Ante
mis fauces la litrona osciló arriba y abajo, en la parodia de la ceremonia de
una liturgia beoda, recordé el inicio de Ulises, cuando Buck Mulligan
consagraba con la bacinilla del afeitado, y mi reacción de arrebatar al barbudo
su botella para brindar con la primera entrechocándola fue jaleada con oleadas
de entusiasmo. No en vano también yo había bebido y mi juventud era
diabólicamente eterna.
Brujuleé
por aquella borrasca de jolgorio, una tormenta de risas que al delirio de
relámpagos y tragos por zonas desencadenaba truenos de disputas. A través de
aquel febril tremedal de euforia y confusión me abrí paso entre la maleza de
las voces, y en los claros me trababan vidrios, botellas, vasos y bolsas de
plástico parecidas a alimañas agonizantes.
Aunque el trayecto era corto, ya que busqué
entre los anuncios próximos al bulevar, con lentitud se acercaba en la orilla
el faro del neón del pub donde había quedado en
volver a telefonear a mi interlocutora. Con la discreción del gremio
solo entonces me facilitaría la cercana dirección exacta. Había encontrado su
teléfono en uno de los cortos intervalos en que me funcionaba Internet.
Sabiendo que Ángela me escuchaba, tanto me había deleitado en acordar con
aquella voz carnosa –correosa- el concepto de los servicios en cuestión, que
suscité las suspicacias de ésta sobre si no se limitarían las propias
negociaciones a un mero medio de estimulación por mi parte. Dos veces se cortó
la comunicación –obra segura de Ángela-, pero yo insistí en reanudarla
volviendo a marcar el número de la elegida.
Ya
me quedaba surcar el último oleaje antes de llegar a puerto. Aun con la
impunidad del alcohol y la convicción de que con mi ocurrencia arrojaría a
Ángela a la cara la demostración de que el pecado de su espionaje en sí mismo
comportaba su penitencia, no dejaba de tener una oscura conciencia de mi
vileza. Era como lucir un lamparón en la pechera de una camisa Massimo Dutti. Y
el hecho de que en verdad no fuera a consumar el negocio y que para ahorrarme
el pago de los servicios sin renunciar a infligir a Ángela el estoque, me
limitaría a llamar por el telefonillo, acceder al portal y allí aguardar media
hora agazapado y luego salir componiendo una mueca de satisfacción, de modo que
desde su lejano puesto de observación mi ex creyera que el comercio había
tenido lugar según lo estipulado, en vez de atenuar la vergüenza, añadía más
oprobio al caso. Al intentar enjugar la mancha de la camisa solo conseguía
esparcirla.
-Calle
del Gato número trece, primero primera –la voz carnosa se reblandeció al
comprobar que yo era serio y seguramente solvente y maduro, como el anuncio
caracterizaba a su cliente ideal.
Al
incitarme a subir –en apariencia innecesariamente pero a fin de cuentas en
vano- a través de las crepitaciones del interfono la voz de carne pareció
chamuscada, como si chisporroteara en una parrilla. Las maderas historiadas del
portal me dieron paso a una penumbra perfumada de ambientador de rosas. El
silencio se henchía de lujo y bienestar, lo refrescaba la calidad del mármol y
la calidez de las maderas lo hacía acogedor. Procedentes de la escalera unos crecientes taconeos contrapuntearon los latidos de mi pulso. Quien bogaba a ciegas,
procedente del primero, sería un exacto conocedor del tramo. Quizá mi
predecesor en el gabinete, algún cliente habitual. Se me puso la piel de
gallina ante la posibilidad de que se tratara del proxeneta que viniera a
cobrarme por adelantado; si no huía sería castigado por mi falta de fondos y formalidad.
Me deslumbró el estallido del coro de luces de la araña, y a la onda expansiva
del más incrédulo asombro y del eco y las esquirlas de las voces de sus
resplandecientes prismas, saltamos atrás, como dos animales mutuamente
asustados, él y yo.
Al
pie de las escaleras me apuntaron el cañón y los ojos y la boca de par en par
del mastodonte de la pareja estrafalaria de americanas circenses.
Me
abalancé sobre el portal: no se abría. Antes de que el otro reaccionara pulsé
el interruptor y pude escapar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario