Gracias a que he logrado que un conspicuo defraudador –en la puerta del banco un Ferrari al que sólo le faltaba volar (en la burbuja inmobiliaria)– nos ingrese su dinero de bolsillo que para nosotros será óbolo de Caronte que nos empuje por esta laguna infernal hasta la próxima ayuda gubernamental (en cuanto a la amnistía fiscal nadie va a ser tan torpe como su ideólogo y señalarse como factible delincuente futuro), y también gracias a que le he encasquetado un improbable plan de pensiones a un oficinista y la vajilla agrietada que nos quedaba a una ancianita clavada a la del “Quinteto de la Muerte” a cambio de que nos traiga su pensión, no sólo me ha dejado de bascular peligrosísimamente la butaca en las posaderas (ni mi madre ni los vecinos del barrio habrían soportado otro despido en la familia ni más prédicas sobre el fin de los tiempos), sino que, después de tres años sin vacaciones, el jefe ha atendido a mi vetusta solicitud de concederme una semana libre, cuando aún disfrutaba quedándome en casa.
También
me dio la tarde libre, lo que he aprovechado para erradicar de casa
el segundo cargamento de libros prohibidos. Y ahora resulta, según
achica los ojos, que tampoco le convence a la consorte que dilapide
tantas horas encerrado en ese sótano, y mientras arrastraba el
bolsón ha declarado que el demonio sabrá a qué perversos ritos me
entregaré allá, sin que yo haya tenido el valor de espetarle que a
ningún otro que no sea el de la nostalgia de recordar una época en
la que podía leer más de cinco páginas seguidas sin tener que
cambiar un pañal o calentar un biberón.
En
la puerta del garaje mi madre le hablaba al conserje de Nostradamus
y del Apocalipsis,
y mientras yo aprovechaba para sacar a relucir “El
Séptimo Sello”
de Bergman, me miraron boquiabiertos la saca, y al alejarme la oí
decirle que tanto libro sería del antiguo inquilino. Un grado más y
esta ciudad alcanzará los 451
Farenheit
(escenografía futurista algo casposa de Truffaut),
la temperatura de combustión del papel.
Por
fin clausurado yo en aquél que empezaba a ser ámbito de la memoria,
jalonado por desparejos lomos de unos libros que en un relato de
Borges
o un grabado de Escher
diseñarían mi retrato, donde junto a un rastro de monóxido de
carbono flotaba la instantánea estela de tantos versos,
descripciones y tramas casi olvidados pero aún entrevistos en su
esplendor tan perdido como la juventud en que los leí, lamenté lo
difícil que en comparación con la revisión de películas resulta
la relectura de novelas, porque sólo a partir de la tercera visita
empiezo a atisbar la estructura de unas y otras.
Coronaba la cima del
bolsón una de las pocas releídas, “Lolita”,
y por una vez eché de menos el reclinatorio de la capilla de mi
colegio marista. Esa novela ha sido la luz y la sombra de mi vida,
dejándome al abismo de la pedofilia por puro afán imitatorio de su
antihéroe (como esos que se visten de superhéroes), por el arrebato
que sentí ante las metáforas del genio, de modo que tengo que
volver a releerla antes de que pasen doce o trece años y Alma
empiece a traer a sus amiguitas a casa (curiosamente, mi admiración
por “Muerte en Venecia” no tuvo el mismo efecto). La película de
Kubrick,
con Peter
Sellers
tan camaleónico como su maestro Alec
Guiness en “Ocho Sentencias de Muerte”,
es una magnífica trasposición visual de las hechicerías del
lenguaje nabokoviano, salvo en reflejar la debilidad del ruso por la
estética más cutre de la modernidad norteamericana, parafraseando
los chillones gustos de las quinceañeras. Además, creo recordar que
en la película Lolita tenía quince y no trece años, y en vez de
extenderse a todo un determinado subgénero de adolescentes (las
“nínfulas”)
la predilección de Humbert
Humbert
se reduce a un individuo –individua– de entre ellas, lo que en la
novela sólo parece ocurrir al final, cuando el amor desesperado del
romántico
protagonista parece redimirlo
–y destruirlo– de sus pretéritos
gustos. El cine, siempre tan pusilánime.
De todas formas el guión firmado por Nabokov no es de Nabokov, ya que a éste, poco avezado en la escritura cinematográfica, casi todo se lo susurró Kubrick al oído. Pero, extasiado ante la portada que reproduce un soleado fotograma de la película –ella tendida en bikini como una Maja dorada sobre un césped suburbano y con sombrero de plumas y gafas de sol enfocándome al estallido de una música cutre que oigo en la inscripción–, me di cuenta que el tema bien merece una serie al estilo de la gatopardina y reconocí que quizá la consorte tuviera parte de razón en sospechar de la castidad de mis encierros.
A continuación
vinieron una novela con posibilidades de buena película histórica
(contradicción en los términos), “Bomarzo”,
y un fresco psicológico, “El
Cuarteto de Alejandría”,
apenas esbozado por Cukor
con dos actores ideales: Anouk
Aimeè y Dick Bogarde.
Siguió “El
Siglo de las Luces”,
prodigio verbal –real
y maravilloso-
inadaptable al cine por el horror de Carpentier a los diálogos, y
que pese a su volumen no pude menos de embutirme en el bolsillo
opuesto al que ya atiborraba “Lolita”.
Los siguientes, “La
Montaña Mágica”
y el primer tomo de “En
busca del tiempo perdido”,
eran tan memorables –e inmemoriales-, que tentado estuve de
rellenar el saco y volver con él de vuelta a casa, donde no sería
recibido como un Santa Claus cargado de regalos. Ninguna de la pareja
de obras tan fáusticas ha sido llevada al cine, y ni siquiera lo
logró Visconti después de haberse empecinado en ello a lo largo
toda su carrera.
Sobre una tubería a
ras de suelo, un ratón frunció los bigotes como desaprobando a
Henry
Miller y Fernández Santos,
ambos en mis manos, y aunque estuvieron a punto de caérseme
de ellas,
no seré yo de la calaña de quienes hoy en día reniegan de obras
que en su día alabaron y desconocieron.
Apenas recordaba nada de “Las
Lanzas Coloradas”
ni de “Las
Hermanas Coloradas”
(no es broma, son obras de Uslar Pietri y García Pavón); si ninguna
gota de plata se me filtraba por el encalado muro del olvido, quizá
no merecieran la relectura.
Luego de colocar
varios más, tuve que pararme a respirar hondo. Me sentía agotado
bajo el peso de tantas imágenes como me impartían todos aquellos
libros, y no sólo de su contenido, sino –lo más inadecuado- de mi
intrahistoria mientras los leía; y, mirando entonces en torno, de
los desconchones de las paredes, de las grietas del techo, de la
áspera desolación del cemento del suelo y del regurgitar de las
cañerías, se me insinuó lo vacua que se me ha quedado la vida
desde que no leo mis trescientas páginas diarias.
Vivir sin leer es
como ver sin voz una película de Billy
Wilder.
Estás cargado de buen cine y buena literatura (¿Miller...? me pasa lo que a ti, se me cae, pero la nostalgia impide que llegue al suelo).
ResponderEliminar¿Crees que podrás releer En busca del tiempo perdido o El hombre sin atributos? Me da vértigo intentarlo a pesar de que lo disfrutaría seguro. Por cierto que hay una adaptación (parece que bastante floja)al cine de La prisionera.
Sigue siendo un placer leerte. Deseo que sigas teniendo tanta suerte como la que has tenido al conocer a una viejita como la de El quinteto de la muerte.
"Vivir sin leer es como ver sin voz una película de Billy Wilder". Genial despedida.
Saludos
Victoria
Capto la indirecta de El hombre sin atributos. Pero en castellano hay una traducción insufrible e intuyo que tú puedes leer el original.
ResponderEliminar¡Saludos y gracias por tu lectura!
No hubo ninguna indirecta. El relacionar los dos libros fue simplemente por lo que creo que me costaría releerlos. No sé alemán, leí El hombre sin atributos en una edición completa con una buena traducción, sé que hay varias.
ResponderEliminarSaludos
Voy a releer la huida de Ulrich con su medio hermana al sur. Saludos, pronto desde Viena.
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