De:
Felipe Leal.
A:
Franz Kafka.
Asunto:
Un extraño amor.
Estimado
Franz: voy a darte celos. Estos días estoy volviendo a intimar con el verdadero
amor de tu vida, aquel que no te ha correspondido tanto como hubieras querido,
aunque tu sed de ella es insaciable, la soledad. El primer amor pero también el
último, el de los adolescentes y los moribundos, sobre todo el amor de los
escritores. El amor por todos y por nadie. Ella es la madre de la imaginación y
de la memoria, sus hijas más bellas, y hermana de la vida más intensa, la
ficticia.
La
descubrí aquí, muy cerca de donde te escribo, hace muchos años. A mis quince,
en un momento dado el verano dejó de ser eterno, lejos del colegio y en el
centro del desierto de julio, las horas dejaron de arrastrarse como lagartos
por la arena para un niño que no tenía compañeros de juego. El abuelo era
taciturno, leía –prensa- y paseaba solo por el campo o se refugiaba en la
taberna, y hasta septiembre mamá trabajaba y solo venía de la ciudad los fines
de semana. El tiempo dejó de ser un pellejo huero y hueco, un cántaro horadado,
para cristalizar en una preciosa vasija veneciana donde ahora se destilaba la
quintaesencia de los sueños.
La
soledad se hinchió de fantasías eróticas y románticas, de las primeras lecturas
–Poe, Hugo, Defoe-, y de la escritura rudimentaria de inaugurales poemas, otra
versión de los primeros placeres solitarios. La nueva armadura ósea de mi
cuerpo, ante la que me ensimismaba en el espejo, parecía la estructura de
inéditas construcciones mentales. Empecé a afanarme en ellas con la misma
concentración e intensidad que ahora estas páginas. Si me autorizas, incluiré
estos mails en el texto. Con tus respuestas seré más discreto; hoy día tu pluma
se cotiza muy alto.
De
no haber vuelto al pueblo, en mi estado frenético difícilmente la escritura me
habría sido posible. De algún modo en la casa el abuelo vuelve a estar presente
–nunca se ha ausentado-, en el porche puedo escuchar los chasquidos de la
mecedora o los crujidos del periódico, su sombra sin cuerpo crece cada día, y a
veces mis visiones me infunden la ilusión de su imagen, incluso algunas tardes
he sentido el frescor de otra sombra, la abuela; sombras proyectadas por el
ciruelo y la higuera, que los representan a ambos. Y el perro de ahora se funde
con el de entonces, con su discreta presencia intensificando más que atenuando
la soledad benéfica. Tú nunca habrías tenido un perro. Debido a tu afición a
empequeñecerte te imagino acompañado de mascotas diminutas, una ardilla, un
hámster, algún roedor. ¿Quizá una rata como Josefina? Os entenderíais bien:
habláis en el mismo idioma, un idioma que nadie más conoce.
Como
te digo, he retomado mi relación con la soledad. Es como si a mis cuarenta
volviera a acostarme con mi primera mujer. Después de la timidez inicial ya nos
tratamos con la confianza y el conocimiento mutuo de amantes cómplices. Y al
cabo de tantos ataques y persecuciones me he entregado a sus lánguidos brazos,
a su regazo, con absoluto abandono.
Soy
consciente de que debía cambiar de táctica, elaborar un plan, irme de aquí
porque pronto se me acabará el dinero. En el pueblo solo hay presente y pasado,
ni siquiera Salus (su oronda sombra discurre por la pantalla), que tiene tantas
ganas de conocerte, tiene futuro. Pero me pasa como a ti, no me decido por
nada, solo puedo bajar la cabeza y seguir escribiendo, me siento abocado a la
inmovilidad. La acción, con sus infinitas posibilidades, me provoca
incertidumbre, indecisión, parálisis. También yo odio hacer planes, no tengo
perspectivas y solo avanzo en este escrito.
Escribiendo
por las mañanas, leyendo por las tardes, recordando por las noches, el tiempo
se me ha vuelto ancho y profundo, cristalino y puro, caudaloso, irisado de
reflejos –recuerdos- como el incontaminado río de una selva secreta. Con Ángela
solo exprimía ratos perdidos, tiempos muertos, para la escritura. Me copaban
las obligaciones de la redacción, las responsabilidades y los compromisos
sociales. Tampoco tú querías ver a nadie, cómo te comprendo ahora, Franz. Las
visitas te eran insufribles. Por suerte aquí son impensables. Me visitarán una
sola vez, la última, cuando alguno de los agentes de Ángela o de la policía me
encuentren aquí.
Como
si fuera un omnipresente sirviente, el genio de la lámpara maravillosa, ahora
dispongo de todo el tiempo a mi disposición: envídiame. Por mucho que tendieras
a ella, en el fondo sabías que la vida en pareja te era inviable. El matrimonio
(y el consumo de carne) te parecía propio de los vitalistas. Igual que la
flecha que en el sofisma nunca alcanza la diana o tus propios personajes, que
por más que ansíen arribar al Castillo a la vista nunca alcanzan su destino,
aunque ya se hubiera celebrado el compromiso, nunca llegabas al tálamo. Una
actitud tan incomprensible como para los míos mi ruptura con una mujer que me
brindaba todas las ventajas y oportunidades. En la comunidad judía incluso se
entabló contra ti un proceso por haber faltado a tu palabra a Felice; sin duda
que mis problemas con Ángela también se ventilarán en un tribunal.
Lo
cierto es que te parecía imposible escribir con nadie delante. No te podrías
concentrar con una mujer presente. Una vez que te habías liberado de la férula
de tu padre y por unas horas evitado el control de tu jefe en el trabajo, ¿ibas
a compartir con nadie el último reducto de tu libertad? Sin duda te espantaba
la idea de que cuando al fin, después de otra tediosa jornada en la oficina, te
sentaras en el escritorio, una extraña te reclamara desde la cama. Ya ni en tu
propia casa a medianoche disfrutarías del silencio, ese silencio que nunca era
lo bastante mudo, del que nunca tenías suficiente. También yo he empezado a
apreciarlo.
Ojalá
hubiera seguido tu ejemplo y renunciado a intentar la convivencia con ninguna
mujer. Me habría ahorrado muchos desengaños. Pero también me hubiera perdido la
revelación de este descubrimiento. No me hubiera comunicado contigo. No hubiera
escrito esta novela; ¿cabe una desgracia mayor? Tenías razón, no se puede
compartir con nadie la atención, la
soledad concentra y la compañía descentra, dispersa. Solo es admisible para
mostrar por contraste la riqueza y hondura de la inagotable veta de la soledad.
Así
me sucedió, aparte de ahora, en mi última estancia aquí. En la primera quincena
de septiembre, cuando los lunes el abuelo acompañaba a mamá a la ciudad para
someterse a rehabilitación de lo que parecía tendinitis o artritis, y hasta el
viernes me quedaba aquí solo, se sucedieron días plenos, preñados de hallazgos,
y no fue el menor de ellos, a su regreso, el placer de quedarme los viernes por
la noche leyendo en el porche mientras después de la cena ellos dos comentaban
los sucesos de la semana delante de la televisión. Lucy, la perra, abandonaba
su lugar a mi lado para rondarlos, encantada de reencontrarse con su amo y de
festejar a mi madre. Prolongar la soledad de la semana en aquella especie de
epílogo significaba que a solas me había encontrado a mí mismo y que la soledad
era elegida, voluntaria, no una obligación o circunstancia, sino un destino y
una necesidad. Y me encantaba pasar la velada arrellanado en la silla, con la
piel de gallina por el frescor, heraldo del otoño, concentrado en la lectura
pero sin dejar de percibir el resplandor naranja cálido de la ventana en el
porche y el rumor filtrado de los aplausos de algún concurso y de las
conversaciones de ellos, junto con la ausencia de Lucy, novedades respecto a
los días previos.
En
tales casos me acariciaba el esternón la misma enfermiza voluptuosidad que
debió sentir Wakefield, el personaje de Hawthorne –junto con el Bartleby de
Melville, uno de tus precursores, Franz-, cuando se asomó a la puerta de su
hogar, abandonado por él tantos años antes para mudarse a la calle de al lado.
Me parecía asistir de incógnito o espiar la cotidiana escena de una familia de
la que yo ya no formaba parte, no cabía que entrara a participar porque estaba
excluido, era como si ya no existiera, igual que si hubiera desaparecido hacía
mucho tiempo y los míos se hubieran habituado a no contar conmigo, a recordar
cada vez con menos frecuencia mi atenuada figura, sí, ya había muerto y paulatinamente
como un espectro me desmaterializaba en su recuerdo y los silencios provocados
por mi evocación eran cada vez más cortos, y del mismo modo que ahora el abuelo
levemente se deja notar en el porche, también mi espíritu volvía allí a hacer lo
que más le gustaba, y pronto Lucy se pondría a aullar detectando una presencia
extraña, pero si yo había vuelto a aquel futuro del que no participaba no era a
espiar a los míos sino a protegerlos, a guardarlos de algún visitante
malintencionado o a inspirarles alguna benéfica idea. En definitiva, Franz,
igual que entre los tuyos, y especialmente ante tu padre, tú tendías a
empequeñecerte y amilanarte, sin dejar de amarlos, yo me hacía la ilusión de
desaparecer. Para mí la soledad era desaparición. Aspiraba a desvanecerme,
esfumarme. Nadie podría entenderme mejor que tú. Porque aunque te tenga por un
joven responsable, apenas has salido de Praga y, sobre todo, estás lejos de
fumar, puedo imaginarte, en un momento de desesperación, diciéndole a Felice
que te vas a por tabaco.
Lo
que ya es inimaginable es que lo hicieras para irte con otra.
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