Agazapados
en los naranjos despiden los gorriones el día con el clamor ocre de su alegría
de cobre. En el estanque del pilar, ribeteado de musgo, flotan dos estrellas de
la tarde. Espejos opacos enmarcados por grumos y cercos color cacao, los
charcos duplican el cielo pálido, el humo de un ocaso espolvoreado de harina y
oro. El aroma de las cenas se sustancia en la duda entre las dos luces.
No
es de día ni de noche, aún no es de noche pero tampoco ya de día, sino una hora
intermedia entre el día y la noche que al mismo tiempo es la noche y el día. Un
hueco intemporal, un hiato, un pozo de luz y una sombra blanca. Me detengo:
algo ha cambiado en la plaza. Grises regueros corroen los muros del crepúsculo,
los últimos goterones de los canales rasgan las imágenes poéticas en húmedos
jirones. ¿Por qué no puedo gozar de un momento de paz?
Con
el remojo el hedor de las inmundicias de los pájaros se mueve como una nube de
gas tóxico. Desde el interior del cibercafé se me aferran al cuello las garras
de los ojos de Salus. No necesito volverme, las ventosas de sus miradas como
besos me succionan la nuca en húmedos escalofríos. Tampoco quiero mostrarle
cuánto me carga el peso de sus inquisiciones, además de espiarme quizás también
tenga, como mis tenebrosos perseguidores capitalinos, órdenes de presionarme
con su acoso. Hoy no he alargado más allá de monosílabos mis evasivas y
evasiones. Y no ha venido Pitu a distraer su interés. Como en una ceremonia
sexual toda la tarde sus pegajosas miradas me han untado el cuerpo de varias
capas de miel, cebo, su dulzona amabilidad, de ejércitos de hormigas y tenaces
moscas que me trabajaran y minaran y vencieran mi resistencia a dejarme seducir
y confiarme a él. Su densa ansia cobra forma de abejorros y moscones en torno a
mí. Alejándome, intento rascarme un punto inalcanzable de la espalda: me bajan
por ella las viscosas zarpas de su deseo.
Crepita
una vaharada de goma chamuscada. La lluvia no ha extinguido el incendio. Y la
primera noche se extendió a un cementerio de neumáticos. Después de tres días
varios focos resisten la labor de una escasa e intermitente dotación de
bomberos. El fuego se ha convertido en un peligroso animal herido. Se han
desalojado los caseríos de los aledaños y crece el peligro de que alcance al
pueblo. Los ancianos de la plaza rumorean que ha sido dos veces provocado, no
de otro modo pudieron las llamas salvar el cortafuego de la carretera, e
incluso más tarde reanimado. Se dice que un pastor entrevió al presunto
incendiario, un tipo ágil y grueso a la carrera entre el humo de los pinos. Me
ha vertido el rumor Candy.
Antes
de salir de la plaza veo que ha activado la persiana del minimercado. Doy un
rodeo por la calle del pozo para cortarle el paso a la altura de la ermita, su
salida más probable de la plaza. Supongo que no se aherrojará en casa sin dar
una vuelta. Prefiero que Salus no sepa del progreso de nuestras relaciones.
Doblan a muerto las campanas de la iglesia, su resonancia de bronce aloja la
muerte de algún lugareño.
Propondré
a Candy un paseo por los alrededores, el cementerio puede ser un lugar
propicio. Me lo sugirió el sueño de anoche. En lo que parecía un atardecer de
cementerio un joven que era Salus y a la vez no lo era, recorría las desiertas
avenidas flanqueadas de tumbas y túmulos, de panteones y mausoleos, llamándome
a voces por mi nombre, su voz resonaba cada vez más aguda y desgarrada,
astillada en gallos y ahogada en gemidos, desesperaba de encontrarme, ya no se
fijaba en las efigies de ángeles concupiscentes y deambulaba cabizbajo y sin
norte junto a los nichos, hasta que en un momento dado dejé de ver su ovoide
figura arrastrando los pies, y en su lugar destellaron en la penumbra unos ojos
fosforescentes, y un balido sofocado me susurró al oído que no hablara para que
no nos encontrara, que siguiera sin respirar hasta que pasara de largo, y su
calor de lana se separó de mí y me dejó solo y frío tendido en el mármol, y me
dijo que no tardaría, que saldría a distraerlo y que en cuanto lo convenciera
de que se fuera a casa volvería conmigo. No recuerdo cómo acababa el sueño, no
sé si Candy volvía para pasar la noche conmigo bajo la lápida, pero nunca podré
olvidar cómo aleteaban por el cementerio los lúgubres ecos de mi nombre
pronunciado por un Salus arrasado de pena. De hecho, ahora el sueño me parece
de mal augurio. Me vuelvo a casa.
Me
temo que Salus sospecha de mi relación con Candy. Tal vez para hacerme hablar
me ha dicho que pronto la despedirá. La ha acusado de no ser profesional y, en
vez de mostrarse receptiva a los avances de los clientes, de mostrarse
demasiado complaciente con cierto proveedor.
Festonean
la calle claroscuros de trémulas farolas y sombras de magnolios. Las contadas
ventanas iluminadas parecen albergar a sordomudos o solitarios. Los aullidos de
un perro atizan sobre los tejados puntiagudos los rescoldos del sol poniente.
Paso a la altura de una puerta cochera abierta y saludo a un racimo de vecinos
tristes y contritos, contristados. Será el velorio del difunto. Otro aullido;
puede que del perro que echa de menos a su amo. Quizá sea el mío, he pasado la
tarde fuera. Aún no lo he bautizado. Como cuervos en las sombras se desatan las
campanadas.
Señoras
y señores, cae el luctuoso telón de esta escena. No pretendía conmoverles para
sonsacarles los movimientos de Ángela en la ciudad, pues de todos modos los
mantendrá en secreto o no les habrá dicho la verdad, sino mostrarles que en este
pueblo nunca pasa nada ni nadie salvo la flaca, pelada e inevitable visitante.
Aquí los forasteros siempre son de mal agüero.
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