Sigue
el clima con más altibajos emocionales que el Schumann
del Quinteto con piano o el Schubert
del Quinteto sin piano (mis obras predilectas de cámara); este mayo
parece esquizofrénico, con una semana digna de agosto y otra de
febrero. Ayer tarde tuvimos tormenta, pero también de buenas nuevas:
mi hermano aún no me ha mandado el dichoso relato, voy a ser famoso
y mi matrimonio se ha quebrado como la copa de una mala borrachera.
Empezaré por lo más importante.
Resulta
que mi hermana Laura ha desamparado esos grandes almacenes para
volver a blandir un micrófono. Se trata de una modesta emisora local
con la programación plagada de esas pitonisas que tanto triunfan en
estos tiempos de crisis, pero al menos se ha despedido de los DVD sin
responsabilidades penales y ha vuelto a lo suyo. Y lo mejor es que a
cambio de constituirme en guionista “negro” de su programa –que
consiste en la lectura de fragmentos literarios alternados con
músicas afines que luego se quedan de fondo–, me hará publicidad
del blog, con lo que romperé la barrera de diez visitas por post,
sin incluir las mías.
Aunque
quizá sería ella la beneficiada si fuera yo quien le anunciara el
programa desde esta tribuna –lo cual he estado a punto de hacer,
pero me guardaré esa carta en la manga, como Paul Newman en “El
Golpe”– porque me temo seré el único oyente de su debut: el
capítulo de “Suave
es la noche”
en que se conocen Dick y Nicole a los sones de la “Rapsody
in blue”.
Eso es, Scott
Fitzgerald
y Gershwin.
El segundo será “El perseguidor” de Cortázar
y lo último de Charlie
Parker,
original que es uno.
Ni
siquiera lo soy en lo de gestionar el enfado de la consorte. Sin
intercambiar palabra desde que creyó sorprenderme con la canguro,
atendemos por turnos a Alma –es decir, ella se encarga del condumio
y yo me paso las noches en blanco y negro–, que ahora sonríe más
que nunca, tal vez feliz de no tener que soportarnos al alimón, o
porque eléctrica y elektra-freudianamente enamorada de mí ya no
tendrá que competir con su madre. Cualquier día espero encontrarme,
en lugar de los macarrones viudos –divorciados–, una carta de su
abogado que también es el mío. Sí, la verdad es que ella también
se ocupa de mi
comida, y lo peor es que ya no puedo dársela a probar al gato, que
se exilió en cuanto supo que íbamos a tener descendencia. De no ser
así, ahora nos lo disputaríamos como hacían por su perro Cary
Grant e Irene Dunne en “The awful truth”
(nunca adivinaríais el título con que se estrenó en el avanzado
país que por entonces éramos y al que ciertos políticos madrileños
nos regresan a marchas forzadas: “La pícara puritana”, que por
otra parte siempre me ha parecido la definición más perfecta de la
política madrileña más famosa).
Y
a otra cosa: como ayer no leí ninguna policíaca, sino “Vigilia”
(“The Morning Watch”, ahora también les cambian el título a
muchos libros), de James
Agee
–guionista de “La
Reina de África”–,
también me he desembarazado del tipejo de la gabardina, aunque de un
modo harto insatisfactorio. Y es que por la tarde lo vi a través del
ventanal del banco, como de costumbre, impasible en la acera de
enfrente –sin más implicaciones–, pero lo peor es que se dirigió
a un policía local que pasaba por allí y parlamentó con él un
rato sin dejar de señalar el banco. El agente cruzó braceando con
decisión, le abrí dándole al botoncito y con un ceño de cliente
que se rebela contra alguna comisión, me ordenó que dejara de
molestar y de seguir por todas partes al caballero de la gabardina.
Al
menos desde entonces no lo he vuelto a ver tras de mí y sin
distraerme he podido culminar la escueta lectura de “Vigilia”,
que por su aire joyceano me servirá de aperitivo para la próxima
“entrada”, sobre “Dublineses”
de Joyce y la versión fílmica de Huston. La autobiográfica
nouvelle de Agee trascurre en un internado de rancio ambiente
católico, emparentado con la institución jesuítica que acoge a
Stephen, alter ego de Joyce en su “Retrato
del Artista Adolescente”,
como el Richard de “Vigilia” lo es de Agee. Incienso aparte, las
impresiones sensoriales de ambos personajes –los recuerdos de sus
autores- son muy parecidas, los monólogos interiores se articulan en
torno a imágenes tan impactantes y los dos adolescentes sufren, por
suerte en vano, las mismas represiones contra el consciente y el
inconsciente, es decir, contra los propios textos que leemos, que
–como ocurre con este blog– nunca se habrían escrito de haber
tenido éxito los grilletes mentales de sus educadores.
Y
sin embargo, lucharé con todas mis fuerzas para que la consorte deje
que Alma vaya a un colegio católico –y si no, me conformaré con
uno protestante o musulmán, ¡o mejor judío: así será artista y
de mayor no tendrá como yo que leer a escondidas)!, para que tenga
algo contra lo que rebelarse y cuando crezca encuentre en sus traumas
tramas para sus novelas.
Por
tanto, en ambas obras la religión se nos muestra como enemiga mortal
del pensamiento. Richard no deja de sentirse culpable no sólo por
los clásicos “malos pensamientos”, sino meramente por distraerse
de sus oraciones. Y Joyce habría podido nombrar al catolicismo
enemigo de su “corriente de la conciencia” –“conciencia” no
en el sentido religioso-, hallazgo que si bien no fue concebido por
él (como dijimos de las aportaciones que a veces se atribuyen a
Orson
Welles),
sino por William
James –hermano
del gran Henry–, y ni siquiera fue el primero en aplicarlo como
técnica literaria –lo hizo un autor francés tan injustamente
olvidado que no recuerdo su nombre–, sí le dio carta de
naturaleza, como esos modelitos que hasta que no se los pone Nati
Abascal (ahora tendrá alguna sucesora, pero desde entonces no he
visto el Hola) no son aclamados por los palmeros de turno.
A
ver si retomo el buen camino. Íbamos por que según la religión aún
somos culpables de nuestros pensamientos –de desear a la mujer del
prójimo–; y esa técnica del “flujo (qué mal suena, mejor
“corriente”) de la conciencia”, reproduciendo el perpetuo
parloteo de nuestras profundidades psíquicas, intenta pescar hasta
los moluscos más monstruosos, esos peces fosforescentes que fluyen
al fondo de la incesante marea de nuestras conciencias, lo cual va
más allá no sólo del confesionario, sino del diván
psicoanalítico, que la opulenta Molly
Bloom
hubiera desportillado con aquellas treinta páginas del final de
“Ulises”,
sin el aliento ni de una coma.
Pero
la principal analogía de “Vigilia” con el “Retrato” radica
en que la primera también concluye con una “epifanía”, otro
presunto hallazgo joyceano que existe desde Homero y que otro día
más lúcido intentaré definir. Negativamente, podríamos decir que
no fue ninguna epifanía lo que la consorte creyó
encontrar a la vuelta de su excursión andariega. En positivo sí
podrían serlo aquel pavorreal que despliega la cola en cierto relato
de Carver
o, mucho más, aquel otro fulgente de plumas arcoíris en la postal
nevada del álbum de recuerdos inventados que era Ammarcord.
No lo sería el “Aleph”
de Borges, pliegue del espacio en sí mismo fantástico, ya que ahora
que lo pienso toda epifanía que se precie consiste en eso tan manido
–en las contraportadas de libros de relatos– de la irrupción de
lo maravilloso en lo cotidiano.
En
el caso de “Vigilia” esa especie de intuición poética, visión
inefable –menos mal que no iba a definirla– o milagro
escenificado ex profeso para un público de ateos, se produce a
orillas de un río espejeante de la brillante prosa de Agee, cuando
Richard remata a una culebra agonizante por la pedrada de un
condiscípulo, y justo entonces la visión de su cabeza
sanguinolenta, de los últimos coletazos de su cuerpo seccionado, le
revelan la idea de la muerte más que la de su padre, acaecida a sus
seis años, y a un tiempo le hacen consciente de la plenitud de la
vida, más intensa en cuanto que finita (“más tiempo no es más
eternidad”, dijo J.R.).
¿Cómo
no asimilar esta epifanía –siempre que mi interpretación sea
adecuada, cosa que dudo, como dudoso es que el pasaje tenga ninguna
interpretación unívoca– a aquella otra del adolescente Stephen en
el “Retrato”, al rapto de alegría que lo arrebata cuando la
contemplación, a la luz de un éxtasis que rompe en rayos de sombra,
de una joven entre los brazos de arena del Liffey
lo hace consciente de su vocación de escritor? ¡Aquello parecía un
milagro secular, la aparición de una Virgen apta para agnósticos,
la exaltación de un misticismo civil!
¿Y
cómo no comparar esta epifanía de la joven –que después de todo
no sé si no estaré medio fabulando (de hecho, hojeo el libro y no
la encuentro por ninguna parte, aunque tampoco insisto mucho para
hacerme la ilusión); sí, lo estoy inventando todo a partir de los
restos de naufragio y de ruinas de otras lecturas, críticas u
opiniones ajenas: no hay mejor poeta que el olvido- cómo no
comparar, me pregunto retóricamente, esta epifanía de la
adolescente contemplada por Stephen con aquella otra anti epifanía
del final de “La
dolce vita”,
cuando un ojeroso Mastroianni
nos cifra el malestar de su resaca y de su vida entera –el anodino
futuro que le espera– en su incomunicación con otra adolescente, a
la que ni entiende ni recuerda, y que le hace señas también al otro
lado de un brazo de mar? De lo que, a diferencia de Marcelo, sí me
acuerdo es de que la chica era una camarera rubia a quien había
conocido en una terraza de la playa, a los sones de “Patricia”
–de Pérez
Prado–,
mientras aún intentaba escribir la novela que tras la muerte de
Stein ya nunca escribirá porque tendrá que conformarse con ser
colega del primer paparazzi de la historia –igual que yo no
escribiré la mía sitiado por mis obligaciones–, de modo opuesto a
Stephen–Joyce, que con el “Retrato” inicia su carrera
literaria.
¿Cómo
podía haber olvidado Marcelo a aquella rubita angelical que echaba
de menos Peruggia y ya tenía novio, y a la que él mismo, en aquella
terraza soleada, comparaba con un ángel del Giorgone?
Pero debería solidarizarme con su mala memoria, porque ahora me
entra la duda; le preguntaré a mi cuñado si el Giorgone pintaba
ángeles. ¿No sería Ucello?
Lo
cierto es que el Alzheimer es mejor poeta que William
Butler Yeats
y sólo se puede comparar a Dylan
Thomas
después de la penúltima copa, cuando ya no recordaba nada.
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