La
insidiosa mañana de nuestro paradójico aniversario la puerta automática del
estanco se me abrió como la de la desgracia, de sensores tan sensibles que con
facilidad traicionera, silenciosa, artera, respondiera al menor atisbo de mi
presencia. Tras ser despedido del simbólico hotel de la prosperidad a través de
la puerta giratoria de la crueldad expeditiva de una mujer, quise compensarme
ingresando por primera vez en un año a tan aromático y hechicero negocio
cantado por Pound. Sin embargo, me encontré con que mi marca favorita,
cultivada en una isla tropical que parecía ubicarse en remotas coordenadas temporales,
había dejado de comercializarse y hube de conformarme con el tabaco negro que
más se le parecía.
Camino
de la oficina mi vida acabó de invertirse en un espejo atroz, un espejo
borgeano. Mientras aguardaba el ascensor del parking, no tuve ánimos de
anunciar en Twitter mi última novela, Vuelo en Picado, la historia con ecos
faulknerianos de un acróbata aéreo tan arrojado como desafortunado, ya
condenada al fracaso comercial y crítico. Me disponía a hacerlo pero desistí,
desalentado. Sentía el cambio de fortuna en la juntura de los huesos, en la
base de la nuca, en el bajo vientre. Ya se sabe que la suerte es una diva
voluble, díscola, variable como el viento. Basta con muy poco para que se
revierta, un motor averiado (el caso del héroe de mi novela), una copa de
menos, una rubia de más. Ahora, por ejemplo, la tardanza del ascensor hizo que
se me uniera en la espera una morena despampanante con una sonrisa propicia y
puñales en los ojos. Lo cierto era que había desaprovechado mi visibilidad
social para imponer mi narrativa.
Antes
de salir de Twitter comprobé extrañado que Victoria había dejado de seguirme.
Seguía sin responder a mi WhatsApp, pero no porque estuviera dormida o sin
mirar el teléfono; debía estar en la consulta, era un día laborable.
Recordé
que la víspera –un siglo antes- había concertado una entrevista en mi despacho
con el director de un festival de música y llamé a mi secretaria para que le
avisara que iba de camino. Pero en vez de Pepa respondió Samuel, un trepa de la
redacción, que sin explicarme qué hacía en mi mesa me pasó con el redactor
jefe, un ex sacerdote, teólogo neoescolástico, que hace de la hipocresía
profesión de fe.
-Mala
cosa, Felipe, pero quién sabe, lo mismo es para bien. Recuerda los renglones
torcidos de San Agustín. La Providencia es inescrutable.
La
comunicación no se cortó pese a que a través de los dígitos decrecientes del
ascensor parecíamos descender a los reinos inferiores. Intenté tomármelo a
broma:
-Está
bien, si te pones así te haré caso y abriremos el próximo número con un
reportaje sobre la Summa Teológica.
-Oye,
estás despedido. Lo siento –como si leyera el fracaso en mis ojos la morena
desvió la mirada y neutralizó su sonrisa.
-Si
anoche mismo estuvimos celebrando…
-Órdenes
de arriba. Directamente emanadas de lo que Aquino llamaba el motor inmóvil que
origina todo movimiento.
Aterrizamos
en el centro de la tierra y empavorecida la morena desapareció en las
tinieblas. Volatilizados los efectos del Bloody Mary, de mi cerebro se retiraba
la sangre en bajamar dejando esparcidas como inconcebibles restos de un
naufragio las palabras de la cháchara del jefe. Todo lo entendía con el retardo
vía satélite de las resacas, dos segundos tarde. Prosiguió:
-Hoy
día es un shock quedarse sin trabajo en el gremio del periodismo. Yo que tú
iría al psiquiatra, lo cubre el seguro por convenio.
Colgando
sin despedirme, no pude sino recordar que Ángela es propietaria de un
voluminoso paquete accionarial de la editora del periódico, de ahí mi
contratación exprés del año pasado.
Ya
no era necesario coger el auto. Más que en la resaca de la marea, me sentía
clavado en el fondo marino, con los pies incrustados en un bloque de cemento,
recordé el pasaje de Billy Bathgate. El último recurso del intelectual
desheredado por la fortuna radica en referirse una y otra vez a sus semejantes,
los desmesurados personajes de la narrativa de los judíos norteamericanos.
Pulsé el botón del ascensor con la esperanza de orientarme en la superficie,
recobrar a ras de suelo el sentido de la realidad y trazar un plan de acción.
A
la salida, la compuerta de la cabina se me cerró en las narices. Seguía
reaccionando con dos segundos de retraso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario