Henos
aquí, entre la caravana de viajeros dispersa en el oasis de esta
cafetería del aeropuerto, o más bien espejismo tipo “Lawrence
de Arabia”,
dado lo inmaterial de estas plastificadas viandas de astronauta de
“Dos
Mil Uno”,
que sin embargo contrastan con lo nutrido de la factura presentada
por un camarero exacto a aquel bandido de Omar
Shariff.
Entre
las dos horas de antelación con que nos hemos presentado aquí y el
retraso de media en media hora promovido por una huelga encubierta de
pilotos cruzada, en la intersección de nuestra desgracia, con un
paro oficial de tripulantes de vuelo, hemos extenuado ya más de
cinco horas. Alma no deja de sonorizar las reivindicaciones laborales
de unos y otros. En cambio, influida por el milico –que dirían mis
lectores sudamericanos– de mi suegro, la consorte clama por una
intervención militar (tal
vez
sólo aeroportuaria) que nos provea de genuinos comandantes y degrade
a los pilotos a azafatos y a los azafatos a… –justo entonces he
desconectado el oído para conectar el portátil.
También
yo rumio una grave preocupación, derivada de la advertencia que me
ha hecho mi hermano de que después de una semana ágrafa, siete
largos días sin escribiros, todos me abandonaréis como Clark
Gable
a Scarlett
O’Hara al
final de “Lo
que el viento se llevó”,
y que a la vuelta sólo con denuedo os reconquistaré, santuario que
sois de mi desesperado ateísmo, coartada de mi existencia, última
excusa para seguir pensando.
El
cortocircuito de nuestro contacto se debe a la mezquindad criminal,
propia de Shariff negando sus pozos a otras tribus, con que, según
mi hermano –alias “el anti sistema prudente”–, nos van
dosificando el acceso a Internet después de habernos habituado a su
libre uso. Por otra parte, tampoco le gustaría a la consorte que en
nuestro sucedáneo de luna de miel, delante de sus fauces, me
entregase al vicio de la escritura.
Lo
peor de todo es que en el ambiente precario y transitorio de la
terminal, con el aire angosto, grávido y como desalentado, pesa un
hastío que me impediría leer hasta a Dumas
(padre o hijo, en realidad era una alusión a cierto autor actual de
ligera prosa de espadachín). Por lo que me he hartado de barajar
folletos y guías de Viena que no dejan de ensalzar a Salzburgo,
la tarta Sacher, el Prater o la Musikverein, y de proclamar “El
Tercer Hombre” como la mejor película de la Historia del Cine, lo
que me ha sugerido escribiros esta última misiva de despedida.
Me
pregunto con qué rigor puede sostenerse que ninguna película sea la
mejor de la Historia. Ni siquiera creo en los criterios presuntamente
objetivos que, según consenso de la mayoría de las listas
que tanto proliferaron en el centenario del cine, enaltecen a
“Ciudadano
Kane”
en semejante trono. En este caso se habla de diversas aportaciones
técnicas que, lejos de ser las intuiciones geniales que muchos
creen, procedían del cine mudo, del que Welles se hizo proyectar
cientos de cintas antes de acometer su proyecto. Su mérito consistió
en codificar esos lenguajes anteriores (de Ford,
King Vidor, Griffith)
en la koiné cinematográfica que sería del futuro.
Por
eso convengo en que “Ciudadano Kane” es una de las “Películas
más Importantes de la Historia” –aquéllas que en su día fueron
decisivas–, lo que no tiene por qué coincidir con las “Mejores
Películas de la Historia”, es decir, las que a mí más me gustan.
“El
Cantor de Jazz”,
como primer film sonoro, aspiraría a figurar entre una de las más
importantes, pero no entraría en mi lista, ni en casi ninguna, de
preferidas. Y a todo esto, ¿por qué no se hacen clasificaciones de
la mejor novela o cuadro de todos los tiempos? Teniendo en cuenta las
variables económicas, ni siquiera son objetivas las clasificaciones
de cuadros más caros o discos más vendidos.
Resumiendo,
porque entre los viajeros más ingenuos corre, sustituyendo al
contagio de bostezos, la especie de que vamos a salir: Yo no me
atrevería a decir que ni “Ciudadano Kane” ni “El Tercer
Hombre” sean las mejores películas de la Historia del Cine; y
aunque sí podría jurar que no hay ninguna mejor que ellas, también
podría nombrar, de entre las miles que habré visto, otras cuarenta
y ocho (para que salgan cincuenta) o sesenta y nueve (por decir algo)
que me gustan tanto como esas dos.
Al
final me decido por setenta
y siete.
Os diré cuáles. El único criterio que sigo es el más sincero
posible –en esto sí hay objetividad–: cuáles he preferido ver
con más frecuencia en mis cinco lustros de espectador de vídeo o
DVD –las vistas como mínimo una vez al año–, las únicas
carteleras que he podido programar, aunque haciendo piruetas he
logrado ver alguna vez casi todas mis favoritas en pantalla grande.
También es cierto que los gustos cambian, pero para estas películas
hay en mí una inagotable reserva de fidelidad casi tan rigurosa como
la que guardo a la consorte, una suerte de ineludible lealtad a la
que –para desgracia de mi capacidad crítica– renunciar
significaría renegar de mí mismo o negarle la bendición a mi
querida
hija. En torno a ella los viajeros han trazado un diámetro de vacío,
un círculo de seguridad para sus tímpanos.
Ya
que setenta y siete son muchas y quiero creer en la sonrisa de
asentimiento que nos va dedicando una empleada de la compañía, me
limitaré a daros diez de ellas; no, ocho, pues ya os he dicho dos.
Más adelante os desgranaré el resto. Me temo que, como todo en mi
vida, la lista es poco original; será más inexacta o injusta que
cualquiera de los balances del banco, y ya os he advertido que sería
incapaz de elegir entre ellas. Renuncio a ordenarlas cronológica o
alfabéticamente: allá van al azar del recuerdo; los freudianos
podrán achacarme un orden inconsciente:
- “Vértigo”
- “Centauros del Desierto”
- “Río Rojo”
- “Campanadas a Medianoche”
- “Con la muerte en los talones”
- “El Puente sobre el río Kwai”
- “Breve Encuentro”
Van
siete: la octava que falta por hoy es “El
Gatopardo”.
Empieza el embarque. ¡Hasta la semana que viene! ¡Nos
leemos el lunes trece!
No, de momento no aparece “Aterriza
como puedas”,
más digna de una lista negra; espero que, contando con vuestros
buenos deseos, la que llevo hecha no aparezca en la caja negra del
avión.
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