Perseguido
y traicionado, vilipendiado, vapuleado –flagelado por las lenguas de la
calumnia y las colas demoníacas del infundio-, coronado de oprobio y clavado en
la injusticia, invitado a probar el vinagre de la más agria amargura, en mi
viacrucis había sufrido la persecución de aquellos dos dignos sucesores de los
centuriones. O más bien sicarios de Herodes, que en bandeja de plata sirvieran
mi noble cabeza a la nueva Salomé. No en vano Ángela había bailado la danza de
los siete velos en una adaptación televisiva de la Salomé de Wilde.
Aunque
no soy un hombre de acción y antes de
que llovieran palos y pelotas o se adensaran los gases me escabullía, hasta
hacía poco había engrosado manifestaciones anti sistema y protestas de okupas,
y una vez hasta me encadené con otros siete a la puerta de una vivienda
embargada por un banco, así que a la salida del supermercado solo tuve que
renovar mi odio a tales perros amaestrados por los potentados, los policías,
azuzados por los ricos contra quienes cuestionan sus privilegios.
La
reconstrucción de tal relato me hinchió el pecho de orgullo, de algún modo
justificó mi ruina personal y como el soldado condecorado por una herida
encontré cierta nobleza compensatoria en tanta miseria y desgracia. Ebrio de
ira no miré si me seguían la grotesca pareja de espías, el forzudo y el
esmirriado de americanas circenses. Seguirme a todas partes no constituía un
delito y no podía esperar protección de la policía. Al menos no habían vuelto a
atacarme.
No
podía desfogarme con nadie ni aliviar en los hombros de ningún compañero
solidario el peso y la opresión de mi enfado. Nadie me prestaría el consuelo de
un pañuelo ni me acogería en su pecho. Ni siquiera tenía un perro al que
propinarle una patada. En una semana solo había obtenido de mis llamadas a mamá
la seguridad, transmitida por su compañera de piso y trabajo, de que se
encontraba bien y que me llamaría en algún hueco de su turno de guardia.
Atropellado
por la policía y por los nervios, di un traspié y, ocupadas las manos por las
bolsas de la compra, descargué todo el impulso de la caída en la rodilla
derecha contra la acera. Un servicial albino o pelirrojo rapado se puso a
recoger naranjas y manzanas rojas. Aún a gatas también yo me puse a acopiarlas,
y con la rótula dolorida el chirrido de los frenos de un coche patrulla
sonorizó mi queja. Por un momento creí que la pareja de hermanos o lo que
fueran habían obtenido del juez una orden de captura exprés contra mí.
A
la altura de un restaurante de lujo saltó el conductor a abrir al que resultó
un conocido, hasta hacía bien poco de la familia, mi suegro León Mayo, el arrogante Jefe
de Policía. Envarado en sus entorchados como si se hubiera tragado la escoba
con la que había barrido la escoria de la provincia, transitó por la alfombra
roja de entrada a un paso que recordaba el deslizamiento de un muñeco sobre sus
ruedecillas o un patinador tras su ejercicio orgulloso de haber obtenido la más
alta puntuación. Tal vez por la asociación con el dolor de otra extremidad,
recordé el día que Ángela me presentó a aquel tipejo, su padre, también en un
restaurante de tenedor de oro. Porque al estrecharme la mano con su maza el
gerifalte de corpachón rutilante de hebillas y enseñas, de correajes y
condecoraciones, con una sórdida y sádica sonrisa en la mandíbula de bulldog,
sentí que no solo me crujían falanges y nudillos, sino que me oprimía la muñeca
una presión fría y metálica parecida a la ejercida por unas esposas. No probé
los entrantes intentando activar la circulación de la mano masajeándomela bajo
la mesa.
El
albino retomó su camino, sin haberse interesado por mi estado ni dirigido la
palabra ni una mirada cuando le agradecí su ayuda, me había contagiado una
gélida incomodidad, un extrañamiento raro. Resultaban inquietantes su falta de
cejas, su frialdad de anfibio. Habría preferido que no me ayudara. Recordé que,
más allá de sus habilidades de hacker, Ángela me espiaba con tecnología
policial. Y a través de las esquirlas del sol filtrado por la copa de un
castaño me hirió la vista el rayo de la certeza de que con la connivencia de su
padre, igual que en comisaría se habían negado a tramitar mis denuncias contra
ella, Ángela me había soltado a aquellos dos canes del supermercado.
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