañas–
y la pretenciosidad de esa ciudad que odio desde que leo a Berhnard,
pero que tan necesaria se me ha antojado por mor de mi proyecto. Fue
entonces que interrumpí el trayecto de la taza y entrecerré los
ojos, haciendo que me lo pensaba. De las orejas parecía resbalárseme
un regocijo interno. Ella se rebullía como cuando Alma le mordisquea
un pezón. Superpuesto el labio inferior sobre el de arriba, he
asentido con la indiferencia del que piensa que aquél será un lugar
tan bueno como cualquier otro para arrastrar su aburrimiento.
Así
que en el banco, esta tarde me abstengo de amenazar a los morosos y
aprovecho para reservar los billetes y sellar la serie del Gatopardo;
pero recuerdo el poema de Baudelaire
(“Invitación al viaje”) y cuanto en Proust
suscitaba la resonancia del nombre “Venecia”
cuando se disponía a visitarla por vez primera (o eso creía), y me
desconcentra la expectación del viaje –sin duda mejor que el
desarrollo del mismo, igual que todo preludio (sobre todo el de
“Tristán
e Isolda”)
es superior a la consumación del acto,
operístico o no.
Retomemos
el camino. Nos habíamos quedado en cómo Visconti enlaza
significativamente la renuncia del Príncipe a la vida pública con
la secuencia del baile, donde su nombre es anotado en el carnet de
baile de la Muerte
para su próxima contradanza con doncella tan pálida y escuálida. Y
además entre sendas secuencias se ahorra el episodio en el que el
Padre
Pirrone
solventa en su aldea natal una riña familiar amañando una boda de
conveniencia, capítulo que en la novela contrapuntea –como
shakespeareano correlato plebeyo– el arreglo matrimonial entre
Angelica
y Tancredi.
Asimilada al sórdido acuerdo de la aldea, denigrada en tan
esperpéntico espejo, la inminente boda patrocinada por Don Fabrizio
ya no parece tan romántica ni enaltecida por la belleza y la
juventud de los contrayentes, sino que se nos revela como lo que es,
una alianza entre el dinero y la nobleza. Sin embargo, el cine no
puede permitirse rebajar el rentable proceso de identificación de
los espectadores con los personajes. Y así nada se nos muestra del
esnobismo de Angelica y se manifiesta menos la hipocresía
oportunista de Tancredi.
Pero
es en sus finales donde más divergen el esteticismo de la película
y la más descarnada novela. Mientras la primera apuesta por un final
intimista y melancólico en que, siguiendo el punto de vista del
Príncipe, asistimos a su asunción plena de la muerte, la segunda se
decanta por un desenlace desmitificador y anti climático,
presentándonos no sólo la decadencia senil y hasta la agonía del
Príncipe en una habitación de hotel, sino también los desvaríos y
la amargura –muchos años después de la muerte de Tancredi–, de
sus descendientes.
Visconti
reproduce la morbosa fascinación de Don Fabrizio contemplando “La
Muerte del Justo”,
de Greuze
(se me ha escapado: en cuanto me vea, mi cuñado empezará a
parlotear de éste), en la biblioteca del anfitrión del baile. Pero
si bien en la novela apenas se describe el solitario regreso a pie
del Príncipe a casa, en la película este paseo bajo las frías y
pálidas estrellas de su muerte –aquéllas que no ha dejado de
observar desde su telescopio–, se constituye en el final de la
obra. A paso meditativo, se tropieza con un sacerdote, la casulla
espectral, que con un monaguillo lleva el viático a otro
agonizante; y, al estallido de un lejano cañonazo y al repicar de
una campana que parece doblar por él, el Príncipe de Salina
arrodilla su orgullo de raza ante la dignidad de la muerte propia.
Que sabemos que él sabe inminente. Y lo vemos levantarse y avanzar
vacilante, como si en esa noche hubiera envejecido diez años, a
través del alba desmoronada de un final de fiesta, para internarse
en un callejón umbrío.
Por
el contrario, Lampedusa nos describe la muerte del personaje acaecida
pocos años después, y nos hace asistir a una agonía en la que
predomina una sensación de desencanto o desaliento por las
defraudadas idealizaciones del pasado. Y aún más patéticas son las
últimas veinte páginas, un desolador epílogo en que el novelista
se complace en describirnos la cruel decrepitud, treinta y cinco años
más tarde, de las hijas del Príncipe. Las ancianas asisten a la
descatalogación por parte de la Curia de las presuntas reliquias que
han ido acopiando, como si lo que se les impugnara fuera la
autenticidad de sus apolillados recuerdos y fueran sus propias vidas
las relegadas a la categoría de fraude para sí mismas. Incluso por
lo que me parece el lapsus de un conocido, Concetta
queda condenada a la duda –irrazonable– de si no perdió a
Tancredi por su propia culpa y se deshace del último vestigio del
pasado, el maltrecho perro embalsamado que en su tiempo había sido
el ser más vivo de toda Villa Salina.
Y
recordando a Flush,
el perro perdido de Virginia
Woolf;
a aquel otro del “Señor
y Perro”
de Thomas
Mann
o a los Terranova de Jack
London;
a Ariel,
el galgo de Mújica
Láinez;
al heroico “Lion”
de Faulkner,
cuyo fantasma perseguirá por siempre al oso en el claro del bosque;
al perro que nunca olvida del todo a su perdido amo en aquel relato
de Clarín;
a tantos perros reales y de ficción, por algún motivo recapacito en
que los primeros dejaban a sus dueños bastante más de diez minutos
seguidos para leer o escribir.
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