-Es
un ju-juego que nos traemos ella y yo.
-Pues
menuda broma robarte la novela y dejarte sin Internet y sin ordenador, si de
veras te dedicas a escribir.
-Son
mo-molestias que se toma por mí. Pronto vol-volveremos a estar juntos. Nunca
encontraría a na-nadie como ella. Es el a-amor de mi vida.
Mis
recuerdos del resto de la noche se confunden con un sueño. No sé qué ocurrió y
qué dejó de ocurrir, por qué empezó y cuándo terminó todo, cómo se encadenaron
y desencadenaron los hechos. A una luz macilenta y mareante, brumosa y por
momentos relampagueante, varias escenas se funden unas con otras como editadas
por un montador vanguardista o ebrio. Aunque me temo que allí el único borracho
era yo. Me veo huyendo a la carrera del portal y dejando atrás a mi
perseguidor, seguramente informado por Ángela de mi llegada a la calle del
Gato, y sin solución de continuidad junto a una japonesa convulsionándome en
una discoteca entre los relampagueos de un láser, por momentos me creía un
evadido enfocado por los reflectores de mis carceleros, e ignoro si antes o
después tambaleándome a través de las ruinas de la noche, en una calle
traspasada por un silencio portentoso, antes de entrar o a la salida de una
taberna típica, turística de puro vieja, con tablado y serrín al pie de la
barra de zinc, con la particularidad de que las paredes de cal ya se
estrechaban con amenaza de compresión de los presentes, ya se expandían hasta
adoptar la amplitud de una corrala, donde a horcajadas en una silla de anea,
como un quejumbroso cantaor de cante jondo, me dediqué a propalar mi caso.
-¿Habéis
oído lo que dice? El menda dice que ha estado liado con una famosa.
-¡Menos
lobos!
-¡Que
diga quién y que invite a una ronda para brindar por ella!
-Con
otra copa dirá que es Cleopatra.
-¡Cómo
están las cabezas!
Mi
auditorio se caracterizaba por transferirse unos a otros, como si fueran
postizos, sus rasgos más distintivos. Los ojos de lechuza de uno se
inscribieron en la cara del tipo de la verruga en la punta de la nariz, la cual
pasó al de la boca mellada, y así sucesivamente hasta que tras una vuelta se
reubicaban en su dueño primitivo y la ronda se iniciaba de nuevo. Interiormente
me burlaba de ellos: todos estaban borrachos menos yo. A veces andaban a gatas
o las mesas libres con las sillas invertidas echaban a volar obra de una
telequinesia eficaz. El local oscilaba en una ardiente niebla. Los muebles
parecían tener fiebre. Delirantes botellas danzaban en la barra, un espejo
reflejaba escenas del pasado, patilludos bandoleros y migueletes de mostachos
retorcidos. Una y otra vez intentaba desprenderme de unas gafas de tres
dimensiones con un caleidoscopio incorporado. Mis fugaces visiones de vigilia
devenían oníricas y duraderas, mi lucidez estaba alucinada.
-La
nuestra es una relación amor-odio, co-como los grandes amores de la historia.
-Claro,
y ahora estáis en la fase del odio.
-Si
siempre empinas el codo así, no me extraña que te haya dejado.
-Siéntate,
colega, o te romperás la crisma. No te tienes en pie.
-Lo
de que es escritor debe ser verdad, según la manera en que priva.
En
un momento la estancia se desequilibró y empezó a descender como la cubierta de
un barco que se hundiera. Todo el mundo menos yo se puso a hacer el pino.
Sumergido en el agua el figón se fundió en la oscuridad. Tuve conciencia de
estar tumbado. Primero en una tumba, entre sábanas de mármol. Luego en el
camastro de mi palomar. Y vi a alguien que era y no era yo, pero más bien sí
era, dando tumbos hasta acceder a la taberna. Estaba soñando. No sé si un sueño
dentro de otro o si había soñado que despertaba o si quien soñaba era otro que
no era yo. Recuerdo que recién entrado tuve la sensación de que mis bandazos
regulaban el ritmo de todo cuanto me rodeaba, la cadencia de las seguidillas,
el paso del camarero, los ademanes de los bebedores. En mi recuerdo de aquella
noche la irrealidad acontece lógicamente, como en los relatos de Kafka los
absurdos suceden razonablemente.
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