Aunque
hoy también llueva, camino del banco bailo ensopado –el paraguas
remolineando como bastón de Charlot–, chapoteo de alegría y me
abrazo a las farolas como Gene
Kelly en “Cantado bajo la lluvia”.
Y es que ayer las dos damas de mi vida atenuaron sus quejas,
exigencias y requerimientos al punto de permitirme ver casi veinte
minutos seguidos del Gatopardo, pues gracias a sus continuas
interrupciones me estoy imbuyendo de la estética fragmentaria del
posmodernismo.
Y
para colmo, desde esta mañana me hallo con ánimos de darle a mi
madre la mala nueva que ayer me endilgó mi hermano y hasta a
vosotros he tenido que ocultar (internet no es una red, sino un
pañuelo –y tendido en el patio de vecinos de la Humanidad–),
porque si a la pobre no se le versionan –mejora– las noticias, ve
confirmado su inveterado pesimismo y durante semanas se entrega a
predicar por el barrio el fin de los tiempos al estilo de cualquier
milenarista ebrio.
La
desgracia en cuestión estriba en el enmudecimiento de la voz de mi
hermana a través de las ondas hertzianas (después de la Reforma
Laboral no debió programar el “Iván
el Terrible” de Prokofiev
durante cerca de minuto y medio); pero desde hace un rato podré
endulzarle a mamá semejante amargura con la exaltación de mi
cuñado, de gacetillero, a Conservador, Comisionado, Comisario de
exposición –o no sé qué otro desagradable nombre– de un famoso
museo. Cumplida su vocación, se volverá más insoportable su manía
pictórica que ya nos embadurna las cenas familiares con las manchas
ocres de Poussin
o nos sume en las nieblas de Turner.
Pero
volvamos a lo nuestro. Revisando ayer esa secuencia del Gatopardo que
me dejaron ver y donde nos quedamos el último día, volví a sentir
lo que me ocurre a partir de la quincuagésimo quinta visión de
cualquiera de mis obras predilectas, y que finca en que a esas
alturas me parece conocer tan minuciosamente el propósito de todos
los planos o el ínfimo detalle de cada puesta en escena, que cedo a
la delirante sensación de ser el director del film y que en esos
instantes estoy viendo, con una mezcla de orgullo y escepticismo, una
de mis viejas películas. Me parece detectar la elevación de
vuestras cejas.
Supongo
que semejante impresión se deberá a la irreversibilidad, a la
necesidad que se destila de toda repetición desmesurada, y que hace
imposible creer que las cosas puedan ser de otra manera a como hemos
visto mil veces, y hasta llegamos a venerar lo que en su día se
debió a la censura o a la manipulación de los productores –en “El
Gatopardo”
la Fox abrillantó los melancólicos tonos de la fotografía
original–; y de la misma forma que una mentira muchas veces
repetida acaba pareciendo verdad (léase cualquiera de Rajoy),
creemos y queremos inmutable ese objeto artístico al punto de
sentirnos personalmente responsables de que así se mantenga y nada
cambie porque nos representa e identifica tan por entero que
podríamos
haberlo creado nosotros mismos. Y además hechizando el tiempo a base
de repeticiones –ritos– acaso podamos engañarlo y aspirar ese
sucedáneo de estupefaciente perfume de inmortalidad que es el arte.
Y
eso es lo que les pasa a los sicilianos, según el Príncipe de
Salina en la secuencia que vi anoche, que odian los cambios y,
creyéndose perfectos –perfectamente desgraciados y miserables–
se sitúan más allá del tiempo.
A
lo largo de este triste episodio de la visita de Chevalley
a Donnafugata, cuando Don Fabrizio declina la oferta de éste de
integrar el Senado, se produce en el film esa literalidad textual
respecto a la novela con que ciertas películas (“Julio
César”
o “El
Sueño Eterno”),
lejos de renunciar a los medios expresivos que les son propios por
mor de la fidelidad a la palabra escrita, nos muestran una imagen
de lo textual, una visualización literal
de los conceptos, que roza la sinestesia de un Messiaen
o un Rimbaud
cuando distinguían colores en las notas musicales o en las vocales.
Al
ingenuo Chevalley, asustado desde su llegada por historias auténticas
sobre la crueldad de los sicilianos, acaba de horrorizarlo el
monólogo del Príncipe en que Lampedusa parece justificar su propia
inacción de noble decadente –que al menos rompió al final de su
vida para escribir la novela-, poniendo en boca de Don Fabrizio su
visión fatalista sobre el carácter y la historia de los sicilianos,
de siempre habituados a ser sojuzgados por múltiples invasores. Un
tercer noble, Visconti, discrepaba de esta actitud pasiva de sus dos
colegas.
Según
asegura el Príncipe al parpadeo tenue de un fuego que parece
iluminar su resignación, las ideas progresistas tampoco despertarán
de su inmemorial sueño a unos sicilianos que, apáticos por el calor
y ufanos de la belleza de su tierra, denegarán la ayuda del nuevo
Estado porque, además de no creer en ella –los liberales son el
enésimo invasor–, no quieren ayudarse a sí mismos. Y seguirán
tan petrificados como él mismo, negando el paso de un tiempo que
para ellos será por siempre atraso ancestral, prolongación de su
pobreza e infección de una herida que en vez de curarse se lamen con
delectación.
Con
ellos, Don Fabrizio piensa que si todo acaba en la muerte, ¿para qué
hacer nada que no sea mirar el bello panorama o las estrellas? De
hecho, su inmovilismo político (expresado en la novela, gracias al
monólogo interior, con más desprecio hacia Chevalley) acaba siendo
psicológico, vital: afectado por ese impulso de muerte que Lampedusa
leyó en Freud,
ya se encamina hacia su último vals.
Y
de la harapienta y lóbrega alba siciliana parte la diligencia del
futuro para no volver en medio siglo, llevándose a Chevalley, que
sigue sin entender nada, y dejando en tierra a un Príncipe casi tan
pesimista como mi madre.
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