El estilista que dejó de ser estilita y elitista.
Lejana
la plaga de entrevistas de promoción en que ya era el sosias quien
siempre respondía lo mismo a diferentes preguntas, estos días leo
en el autobús a ese, por desgracia, más que impostor de John
Banville
(el autor de “Imposturas”), doble autorizado por él, que se
llama Benjamin
Black.
Pero no descartéis que la virulencia de mi requisitoria se deba a la
abstinencia de nicotina, una vez abandonados mis maratones de tabaco
rubio del trabajo a casa, a lo largo del palpitante circuito de mi
asfixia.
Más
que por dejar de pagar la cuota de alquiler que mensualmente me
suponía el tabaco, posponer el trato de esa casera descarnada con
sendas tibias cruzadas bajo la calavera, o purificarme las vías
respiratorias –en el bus abarrotadas de agrios sudores o
nostálgicos, estupefacientes perfumes de veinteañeras–, lo he
hecho para disponer de más tiempo de lectura y ahorrarme transitar
cuatro veces al día por mis grisáceos pensamientos, los harapos de
mi espíritu, pues me resulta impracticable la lectura peripatética,
a más de ser muy peligrosa para el mobiliario urbano, incapaz de
apartarse en el último instante de ese vándalo involuntario que soy
yo caminando con un libro ante las narices.
Y
así, con el único riesgo de trasponer hasta la terminal de
autobuses –ese acantilado del fin del mundo, según lo poco que
descontando lo de Viena
me aventuro fuera del barrio–, avanzo a través de “El
otro nombre de Laura”
(“The Silver Swan”, mucho mejor) –me doy cuenta que ahora sólo
leo policiacas, quizá de más fácil aprehensión entre tantas voces
y codazos–, atenazado a la barra de acero con la otra mano,
hipnotizado por los pases mágicos de la prosa del estilista que
logró bajarse de aquella columna donde Simón el estilita predicaba
en el desierto. Entretanto los viajeros hablarán sobre la prima de
riesgo y por las ventanillas se alejará el caleidoscopio de lo
cotidiano-instantáneo hacia un pasado que si como de costumbre
olvido el libro en la oficina será presente en el trayecto de vuelta
camino de la horca, digo de casa, que me ha traicionado el título
del western de Raoul
Walsh que
vi anoche, otra vez con el ineludible Kirk
Douglas
(¡decidme un mal título, siquiera mediocre, en su filmografía!).
También
puede que mi devoción por la novela policial, que dirían B. B. (no
Brigitte Bardot ni Benjamin Black, sino Bioy y Borges) se deba al
deseo de aligerar mi oneroso estilo con la gimnasia propia del
género, de modo que deje de ser ese mejunje de mediocre traductor de
Mann
que para ponerse a tono se distrae al paso de cualquier efebo, de
Cabrera Infante impaciente por encontrar una llama para su habano y
de Benet parodiándose a sí mismo bebiendo castillaza en alguna
posada a orillas del Torce. Pero si es ese raudo ritmo tan típico de
un Hammet
o un Chandler
lo que pretendía que me contagiara Benjamin Black, su realidad me ha
propinado un suntuoso revés digno de Federer
(muy superior a ese monocorde menorquín fatigador de la arcilla).
Porque
si bien este trasunto (Black) exhibe todas las facultades del
original (Banville) –la magistral integración de los ambientes en
la acción, la caracterización de los personajes a través de unos
gestos que acaban por desnudarles la psiqué, la miniada maravilla
del último detalle descriptivo, una tempestad de metáforas sin
igual–, las propias del primogénito de Nabokov
que es Banville, la aportación
de Black a la novela negra finca en su morosidad.
Lentitud
inédita en una raza de novelas –y películas– vertiginosas por
naturaleza, con tal precipitación de acontecimientos que a la
centésima página de una novela de Chandler nos sorprendemos
descubriendo que apenas haya transcurrido un día desde que el
cliente irrumpiera en la oficina de Marlowe. Y tramas lineales las de
Black, planas como una etapa ciclista sin abanicos, demasiado simples
y con un culpable –ganador– previsible –el sprinter de siempre
(¿seré un poquitín injusto con tal de mantener una imagen tan
buena?).
Lo
cierto es que proliferan los episodios demasiado estirados, los
diálogos en exceso alargados, por mucho que el astuto Benjamin
pretenda dinamizarlos obligando a los personajes a salir a trasegar
una anacrónica cerveza en algún pub (la ambientación de los cuales
es la especialidad de la casa) o a dar un desganado paseo que le
permita ostentar aquello que Black el usurpador ha heredado de
Banville, su impar capacidad descriptiva. Bien es verdad que hasta
ahora me he limitado a la lectura de “El lémur” y de la
susodicha Laura. En cuyo final Black hace pasar por tonto a su pseudo
detective con tal de lograr –sin éxito– el típico vuelco final
a la historia. Total, “un triste caso” como aquel cuento de su
compatriota el apátrida Joyce.
Solo
cabe esperar que ese tal Quirke,
el protagonista de una serie que promete eternizarse, reincida en el
precipicio del whisky como Holmes
cayó en aquella catarata, pero que igual que éste reapareció de
entre las aguas, no lo haga aquél entre los vapores etílicos.
¡Desautorice a ese impostor de Benjamin, Mr. Banville, retírele sus
poderes y vuelva a ser el de siempre! ¡Ya que también usted se
habrá valido de tan buen testaferro como él para multiplicar sus
ingresos, recupere su nombre, resígnese a vender menos y vuelva a
ser igual a sí mismo! ¡Vuelva a encaramarse a su torre como Simón
el estilita
(curiosa película de Buñuel)! ¡Que se destile sobre una novela no
policiaca su estilo luminoso y mágico como aquella nieve del final
de “Los
muertos”,
que incluso
en la traducción de Cabrera
Infante
cubría el universo cayendo sobre la tumba del mejor escritor muerto
(Joyce) y sobre el mejor escritor vivo (usted)!
Hum…
intentemos rebajar el tono. Lo más inquietante es que he descubierto
que desde que me ha dado por leer policíacas, me sigue a todas
partes un tipo con cara de hurón (¿lémur?), encorvado como un
buitre y de extemporánea gabardina de exhibicionista. Dilapida las
horas atisbándome a través del ventanal de la oficina, salta al
autobús justo antes del quejido de la puerta y cada vez que me asomo
al velador su sombra se alinea en la esquina.
También
abuso del western, pero en este caso la realidad precede a la
ficción: será de ver tantas películas sirviendo de montura a mi
hija. El de anoche, una maravilla: “Camino
de la horca”
(“Along the Great Divide”), otra celebración walshiana de la
aventura por la aventura, rodada, al contrario de Black, con un
estilo invisible que concatena las escenas a ritmo de purasangre. Con
la novedad de tres precoces zooms acortando los horizontes abiertos
–lejanos o de grandeza, no perdidos– del género.
Es
la historia de Kirk
el justiciero, que después de librar a Walter
Brennan
de un linchamiento, lo lleva a juicio a través del desierto
(¿Arizona?). Por el lugarteniente de Kirk el huérfano, Walter sabe
que cierta tonadilla le recuerda a su guardián el linchamiento de su
padre y a partir de entonces no deja de canturrearla para
desestabilizarlo y poder escapar, ya que Kirk el traumatizado se
siente culpable de aquello. Sublimadora, catártica, freudiana, la
escena en que el agonizante lugarteniente le pide delirando a Kirk
que sea él quien justo entonces la cante y, en efecto, el hijo mismo
entona el himno de la culpa por la muerte de su padre y así logra
desencadenarse del recuerdo.
¿A
que os han entrado ganas de verla? ¡Pues quizá esté a la venta en
la sección de DVD de esos grandes almacenes que me da corte
criticar! No tenéis más que acercaros a buscarla y, si no la han
despedido ya, quizá veáis en la caja a cierta treintañera de aura
infantil y delicada y falsa timidez, seria y retorciéndose un botón
de la blusa, que con desorbitados ojos verdes mira cómo se le acerca
tambaleándose un cuarentón cargado cual Sansón –Victor Mature
rapado– de columnas y obeliscos de películas, con una cara que
parece una caricatura de la suya y en la lengua la ansiedad del perro
de Pavlov.
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