sábado, 19 de mayo de 2012

ALEXANDER MACKENDRICK Y ROBERT ALDRICH


Aberraciones de medianoche o una noche en vela con “Viento en las velas”.


Como aquel zombi con quien nos hizo caminar Jacques Tourneur y con tres horas de sueño –de doce a tres, hace un rato he llegado a la oficina, pero también con las imágenes de las dos películas que he visto hasta las siete alucinándome aún la vigilia. Porque mi hija Alma parece decantar su destino de cinéfila y sólo deja de llorar en mis brazos al resplandor del todavía impagado plasma en la oscuridad de terciopelo del salón, sin que ello quiera decir que se duerma cual espectador aburrido, sobre todo si el programa es tan estimulante como el de anoche que ya era hoy.

Y eso que no vimos obras de los autores más afines a sus simpatías –Godard, Pudovkin, Einsenstein–, sino que fueron Mackendrick y Aldrich quienes sustituyeron con la intensidad de sus sueños filmados los pálidos fantoches de los míos. De todos modos ninguna de las películas defraudó sus instintos subversivos.

Aunque obra de un director pudibundo (formado en la puritana Ealing, que hizo por embotar sus filos de sátira) y en apariencia nada revolucionaria, “High wind in Jamaica” (“Viento en las velas”, por una vez eufónico título castellano), según la novela de Richard Hughes, el proyecto más ansiado de Mackendrick, tantas veces diferido y luego incomprendido, como el resto de una obra escuálida por mor de la indiferencia de una industria hollywoodiense que tras cuatro oportunidades –ésta fue la tercera- acabaría por condenarlo a la pedagogía, y que… dormido que estoy ya me he perdido en las cajas chinas (ojalá fueran muñecas rusas, y no de Bioy) de mis apostillas, apólogos y aposiciones…


Sí, estábamos en que “Viento en las velas” es una, más que crepuscular, noctívaga película de piratas que lejos de celebrar los brincos entre jarcias de Burt Lancaster o Errol Flynn (aunque a cualquiera de sus turbias personalidades le hubiera convenido el papel de Anthony Quinn en nuestra obra), además de medir el océano de incomprensión que separa a los adultos de los niños (¡que me lo digan a mí!), hunde hasta el fondo a la institución familiar. No sé cómo pudo filtrarse tal propósito entre los guardaespaldas de la moral.

Lo cierto es que en ella un grupo de niños de buenas (es decir, malas) familias anglo jamaicanas son enviados a la metrópoli a que las escuelas británicas embriden sus salvajes infancias de trópico. Ya no oirán más consejas de negros, ni presenciarán ritos vudú, ni correrán a través de los peligros de la selva. Pero ocurre que su barco es abordado por unos chapuceros piratas que accidentalmente se llevan a los niños. Y en tal travesía, lejos de asustarse, los chicos se lo pasan en grande en compañía de los bucaneros, y son estos quienes los temen –y se demostrará que con razón–, pues los peques no cesan de espantar a los curtidos pero muy supersticiosos marineros con las historias de espíritus aprendidas de los negros. Especialmente pavorosa es la actitud de la niña que cubriéndose la cabeza con el cabello –nuca al frente- simula haberse invertido la faz como en aquel relato de Stevenson (sólo me falta citar a Chesterton para hacer como Borges) sobre la bruja del cuello torcido. ¿Sería posible que Alma tuviera la suerte de ellos y fuera raptada y alejada de mí largo, muy largo tiempo, hacia remotos mares? Estoy seguro que de todos modos la brisa me traería sus lamentos desde otro hemisferio, pensé al cambiar el DVD, lo que ella aprovechó para prorrumpir en una dilatada serie de aquellos, sin duda creyendo que la sesión había concluido.


Mientras arrancaba la siguiente, pensé en que lo más osado de la que acababa de ver era la evidente historia de amor –y no paternal– entre el cincuentón jefe de los piratas (Anthony Quinn) y una de las niñas, Emily, de unos once, sin que la bruta torpeza de uno ni la edad de la otra les impidan ir tomando conciencia de sus sentimientos. Desde luego, no llegan a exteriorizarlos en palabras, pero nos revelan su atracción tanto el número de planos–contraplanos que los vinculan, contrastando su mutua fascinación, como otras tomas en las que el director los empareja. Historia, pues, tan elegíaca como “Lolita”, pues el pirata acaba sacrificándose por la niña y… bueno, no voy a reventaros el final, por si alguno de vosotros no es partidario del distanciamiento propugnado por Brecht y tiene la suerte, como yo gracias a mi hermano, de encontrar esta perla en algún buceo cibernético más o menos ilegal. Otra forma no hay de verla: la censura económica es peor que la de toda la vida –inquisitorial o auto impuesta, que como en el caso de Mackendrick, sutilizando la inteligencia del creador, acaba por afinar su obra.



Y hablando de piratas, parece que mientras penaba yo en Viena, por aquí la Rat(i)o de Bankia ha desfallecido un tanto y, lejos de traernos ningún regalo, ese ratoncito Pérez de ministro -¡cómo le gustan los recortes, aunque sean de queso!- no deja de tapar con lo público los agujeros de sus cómplices, pero dejémoslo para otro día que me encuentre más despejado.

Como aún lo estaba al inicio de la segunda obra del programa, cuyos títulos de crédito sofocaron los ronquidos de la consorte desde el dormitorio, “The last sunset” (“El último atardecer”), western también crepuscular y pecaminoso –Dalton Trumbo (“Johnny cogió su fusil”) no podía escribir nada rutinario–, de Robert Aldrich. Film de aliento trágico sin halitosis cursi, con el mito de un Edipo al revés que encuentra a su más que propicia Electra. A ver si me explico. 


Pero antes destacaré lo desigual del duelo interpretativo, que se decía antes, entre Kirk Douglas y Rock Hudson. Al primero, un trotamundos tempestuoso, donjuán y con halo romántico–maldito (le pagaban un trago por cada poema), no paran de husmearle las espuelas los perros negros del mal y de la muerte (esto suena a García Márquez tras haber obtenido audiencia con Fidel). Perseguido por Rock Hudson (¡qué miedo!), intenta en vano recobrar a su amor de juventud, Dorothy Malone, a la que lleva sin ver el mismo lapso de tiempo que ella tenía cuando se conocieron (en cambio esto se parece a uno de los primeros párrafos de “Lolita”, ¡dios mío!, el insomnio me hace extenuar bibliotecas imaginarias y esto mismo suena a Borges conferenciando sobre el tiempo –no atmosférico– mientras que en aquella nieve de confeti Kempes marcaba el primero porque Cruyff no estaba)…


Ya me he reportado. Íbamos por que el ciego romántico de Kirk sigue creyendo que ama a la actual Dorothy, casada con Joseph Cotten y con una hija adolescente, Melisa, cuando lo que en verdad ama es el pasado, el recuerdo mitificado de la joven de dieciséis años que entonces era Dorothy, surgiendo poco a poco de la oscuridad hasta resplandecer ante el fuego con su traje amarillo limón como otra llama, imagen en que –cual cinéfilo– se le detuvo el tiempo para siempre.

En cambio, Rock Hudson es un sheriff que viene a prender al otro para que lo juzguen en ya no recuerdo qué estado, digamos Florida, ya que Kirk el seductor provocó el suicidio de su hermana y dio muerte al cuñado (¡bravo por él!). Toda la familia, encabezada por los dos enemigos empleados por Cotten como vaqueros, efectúa el típico traslado de ganado precisamente a Florida.

Con un curioso afán didáctico, el también panteísta Kirk le va revelando a la joven Melisa los secretos de la Naturaleza, en principio detalles inocentes, como el nacimiento de un ternero y cositas así, y le recita algún que otro poema pero ya no a cambio de ningún trago.

Muere el marido de Dorothy en una reyerta que no viene al caso, y Hudson y Douglas también se disputan a la viuda sin luto. En el resto del trayecto se suceden los habituales ataques de indios y cuatreros –sólo falta la estampida–, y Dorothy se decanta por el más anodino pero estable y seguro como una roca Rock, aunque todos sabemos –Alma incluida– que al que de veras quiere es a Kirk el interesante, pero, claro, en lo que no cree es en su infantilizado amor por ella.

Entonces Kirk el maldito sublima su desengaño en su principal admiradora, Melisa (¿o era Melinda?, en cualquier caso la hija de Dorothy), de dieciséis años, que precisamente una noche se pone el vestido amarillo limón que ha encontrado en el baúl de los recuerdos de su madre y surge poco a poco de la oscuridad al resplandor de una hoguera como una llama temblando al recuerdo de Kirk el cinéfilo, digo el romántico. Ignorando la diferencia de edad, Kirk y Melinda (o Melisa o Miranda) se comprometen.


Y lo peor –es decir, lo mejor– es cuando más tarde Kirk el enamorado tranquiliza a la celosa madre insistiéndole en que quiere a su hija de verdad, la ama más que a su vida y como nunca ha querido a ninguna mujer, y algo escocida ella le replica que eso no le extraña nada porque es su hija (¡la de él, pobre castellano que no distingue el género en los pronombres posesivos!), y justo entonces la mía y yo dimos un respingo porque la consorte dio un portazo y con un poquito de razón me preguntó qué porquerías le estaba haciendo ver a su (la de ella) pobre hija.

Pero la película me encantó, de verdad, lo que pasa es que hay algo dentro de mí que, al intentar explicar por qué me gusta algo, acaba por denigrarlo. Lo sabe la consorte.

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