La epifanía de un Día de Epifanía
“El
próximo canguro se parecerá a Michael Fury”, bromeó la consorte
algo después de que concluyera la película, sellando el pacto de
que a partir de ahora sólo contrataremos canguros macho, y habiendo
cedido a aquello, inocente que soy, me sentí tan torpe y tímido y
ridículo y hasta celoso de un fantasma como Gabriel
Conroy
cuando al final de “Dublineses”
su esposa Anjelica
Huston
le cuenta entre sollozos la historia de Michael
Fury,
su primer enamorado, el joven que veinte años atrás muriera por
ella, calado de neumonía aquella lluviosa noche que agotó lanzando
piedrecitas contra la ventana oscura de su dormitorio.
Y
eso porque nos habíamos reconciliado viendo “Dublineses” (“The
Dead”,
el último cuento de la serie de Joyce,
pero por estos lares semejante título habría sido veneno para la
taquilla); y tácitamente ella había reconocido mi inocencia
sorprendiendo a su proverbial impaciencia con una sentada de ochenta
minutos que, al compartir conmigo lo que más me gusta (en esos casos
me siento como si yo fuese el director, o como Jean
Arthur
enseñándole el Capitolio a James
Stewart
en “Caballero sin espada” –simbólico título–), la
congraciara conmigo.
Era
de vernos a los tres en el sofá, como una familia super
estructurada, con Alma en mi regazo y demudada, cual afortunado que
ve tal película por vez primera, y mi diestra atenazada por la
consorte, que distraía su hastío clavándome las uñas en las
falanges, el resplandor de las imágenes acariciando en la oscuridad
nuestras tres caras más cercanas que nunca, dos de ellas hechizadas
y la tercera socavada de bostezos.
Y
en parte no le faltaba razón, reconocía yo cuando al minuto
cincuenta la consorte ya no pudo más y, dejando de rebullirse, se
dirigió al aseo encomendándome que no
le diera a un stop que sin embargo quité mucho después, al oírla
de vuelta. Y es que, igual que en el cuento –nos hallamos en uno de
esos casos de traslación casi literal de un medio a otro–, hasta
entonces, bajo un determinado punto de vista, lo único que habíamos
presenciado era el relato costumbrista (a veces Proust
también lo es) de una burguesa celebración navideña de principios
del siglo XX. Dos ancianas y su sobrina, las tres solteronas
consumadas –y bastante consumidas– y profesoras de música,
reciben entrañablemente a una heterogénea cohorte de invitados
(amigos, familiares y alumnos), entre quienes sobresalen
un borrachín, su parlanchina madre, un viejo verde, un tenor malo y
presuntuoso, una
recalcitrante activista…, los cuales se dedican a beber, bailar,
cantar, propinarse cumplidos, anécdotas, chismorreos o bromitas, y
sobre todo a atiborrarse de ganso asado y pudding, en pago de lo cual
habrán de digerir el discursito anual del sobrino de las
anfitrionas, Gabriel Conroy, un modesto profesor a cuyos opacos ojos
(en el cuento tiene gafitas redondas) lo vemos todo.
¿A
qué tanta fascinación por semejante bodrio?, me habría inquirido
la consorte en otra coyuntura menos amistosa. ¿Pretendían novelista
y director –ahora era yo el que me cuestionaba– reflejar el
aburrimiento de una clase social aburriéndonos? ¿Eran los primeros
sesenta minutos una preparación –plataforma de despegue o colchón
elástico– para los fuegos de artificio –cóctel de epifanías
(véase el penúltimo post)– de los últimos veinte?
Lo
cierto es que si no llego a darle al stop la consorte se habría
perdido lo que a mí me interesaba que, como culminación a nuestra
paz, viera; para empezar, el redescubrimiento que tras bastantes años
de convivencia Gabriel hace de Anjelica, cuando ya parecían
incinerados los rescoldos de su pasión (perdón por la imagen).
¿Captaría la consorte la indirecta de que, sin volver embrollarnos
en esas prolijas negociaciones de paz que, como en Versalles,
a veces contienen el germen de la siguiente disputa, quería yo
desertar del sofá anoche mismo y volver a mi
cama con todo lo que eso lleva aparejado?
Y
era una suerte que no hubiera ella optado por congraciarse leyendo el
relato a dos voces en lugar de ver la película a seis ojos, porque
para Gabriel esta “revisión” de su esposa –como esas películas
que en su día nos deslumbran (hubiera reflexionado Proust cambiando
el objeto de su preferencia) y vueltas a ver nos siguen sorprendiendo con
renovados matices–, ese redescubrimiento de ella es, sobre todo, de
orden lujurioso; y hasta la consorte habría descifrado la gruesa
metáfora del cabo de vela chorreando cera que Gabriel y Anjelica se
encuentran al llegar a la habitación de hotel procedentes del ágape.
Por suerte, en la película no se pasa de un romanticismo a ultranza
que, ablandándola, yo
esperaba me facilitase las cosas en vista a los propósitos del
Gabriel de Joyce –el calentorro de las gafitas–, los mismos que
yo albergaba.
Me
hallaba tan en ascuas como él, al punto de no deleitarme mucho con
aquel indiscreto travelling que mientras Julia
Morkan
–una de las ancianitas– interpreta a Bellini
nos conduce, escaleras arriba y decreciente la música, hacia la
intimidad de su dormitorio –sin duda oloroso a espliego y rosas
marchitas-, o más bien hacia su pasado, puesto que, mientras oímos
los acordes de la música procedentes de la planta de abajo, la
cámara hurga en sus recuerdos, en los objetos que mejor la
caracterizan: sus bordados, bibelots, rosarios o retratos de familia,
de modo que con unos cuantos planos –como ocurre en otros de Ford
o en ciertos párrafos de Faulkner–
queda condensada toda una vida.
Planos
paralelos a aquellos tres que, anteponiendo las también tres
ardientes velas (estas castas, anti fálicas) de un candelabro al busto de la sobrina interpretando una sonata para
piano que creo de Domenico
Scarlatti,
acaso denotan cómo el flamígero fervor de Mary
Jane
por la música anima el vacío de su vida.
Sí,
de las veintisiete veces que he visto la película, el de anoche fue
el pase más extraño. Como Gabriel y Anjelica al fin subían a su
habitación y desviando de lado las pupilas vi que la consorte estaba
al borde del primer ronquido, dije a voces, como desde una eminente y
pedante cátedra de Historia del Cine –y dio un respingo– que en
las zancadas que da el tiempo por el camino de los hombres finca el
verdadero tema de la película, lo cual no es mucho decir –seguí
voceando–, puesto que el tiempo es el protagonista secreto de toda
novela o película escritas o rodadas en cualquier coordenada de
nuestro mundo temporal.
De ahí que no
dejara de nevar en todo el metraje; aquellas eran las nieves de
antaño que decía François
Villon
comparándolas con la fugaz belleza de las guapas del medievo –y
que luego parafraseara Álvaro
Cunqueiro
en su milenarista (¡cuidado, Arrabal,
que se vence la mesa!) “Flores del año mil y pico de ave”–,
porque en esa suma de los tiempos que los optimistas y los petulantes
llaman Historia, nuestras vidas perduran lo que tarda en disolverse
un copo de nieve, luego había que aprovechar el tiempo, estuve a
punto de decirle a la consorte guiñándole un ojo y levantándole el
borde ribeteado de encaje del camisón Doris
Day
en “Confidencias
de Medianoche”,
pero todavía no me atreví y, a pesar de mis vocerío de alemanes
entrando en París, ella todavía no se había despabilado ni parecía
saber en qué película estaba.
De
modo que, estentóreo, seguí demostrándole cómo late el tema del
tiempo en cada escena de la obra. Así, subyace en la discusión
sobre los tenores antiguos y modernos (¡qué vértigo –diría
Sebald–, cuando alguien defiende a Caruso
como un intérprete de la nueva ola); en el discurso que Gabriel tanto teme
pifiar –para rehuirlo desea escapar al aire puro de la noche, bajo
la música de la nieve y la nieve de la música (la cual transcurre
en el tiempo) escandida por Alex
North–,
al referirse al tópico de los “ausentes” –bonito eufemismo–,
aquellos que tantas veces nos acompañaron en tales festejos y hoy
faltan –como si hubiera la esperanza de que esos traviesos no
volvieran a escaquearse y acudieran al año siguiente–; incluso en
la reflexión que hace Gabriel de que la cara de Anjelica (Greta en
la película) ya no era la cara por la que Michael Fury había muerto
ni aquélla de la que él mismo se había enamorado; o, sobre todo,
en la visión anticipadora del cadáver de una Julia –con
diferencia la mayor de las dos hermanas– amortajada y de sí mismo
intentando consolar a su hermana y sobrina con las inútiles palabras
del caso.
Pero
ya vale de discursitos porque lo único que queréis saber es si tuve
más suerte que Gabriel en lo de ligarme –religarme, de donde
significativamente viene “religión”– a la consorte después de
que de ella me desligara del equívoco de la canguro. Pues resulta
que, tan conmovida como la última vez que vimos una película (“¡Qué
bello es vivir!”
hace siete Nochebuenas), líquidos los ojos, me abrazó en cuanto
hube dejado a Alma dormida en la cuna, y me hundió la frente en el
hombro. ¡Hecho! Aquellos últimos veinte minutos, de una tristeza
laminadora, le había afectado lo bastante.
Con
el primer suspiro que emitió al escarabajeo de mis manos espalda
abajo, afloró la lujuria que repta al fondo de cualquier melancolía
que se precie. Y ya sabéis que yo no estaba tan impactado como las
otras veintiséis veces también por mor de la distancia analítica
que exigía la posterior exégesis de este post y quizá porque era
la primera vez que la veía desde que soy padre, y cuando el monólogo
interior de Gabriel alude a que con el tiempo todos acabáremos
siendo sombras y sombra será el último recuerdo que como el reflejo
de un añico alguien conserve de nosotros en el espejo de la memoria
(ya estoy inventando) –la anécdota burlesca y de segunda mano que
sobre nosotros un irreverente bisnieto nuestro le inflija a un
desconocido– hasta que con la instantaneidad de otro copo nos
disolvamos en la nada, sentí que ahora soy yo más padre que hijo y
que seguramente mi sombra ya no sería la última en caer.
Y
como la desaparición propia siempre aflige menos que la ajena –por
ejemplo, el que se queda es el que paga la funeraria- me sentía en
plena forma para lo otro. Ronroneaba la consorte y ya estábamos
tendidos, dispuestos a cualquier cosa, cuando al lado se puso a
llorar alguien que no estaba feliz de tener que soportarnos a los dos
al mismo tiempo.
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