Mucho
mejor he dormido hoy –casi cuatro horas– y para colmo, como
siempre en blanco y negro, he soñado premonitoriamente que el
mafioso del Ferrari nos hacía otro depósito –deposición de sus
tejemanejes– y que el director me concedía la tarde libre. La cual
he aprovechado para prolongar o prologar –tal es su magnitud– la
mudanza de libros, que tomándola como coartada para escaquearme la
consorte ya no ve con tan buenos ojos; pero, aunque con el Seat
averiado hoy el trasplante era altamente sospechoso, la he convencido
diciéndole que me iba a acompañar mi hermano Ramón, a quien ella
cree
muy
responsable.
Y
por una vez aquello era tan exacto –y mi excusa tan cierta–, como
que lo vi esperándome en la esquina. Con lo que hice valer mi
derecho de primogenitura y dejé caer la saca de libros para que
fuera él quien la arrastrase como una carga de mis pecados hacia mi
biblioteca underground–clandestina. Al veinteañero tardío en nada
parecía haberlo afectado el despido: con el logotipo de esa marca no
sé si inspirada en la diosa griega Niké
inscrito desde las zapatillas hasta la gorra de su clásico desahogo,
que casi le hace cuestionarse si cargar con el saco, traía ese aire
ausente que, infligiendo la soledad a mi cuñada, lo abisma en algún
inefable cálculo infinitesimal y lo deja mirándote a tu través
como quien no encuentra la forma de despedirse.
Y
dado que tampoco yo soy Demóstenes ni el predicador –Burt
Lancaster–
de “El fuego y la palabra”, llegamos en silencio al sótano, con
los incidentes de comprobar que aún me sigue el de la gabardina
(¿sería por leer “Todos muertos” de Chester
Himes?)
y de esquivar a nuestra madre para que no viera a mi hermano por la
calle en horario de trabajo. Me extrañó verla seguida de un rebaño
de vecinos pendientes de sus oráculos; en las épocas de crisis
triunfan los profetas del Apocalipsis. Tal vez fuera una idea que mi
hermana hiciera de ella una rentable líder de masas al estilo del de
“Un
rostro en la multitud” o “Juan Nadie”.
Iniciado
el saqueo del saco, la primera sorpresa que me dio Ramón fue pedirme
prestado “Catedral”,
de Carver,
que le dejé de buen grado, pues aunque bien haría en aprender de su
parquedad, he acabado por detestar a ese autor antípoda de mi
estilo, a ese enemigo jurado de los adjetivos que para todo era
conciso menos para las copas. Y es que, por mucho que ahora tuviera
más tiempo libre, gracias a sus atajos cibernéticos yo suponía a
Ramón con acceso hasta a la extinta biblioteca de Alejandría.
Ya
habíamos atiborrado de libros dos tandas de la tercera estantería
–todos de grato recuerdo; esta vez sólo se me cayó de las manos
“Al
Este del Edén”,
cuya lectura propicia a Vargas
Llosa “el
placer de la mala literatura”, comentario homologable a la enfática
adaptación de Kazan. Ya dormían allí, por ejemplo, “Rojo
y Negro”,
a la que desperté para rescatarla de vuelta a casa (¿os imagináis
una versión de Jean Renoir con Jean Marais de Julian Sorel?), “Una
familia lejana”
(Carlos Fuentes ya no será uno de los pocos autores vivos a los que
leo), “Plan
de evasión”,
de Bioy (¿qué me atraerá tanto de este título?), “Pedro
Páramo”
(de imposible banda sonora que no fuera un viento felliniano de fin
de fiesta), “Misteriosa
Buenos Aires”
(una treintena de relatos de Mújica Láinez –éste sí afín a mi
estilo–, que imaginé adaptados a una inverosímil película de
episodios, de esas que nunca salían bien cuando proliferaron, en los
sesenta, abonando mi teoría de que el cine murió en el cincuenta y
nueve), "Oliver
Twist"
(menudo díptico dickensiano, y éste sí que existe, junto a
“Cadenas
rotas”,
el de David Lean, el poeta de la metonimia)…
Y
me preguntaba yo qué habría sido de mis cientos libros de poesía,
que llevaba años sin ojear ni hojear, pues aún no había aparecido
ninguno en el trasplante, y ya me planteaba si se habrían exiliado
por mi creciente obsesión por la prosa o temían de mí un
holocausto, si me los habría escondido la consorte para acrecentar
mi pragmatismo o su volatilización sería una metáfora de la
pérdida de mi juventud o del rebajamiento de mi romanticismo con
alguna dosis de escepticismo, me cuestionaba, os digo, todo esto
cuando Ramón dio el golpe de gracia a mi solipsismo. Como si nada,
en vez de volver a aconsejarme que desertara de este blog para
escribir una novela, me dijo que él
había escrito un relato.
Sí,
eso es, un relato de ficción, al estilo de los de Chejov
o Maupassant
(“La Diligencia” procede de la idea de “Bola de sebo”),
aunque quizá
no tan bueno, supongo. Me hice el sordo colocando el Quijote,
aboliendo su declaración con un simulacro de estornudo y
preguntándole si conocía aquellos esbozos de Welles
sobre el caballero andante; pero él se quedó un instante pensativo
y me lo repitió, que sí, que como ahora le sobraba el tiempo había
escrito un cuento, de modo que, después de hacérselo repetir una
tercera vez, no tuve más remedio de pedirle que me lo mandara algún
día. Se fundió la bombilla, y no es ningún truco narrativo.
Mientras él la cambiaba a la luz de mi móvil, noté que muy adentro
de mí me rechinaba la puerta del castillo de mi orgullo: habían
entrado a robar. Y resulta que habían encontrado algo cuando yo
creía que ya no quedaba nada. ¿Dónde se había visto que fuera el
primogénito el amilanado y desposeído y vampirizado por el
segundón? ¡Si toda la vida los segundos o terceros hermanos habían
tenido que refugiarse en las filas del ejército o de la Iglesia! Me
sentía como Bette Davis ante Eva al desnudo.
Y
a propósito de cine (¡ardua transición!), anoche cayó sobre el
salón el crepúsculo de otro western: “The
Deadly Companions”,
de Sam Peckinpah. En la banda sonora levita un espectro de la melodía
“Johnny
cogió su fusil”
para representar la demencia militarista del antagonista: un canalla
que en toda su vida sólo había encontrado acogida en el Ejército.
El
decadente protagonista es un cincuentón convaleciente de toda clase
de traumas que jamás
se quita el sombrero –como aquel párroco de Hawthorne que nunca se
despojaba del velo–, que mata por accidente al hijo de una Maureen
O’Hara
cuarentona avanzada; total, el anti star–system. Con aliento
faulkneriano (“As
I lay dying”)
ambos conducen el ataúd a través de tres días de distancia y de
ríos torrenciales y paisajes en descomposición y peligros sin
cuento, para enterrarlo junto a su padre. Aunque la relación entre
ellos ha sido tirante, al llegar al cementerio, los deslumbra un
relámpago de amor que, cuando ya desesperaban de encontrar la tumba
del padre, también acaba por alumbrar la lápida y la honestidad
–¿se habrá eliminado tal término en las nuevas directivas de la
R.A.E.?– de una Maureeen de la que ya empezábamos a dudar.
Al
film le falta lo que que tanto abundaba en la novela de Faulkner:
la bandada de buitres rastreando el ataúd. Y el modo grotesco en
que, al término del infernal trayecto, enterrada Mrs. Burden, Anse
Burden
presenta a su nueva madre a su prole, es el reverso de lo que al
final sienten los personajes de la película; estamos ante las dos
caras del amor, la real –la ridícula, la de Anse– y la otra, y
sí, mi castigo por pensar así, agobiado por las obligaciones de un
paterfamilias, y mirar la mala cara de la luna ha sido extraviar los
libros de poemas.
Pero
los espectadores de “The Deadly Companion” nos quitamos el
sombrero cuando a su vez el protagonista al fin se descubre del suyo,
muestra la cicatriz que le ciñe la frente –el trauma que lo
paralizaba– y aprende lo que a nosotros ya nos había enseñado el
cine Peckinpah: que aunque para deplorar el horror y la violencia él
siempre se haya valido de las imágenes de la violencia y el horror,
ni siquiera el odio merece el odio como respuesta.
De
modo que, conmovido, le pido a mi hermano que sin falta me mande
cuanto antes su relato –espero que un achuchón a la consorte me
valga recuperar mis poemarios–, y entonces derribo de un codazo esa
actualización de la historia de Cain y Abel que creo recordar era
“Al
Este del Edén”
y Ramón me dice que solo era una broma, una forma de espolearme a
que de una vez acometa la novela que todo el que me conoce peor que
yo a mí mismo espera que algún día escriba. Pero al oírme
lamentar que entonces ya no podría imitar a Lampedusa, que emprendió
la composición de “El Gatopardo” al comprobar que hasta el
imbécil de su cuñado era capaz de publicar –aunque el sólo
acabaría por hacerlo póstumamente-, mi hermano volvió a cambiar su
versión y me dijo que si ése era el problema me mandaría el relato
en cuanto lo puliese un poco, y que ya que me lo había tomado tan
bien, para que yo le diera mi opinión del cuento, un día de estos
me invitaría a comer.
Seguro
que me ofrecería un plato de lentejas.
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