Aberraciones de medianoche o una noche en vela con “Viento en las velas”.
Como
aquel zombi con quien nos hizo caminar Jacques
Tourneur
y con tres horas de sueño –de doce a tres–, hace un
rato he llegado a la oficina, pero también con las imágenes de las dos
películas que he visto hasta las siete alucinándome aún la
vigilia. Porque mi hija Alma parece decantar su destino de cinéfila y sólo
deja de llorar en mis brazos al resplandor del todavía impagado
plasma en la oscuridad de terciopelo del salón, sin que ello quiera
decir que se duerma cual espectador aburrido, sobre todo si el
programa es tan estimulante como el de anoche que ya era hoy.
Y
eso que no vimos obras de los autores más afines a sus simpatías –Godard,
Pudovkin, Einsenstein–,
sino que fueron Mackendrick
y Aldrich
quienes sustituyeron con la intensidad de sus sueños filmados los
pálidos fantoches de los míos. De todos modos ninguna de las
películas defraudó sus instintos subversivos.
Aunque
obra de un director pudibundo (formado en la puritana
Ealing,
que hizo por embotar sus filos de sátira) y en apariencia nada
revolucionaria, “High
wind in Jamaica”
(“Viento en las velas”, por una vez eufónico título
castellano), según la novela de Richard
Hughes,
el proyecto más ansiado de Mackendrick, tantas veces diferido y luego
incomprendido, como el resto de una obra escuálida por mor de la
indiferencia de una industria hollywoodiense que tras cuatro
oportunidades –ésta fue la tercera- acabaría por condenarlo a la
pedagogía, y que… dormido que estoy ya me he perdido en las cajas
chinas (ojalá fueran muñecas rusas, y no de Bioy) de mis
apostillas, apólogos y aposiciones…
Sí,
estábamos en que “Viento en las velas” es una, más que
crepuscular, noctívaga película de piratas que lejos de celebrar
los brincos entre jarcias de Burt
Lancaster
o Errol
Flynn
(aunque a cualquiera de sus turbias personalidades le hubiera
convenido el papel de Anthony
Quinn
en nuestra obra), además de medir el océano de incomprensión que
separa a los adultos de los niños (¡que me lo digan a mí!), hunde
hasta el fondo a la institución familiar. No sé cómo pudo
filtrarse tal propósito entre los guardaespaldas de la moral.
Lo
cierto es que en ella un grupo de niños de buenas (es decir, malas)
familias anglo jamaicanas son enviados a la metrópoli a que las
escuelas británicas embriden sus salvajes infancias de trópico. Ya
no oirán más consejas de negros, ni presenciarán ritos vudú, ni
correrán a través de los peligros de la selva. Pero ocurre que su
barco es abordado por unos chapuceros piratas que accidentalmente se
llevan a los niños. Y en tal travesía, lejos de asustarse, los
chicos se lo pasan en grande en compañía de los bucaneros, y son
estos quienes los temen –y se demostrará que con razón–, pues
los peques no cesan de espantar a los curtidos pero muy
supersticiosos marineros con las historias de espíritus aprendidas
de los negros. Especialmente pavorosa es la actitud de la niña que
cubriéndose la cabeza con el cabello –nuca al frente- simula
haberse invertido la faz como en aquel relato de Stevenson (sólo me
falta citar a Chesterton
para hacer como Borges)
sobre la bruja del cuello torcido. ¿Sería posible que Alma tuviera
la suerte de ellos y fuera raptada y alejada
de mí largo, muy largo tiempo, hacia remotos mares? Estoy seguro que
de todos modos la brisa me traería sus lamentos desde otro
hemisferio, pensé al cambiar el DVD, lo que ella aprovechó para
prorrumpir en una dilatada serie de aquellos, sin duda creyendo que
la sesión había concluido.
Mientras
arrancaba la siguiente, pensé en que lo más osado de la que acababa
de ver era la evidente historia de amor –y no paternal– entre el
cincuentón jefe de los piratas (Anthony Quinn) y una de las niñas,
Emily, de unos once, sin que la bruta torpeza de uno ni la edad de la
otra les impidan ir tomando conciencia de sus sentimientos. Desde
luego, no llegan a exteriorizarlos en palabras, pero nos revelan su
atracción tanto el número de planos–contraplanos que los
vinculan, contrastando su mutua fascinación, como otras tomas en las
que el director los empareja. Historia, pues, tan elegíaca como
“Lolita”,
pues el pirata acaba sacrificándose por la niña y… bueno, no voy
a reventaros el final, por si alguno de vosotros no es partidario del
distanciamiento propugnado por Brecht y tiene la suerte, como yo
gracias a mi hermano, de encontrar esta perla en algún buceo
cibernético más o menos ilegal. Otra forma no hay de verla: la
censura económica es peor que la de toda la vida –inquisitorial o
auto impuesta, que como en el caso de Mackendrick, sutilizando la
inteligencia del creador, acaba por afinar su obra.
Y
hablando de piratas, parece que mientras penaba yo en Viena, por aquí
la Rat(i)o de Bankia ha desfallecido un tanto y, lejos de traernos
ningún regalo, ese ratoncito Pérez de ministro -¡cómo le gustan
los recortes,
aunque sean de queso!- no deja de tapar con lo público los agujeros
de sus cómplices, pero dejémoslo para otro día que me encuentre
más despejado.
Como
aún lo estaba al inicio de la segunda obra del programa, cuyos
títulos de crédito sofocaron los ronquidos de la consorte desde el dormitorio, “The
last sunset”
(“El último atardecer”), western también crepuscular y
pecaminoso –Dalton
Trumbo
(“Johnny cogió su fusil”) no podía escribir nada rutinario–,
de Robert
Aldrich.
Film de aliento trágico sin halitosis cursi, con el mito de un Edipo
al revés que encuentra a su más que propicia Electra. A ver si me
explico.
Pero
antes destacaré lo desigual del duelo interpretativo, que se decía
antes, entre Kirk
Douglas
y Rock
Hudson.
Al primero, un trotamundos tempestuoso, donjuán y con halo
romántico–maldito (le pagaban un trago por cada poema), no paran
de husmearle las espuelas los perros negros del mal y de la muerte
(esto suena a García Márquez tras haber obtenido audiencia con
Fidel). Perseguido por Rock Hudson (¡qué miedo!), intenta en vano
recobrar a su amor de juventud, Dorothy
Malone,
a la que lleva sin ver el mismo lapso de tiempo que ella tenía
cuando se conocieron (en cambio esto se parece a uno de los primeros
párrafos de “Lolita”, ¡dios mío!, el insomnio me hace extenuar
bibliotecas imaginarias y esto mismo suena a Borges conferenciando
sobre el tiempo –no atmosférico– mientras que en aquella nieve
de confeti Kempes marcaba el primero porque Cruyff no estaba)…
Ya
me he reportado. Íbamos por que el ciego romántico de Kirk sigue
creyendo que ama a la actual Dorothy, casada con Joseph
Cotten
y con una hija adolescente, Melisa, cuando lo que en verdad ama es el
pasado, el recuerdo mitificado de la joven de dieciséis años que
entonces era Dorothy, surgiendo poco a poco de la oscuridad hasta
resplandecer ante el fuego con su traje amarillo limón como otra
llama, imagen en que –cual cinéfilo– se le detuvo el
tiempo para siempre.
En
cambio, Rock Hudson es un sheriff que viene a prender al otro para
que lo juzguen en ya no recuerdo qué estado, digamos Florida, ya que
Kirk el seductor provocó el suicidio de su hermana y dio muerte al
cuñado (¡bravo por él!). Toda la familia, encabezada por los dos
enemigos empleados por Cotten como vaqueros, efectúa el típico
traslado de ganado precisamente
a Florida.
Con
un curioso afán didáctico, el también panteísta Kirk le va
revelando a la joven Melisa los secretos de la Naturaleza, en
principio detalles inocentes, como el nacimiento de un ternero y
cositas así, y le recita algún que otro poema pero ya no a cambio
de ningún trago.
Muere
el marido de Dorothy en una reyerta que no viene al caso, y Hudson y
Douglas también se disputan a la viuda sin luto. En el resto del
trayecto se suceden los habituales ataques de indios y cuatreros
–sólo falta la estampida–, y Dorothy se decanta por el más
anodino pero estable y seguro como una roca Rock, aunque todos
sabemos –Alma incluida– que al que de veras quiere es a Kirk el
interesante, pero, claro, en lo que no cree es en su infantilizado
amor por ella.
Entonces
Kirk el maldito sublima su desengaño en su principal admiradora,
Melisa (¿o era Melinda?, en cualquier caso la hija de Dorothy), de
dieciséis
años,
que precisamente una noche se pone el vestido amarillo limón que ha
encontrado en el baúl de los recuerdos de su madre y surge poco a
poco de la oscuridad al resplandor de una hoguera como una llama
temblando al recuerdo de Kirk el cinéfilo, digo el romántico.
Ignorando la diferencia de edad, Kirk y Melinda (o Melisa o Miranda)
se comprometen.
Y
lo peor –es decir, lo mejor– es cuando más tarde Kirk el
enamorado tranquiliza a la celosa
madre insistiéndole en que quiere a su hija de verdad, la ama más
que a su vida y como nunca ha querido a ninguna
mujer, y algo escocida ella le replica que eso no le extraña nada
porque es su
hija (¡la de él, pobre castellano que no distingue el género en
los pronombres posesivos!), y justo entonces la mía y yo dimos un
respingo porque la consorte dio un portazo y con un poquito de razón
me preguntó qué porquerías le estaba haciendo ver a su (la de
ella) pobre hija.
Pero
la película me encantó, de verdad, lo que pasa es que hay algo
dentro de mí que, al intentar explicar por qué me gusta algo, acaba
por denigrarlo. Lo sabe la consorte.
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