Una
coliflor y tres manzanas coronaban las dos bolsas de papel de estraza. Al mudar
de barrio también había cambiado de supermercado. En mi nuevo status, privado
de mis privilegios, si por casualidad o por mis frecuentes extravíos me
equivocara de calle –como durante un año me había equivocado de vida- y pasara
por el barrio de Ángela, me ignorarían los sensores de las puertas automáticas
de los delicatesen y templos del gourmet, y aunque pasara a su vera los
cristales permanecerían insensibles a mis ávidas miradas. Ya no era un gato
doméstico; ahora tenía que alimentarme de mi orgullo.
Así
que me hice habitual de un súper de precios populares sito en el bulevar, cerca
de mi nueva sede. Pero aquella tarde tuve que acarrear una dificultad más seria
que el peso de la compra siete pisos arriba, sin ascensor. Abonada la cuenta,
antes de alcanzar la salida me salió al paso un tétrico y truculento moreno de
tez aceitunada y parche en un ojo, que extendiendo la siniestra y sin mover los
labios, por la comisura de ese lado musitó una letanía de corrido, y denegando
con la cabeza para esquivar a aquel menesteroso, supuse que uno de los
pedigüeños que cada vez mejor vestidos y acicalados, casi metrosexuales, ornan
las esquinas, me hice a un lado.
-Por
favor, venga por aquí –ahora me pareció un encuestador; de no ser por su tono
funerario lo habría tomado por un vendedor deseoso de guiarme al stand. Al
fijarme en él con más atención vi lo generoso de mis apreciaciones. La espalda
cargada, el tupido vello de los brazos y del nacimiento del cuello, la
separación excesiva entre la nariz y la boca, lo acercaban a la especie de los
primates.
-Será
mejor que no ponga dificultades. Acompáñeme.
El
vistazo al carnet plastificado inserto en la cartera instantáneamente abierta
me hizo consciente de la verdad. Volvió a extender la mano a la izquierda,
mostrándome el camino. Obraba con discreción, consciente de su vil condición.
Por la derecha surgió la inevitable pareja, otro moreno más joven, erguido pero
igual de rígido, con idénticos rasgos parecidos a boyas vacilantes sobre una
superficie traicionera, y con otro polo verduzco mosca, parecía el hermano
menor, la versión mejorada del primero antes de ser corrompido por el ejemplo
del mayor. Enmudeció el hilo musical; la promotora de chocolatinas abrió de par en par los ojos
y la boca; se volvió el cajero, en la detenida cola se plegaron ceños y
crisparon mejillas. Me dejé conducir entre ambos hacia una puerta entreabierta
a un modesto despacho, seguramente del gerente. El más joven entró el último.
Hicieron a los lados las dos sillas de los visitantes y conmigo en medio nos
quedamos ante la mesa, por lo que no nos mirábamos de frente. El mayor me
escrutaba con la mirada sesgada de su ojo único. Allí adentro siguió hablando
como un ventrílocuo, como si a través de la garganta y de la caja de resonancia
del tórax sonara una grabadora:
-Está
usted siendo investigado por un robo en este local. Vamos a proceder a
registrarlo. Deje las bolsas sobre la mesa –al callar tenía la costumbre de
cloquear con la epiglotis: la tecla de apagado de la grabadora.
-Debe
de ser un error –la situación era tan irreal que no hallé otra defensa, y en
vez de una rectificación aguardé el clic del encendido.
-En
la grabación de la cámara aparece alguien clavado a usted guardándose en el
bolsillo una lata de caviar. Le aconsejo que colabore –encontré una línea de
defensa, esta vez no sonó la tecla:
-Oiga,
aquí ni siquiera hay caviar auténtico… Aunque desde hace poco, los cajeros me
conocen…
-Precisamente
por eso.
El
mudo se puso a descargar una bolsa y para mantener la dignidad yo mismo lo hice
con la otra. La mesa, por lo demás vacía, pronto empezó a parecer un puesto
ambulante.
-¿Tiene
el ticket?
-¿También
se supone que esto lo he robado?
-Vacíese
los bolsillos y ponga todo aquí encima.
Él
se ocupó del resto de la otra bolsa. Ocluí la compuerta de los labios para
obstruir la corriente de protestas y acabar cuanto antes. Deposité en la mesa
el contenido del bolsillo izquierdo: el cadáver de un pañuelo de papel usado,
una pelusa larvada, un extinto bono de bus, un caramelo de eucalipto, el
tintineante manojo de lleves, el ticket de compra y un papelito arrugado con
las notas tomadas al vuelo para un relato nonato. Mientras que con la actitud
de un comprador desconfiado el joven cotejaba el ticket con los artículos de la
mesa, el otro intentaba descifrar mis apuntes.
-Es
la lista de la compra –le dije, para un policía no hay nada tan sospechoso como
la literatura. Creyó que entrecerrando el ojo descifraría mi letra.
-Aquí
hay indicaciones muy sospechosas: “Quitar el dinero”… “Eliminar esto”…
-renuncié:
-De
acuerdo, es el plan de…
-¿Un
robo?
Estuve
a punto de concederle que no escribí el cuento porque el argumento se parecía
demasiado a uno de Chejov. Desviaron su atención unas hebras de tabaco
adheridas al papel, que husmeó a conciencia. Impulsado por un movimiento en
falso de su compañero, un tomate rodó por la mesa y con el sordo estampido de
un fruto maduro caído del árbol reventó en el suelo.
-¿Y
estas llaves de qué son?
-¿Usted
qué cree? Pues de casa, del coche, el trastero…
-¿Y
esta antigua y medio oxidada?
-De
una casa vieja –entretanto el joven fiscalizaba mis compras: hizo sonar como un
sonajero la caja de cereales, miraba al trasluz los botes, incluso peló un
plátano. Y luego volvió a revisar el ticket.
-¿Qué
dirección tiene?
-Es
un pueblo perdido, no vamos nunca.
-¿Y
por qué la lleva encima?
-Es
una especie de talismán, una cuestión sentimental.
-Aquí
esto no concuerda –la voz del hermano pequeño era, más que chillona, incisiva y
aguda, fría y afilada como la hoja de un cuchillo. Le indicó al mayor que en el
ticket no aparecía la lasagna que ya goteaba en una esquina de la mesa. Cuando
éste le hizo saber que constaba como ultra congelado y dejó de haber un motivo
real para la investigación, me sentí en el interior de El Proceso, de Kafka.
-El
otro bolsillo.
Mi
tenso puño dejó caer en la mesa el resto de una tableta de pastillas, un botón
descosido y otro de repuesto envuelto en plástico, un envoltorio de chicle, un
céntimo, un mechero de plástico rojo cereza y la tarjeta sanitaria. Del
bolsillo interior de la americana extraje el carnet de conducir y el de
identidad.
-¿Es
que no lleva teléfono?
Iba
a replicarle que lo tenía intervenido pero fue más rápido.
-¿Y
tampoco cartera?
Escandalizados,
aquellos sabuesos dedicados a proteger la cartera de los potentados no podían
admitir que nadie en su sano juicio renunciase a llevarla.
-Ni
siquiera me han pedido que me identifique. ¿Qué clase de policías son ustedes?
-Lo
conocemos perfectamente, puede estar seguro. ¿Y estas pastillas para qué son,
para una noche de juerga? –la temperatura corporal me subió, la rabia ya
borboteaba de la caldera de mi ánimo.
-Todo
lo contrario: son tranquilizantes. Las llevo por si me topo con algún policía
impertinente. Voy a tomar una.
-Quítese
la americana.
-Por
si quiere saberlo, no llevo tabaco porque se me ha terminado.
-Los
zapatos fuera.
Por
suerte eran de lengüeta y no tuve que agacharme para quitármelos. El joven se
lanzó a husmearlos como un perro.
-¿Quiere
también los calcetines? Le advierto que son de ayer.
-Ahora
los pantalones y la camisa.
-Esto
no va a quedar así.
-Desde
luego que no, ahora viene lo mejor. Desnúdese de una vez y ponga los brazos en
cruz.
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