Al
fondo de la atascada fila de automóviles y de la prisa de los transeúntes, más
allá de los agudos de los cláxones y de los parpados de los semáforos, del otro
lado de la agitación de la mañana, flameante en el punto de fuga de la calle,
como el vibrante espejismo de un oasis verde, concretándose en el vaho del
estrépito y en la nebulosa de mi sueño, espuma de clorofila en el gris
herrumbre, reflejo de ágata que destella en la niebla, helecho difractado por
el agua sucia, mancha esmeralda en el lienzo, tiembla un álamo. Durante miles millones
de pulsaciones, me detengo en la esquina para no perderlo de vista.
Despunta
la feliz tristeza congénita a la primavera. Florece como una rosa secreta, una
especie desconocida. Algo ha cambiado en la mañana. ¿Todo se debe a la visión
del álamo? Desde que recuerdo, esta calle naufraga en el diminuto parque, el
álamo no ha sido trasplantado, lo he visto a diario, pero ahora lo miro a una
luz tan nueva que llego a dudar de ello. Es como si me hubiera enamorado de una
amiga o compañera de toda la vida. Tintinea el aire fresco. La luz azul tañe
acordes nítidos, distantes, fríos, argénteos. Estatua simbólica de la
contemplación, petrificado de emoción, soy yo quien ha cambiado. Soy y no soy
yo.
Una
cara conocida amaga un saludo pero pasa de largo. Será un vecino; estoy al lado
de casa, aún vivo con mamá en el piso de Ciudad Jardín, equidistante del
ambulatorio y de la facultad de Letras donde curso el primer año. Soy un Felipe
distinto al Felipe al que hace la eternidad de un minuto aún no se le había aparecido
a lo lejos el espectro del álamo. Ebrio de poesía, ciego de lectura, después de
pasarme toda la noche leyendo El Villorrio de Faulkner, me deslumbra una
alucinación del insomnio o una intensificación de la vigilia, el álamo que en
la lejanía gris azul dilata su llama verde.
El
paisaje imaginario del condado de Yoknapatawpha se condensa en la espuma verde
de este álamo erigido en metonimia, trasvasada a la realidad, de la flora de la
ficción; algo si se quiere caprichoso, en verdad no recuerdo si en alguna
descripción de la novela despuntan los álamos, en todo caso el algodón no se
cultiva como en El Villorrio en la ciudad donde por otra parte los únicos
negros son los vendedores ambulantes africanos. Lo que cuenta es que
experimento cómo puede la ficción revelar y potenciar la realidad. Acaso no
deba el arte reducirse a los mates tonos y esquemáticos contornos de la vida,
sino la vida pugnar por lograr la belleza y plenitud del arte. Sigo admirando
cómo la magia de la literatura se ha vertido en el álamo. Vibra pletórico al
viento, palpitan sus hojas de plata, desde aquí creo percibir su rumor cóncavo
de caracola.
Si
al fondo del monótono ajetreo y del trajín cotidiano, al final de una calle
cualquiera, si más allá de los grises intereses opacos y tóxicos como el humo
de los escapes, como una esmeralda en el lecho de un río contaminado, puede
vibrar flamígero y fulgurante, fluctuante, un álamo como este, la realidad
también puede ser intensa. La lucidez puede resultar alucinógena, no hace falta
soñar ni emborracharse. Bajo una determinada luz y en un momento dado, como a
ojos de un pintor genial, de cualquier objeto puede aflorar su latido más
profundo, fluir un manantial de vida verdadera, precipitarse una catarata
detenida por una mirada que se eterniza en el lienzo o en un verso. Todo es
susceptible de merecer un cuadro, un poema, una mirada como la mía a este
álamo. Se producen una identificación y una cristalización idénticas a las del
amor. La verdad está en la mirada. Amo al álamo, al álamo y a cada uno de sus movimientos
en el tiempo, a la vida, a mí mismo como Walt Whitman.
Y
justo ahora siento en la yema de los
dedos la inminencia de la escritura, la exaltación de la escritura, no ya la
intuición como otras veces de que tarde o temprano escribiré, sino que
percibiendo el eco inverso del primer verso, me posee la certeza de que tras
descabezar unas horas de sueño voy a escribir, por fin voy a escribir, a
celebrar la visión del álamo, a celebrar mi mirada y la poesía y el álamo con
un poema sobre el álamo que lo duplicará como si lo reflejara en un río, y
dotándolo de otra sombra o reflejo lo trasplantaré de vuelta a la ficción.
Me
quedo admirando el milagro de su brillo al fondo de la calle.
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