Leyendo
que estoy a Camilleri,
ese tipo de la gabardina aún se desliza sutil como una anguila por
los recovecos de mi vida: ahora que levanto la vista de la pantalla
mis ojos se encuentran con los suyos, caballunos, en el rincón de la
cafetería. Seguro que si abandono el género policíaco por la
novelística de Beckett,
me rondarán los mendigos y los locos. ¿Qué querrá de mí? ¿Será
un matón del mafioso del Ferrari? ¿Sabrá el muy fisgón sobre mi
pecado
de ayer?
Y
es que incurrí en lo inevitable: ya no podía resistir más y me lo
merecía después de largo tiempo de renuncia y abnegación. Y había
resultado que en el muro de mi rutina se me abría la hendidura
de una oportunidad que no podía sino disfrutar: ayer tarde la
consorte salía de senderismo con varias amigas, la conocida –y
bella y primaveral– canguro se quedaría en casa con Alma, y me las
arreglé para obtener la tarde libre sin que la primera de las tres
lo supiera. Todo estaba dispuesto; notaba en la yema de los dedos –en
las terminaciones nerviosas de la epidermis– la inminencia de un
éxito que ya casi acariciaba:
me sentía como Sterling
Hayden en “Atraco perfecto”.
Di
un quizá sospechoso beso de despedida a la consorte, que salió
deseándome una buena tarde de trabajo,
y mientras la canguro intentaba dormir a una Alma que no parecía
colaborar, dispuse la cama para el festín que me esperaba. ¡Al fin
había llegado la hora! ¡Ahora era yo solo el que podía fallar,
todo dependía de mí y no iba a decepcionarme a mí mismo! La
ansiosa expectación me hizo golpearme el codo con la mesita mientras
ahuecaba la almohada preguntándome cómo
la emplearía.
Me
asomé al salón: Alma gimoteaba, dio un chillido, volvió a gemir y
se durmió. ¡Así de sencillo! La canguro me sonrió, le guiñé con
la picardía de Marcello
Mastroianni a
Anita Ekberg
y, tal y como yo había esperado y soñado tanto, ella cumplió el
rito inequívoco de recluirse en el aseo para acicalarse; como todos
los viciosos, ella siempre dice que arreglarse es su único vicio.
Naturalmente,
me quité la ropa. Dije algo en voz alta, di un portazo en la puerta
de la calle, pero en vez de salir volví de puntillas, como un ladrón
en mi propia casa, a encerrarme en el dormitorio y me tumbé a
cumplir mi postergado deseo de leer sin interrupciones durante cuatro
horas seguidas, la unidad mínima de todo lector afortunado.
Refrenando toses, regurgitaciones y estornudos ninguna de ellas
advertiría mi furtiva lectura, a ser posible de una tumbada, de “La
pista de arena”,
de la inagotable serie del comisario Montalbano.
Lástima que por las mismas razones no pudiera ambientarla con la
escucha de “Las
vísperas sicilianas”,
ópera ideal para acompañar la lectura de Camilleri, pues nunca
distrae su intrascendencia de hilo musical de dentista.
No
me decepcionó la novela, cuyo interés creciente fue intensificando
mi deleite hasta cierto clímax muy distinto al que, malpensados que
sois, esperabais de mi parte. Se supone que Camilleri no debería
gustarme por el irrefutable motivo de que mi cuñado lo adora, y
justamente fue él quien me persuadió de leerlo con esa convicción
que, sobre todo cuando se enfunda su abrigo plagado de pelusas, lo
hace pasar por un hombre respetable, y que también habrá engatusado
a esos directivos del museo.
Lo
cierto es que, acaso por llevarle la contraria, no me convencieron
los primeros Montalbanos que leí (“El
olor de la noche”
–demasiado emparentada con “A rose for Emily”–, “La
voz del violín”
y alguno más –galopo hacia el Alzheimer–) y mis preferencias se
decantaron por aquellas otras –policíacas o no, pero sin
Montalbano– más críticas y satíricas con los naturales e
instituciones de Vigatà,
omnipresente escenario de su obra y microcosmos de Italia. En estas
novelas (“Privado
de título”,
“La
ópera de Vigatà”,
“Amelia
Sacerdote”)
este Camilleri, de una madurez tan prolífica como un patriarca
bíblico, se nos revela un autor de la estirpe de un Lampedusa,
Sciascia o
Buffalino,
sicilianos todos, que se obliga a fustigar el espíritu atrasado,
perezoso y anquilosado de un pueblo que abomina de la “res
publica”. En efecto lo poco que allí se remueve es gracias a la
familia,
lo
único
capaz
de dinamizar el aparato burocrático en favor de algún miembro y
abolir las jerarquías o diferencias sociales por mor de la
vinculación a ella. Si bien todos se jactan de defraudar a la
Hacienda Pública, ningún comerciante deja de pagar el “pizzo”,
el impuesto de la mafia.
En
estas novelas tampoco faltan la denuncia política y social, o la
amarga mirada al pasado fascista, asestadas con un aire que de jocoso
pasa a mordaz y de incisivo a ácido, incidiendo el mismo Camilleri
en ese carácter destructivo, anarquista e irredento que parece tener
todo siciliano que se precie.
Pero
he aquí que, como suele hacer el cretino de su Jefe de Policía, le
concedí otra oportunidad al comisario Montalbano, y cayó en mis
manos ese milagro de composición titulado “La
excursión a Tindari”,
que me reveló la exacta geometría de su trama de tapiz entrecruzada
de simetrías y bifurcada en trayectorias –historias– paralelas
que se encuentran en una insospechada intersección, en la esquina
doblada de la alfombra, ¡no!, era tapiz. Un inteligente laberinto
digno del de “La
Huella”
de Mankievicz,
que he seguido a través de otras de la serie (“Las alas de la
esfinge”, “Ardores de Agosto”), de la misma concisión, sentido
del humor y jadeante agilidad narrativa. Tratándose de mí, las he
leído caóticamente, sin seguir el orden de su publicación, ya que
por supuesto se pueden leer independientemente, aunque, en una
evolución parecida a la de Philip Marlowe –y a la de todo humano
no demasiado inhumano– puede apreciarse el carácter cada vez más
desencantado de Montalbano.
Junto
al comisario, un maduro solitario y sencillo con el que es fácil
identificarse, modesto gourmet (demasiados pulpitos y macarrones),
inteligente e introspectivo hasta un cómico desdoblamiento, y en
perpetua discordia con la alejada Livia, también se nos vuelven
entrañables sus subordinados. Nunca faltan el prolijo Fazio; Gallo,
el conductor frenético, Mimi Augello, la mano derecha de Montalbano;
el inútil de Cattarella. O Tommasseo, el fiscal amante de los
cadáveres exquisitos, o el displicente Pasquano, de la policía
científica.
“La
pista de arena”
es otro entretenimiento de altos vuelos (Greene llamaba “entairnment”
a parte de su obra), y que los pedantes sigan optando por aburrirse.
Y así, desnudo en la cama al resplandor de este verano anticipado,
había llegado al capítulo en que Montalbano aparece sentado bajo
una pérgola de primavera a la orilla del mar terso de la noche ante
la rubia Rachele,
deleitándose con una botella de vino blanco muy frío y un surtido
de primicias como aperitivo, y cuando estirándome en la cama más me
identificaba con el hedonista comisario y aquella rubia imaginaria ya
me tensaba
los ánimos, otra rubia mucho más real se perfiló en el vano de la
puerta, demostrándome que con los nervios había olvidado echar la
llave.
La
canguro me miró durante un intervalo inmensurable –¿saltaría
sobre mí haciendo honor al nombre de su oficio?–, y bajo las
arrugas de la frente los ojos se le achicaron acaso decepcionados, al
contrario que aquellos otros, desorbitados y de par en par, de la
consorte, que justo entonces entraba y ya me miraba por encima del
hombro de la canguro, y no fijos ni equinos como ese par del tipo de
la gabardina que espera tres mesas más allá, en el rincón del
café.
Lo
único que me consta es que no será un detective que me haya puesto
la consorte: ella ya no necesita más pruebas.
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