-Hola;
muy buenos días; qué tal.
Acostumbrado
a que a través de los ángulos de los raídos visillos de las ventanas ciegas,
con el distanciamiento del escepticismo o la decepción del desengaño, desde su
helada soledad solo me observaran los fantasmas de mi calle, o a que como mucho
sus sombras sin cuerpo como las de los pájaros o de las ramas de los castaños
al viento se agitaran en las tapias descascaradas y fachadas en ruinas, me
alarma el trémolo del triple saludo con tono de balido. Aún más fuerte es el
contraste entre la inmaterialidad de los espíritus de la calle y la carnalidad
cálida y tornasolada, fluida y tornasolada, fluvial, estival, de la rubia
cajera del minimercado. Su blusa alba, por fuera de los tejanos rasgados,
impone su textura de lirio y miel blanca, su frescor de haya palpitante de
brisa y savia, su fulgor de madura espiga, su esplendor de uva clara y de oro
al sol. El doloroso arrebato de su armonía y su carácter de fuente de vida, la
cornucopia de su cuerpo de Venus coronada por la cabeza de oveja, la confirman
como diosa mitológica.
-No
te conocía fuera de la caja. Pareces otra.
-Abrimos
en cinco minutos. Salus estará levantando la persiana.
-Hoy
no me toca la compra, pero te acompaño.
Lejos
de la mecánica y los cálculos de la caja, y sin el uniforme, sus movimientos
resultan más lentos y densos, submarinos. Su sensualidad eleva la temperatura
de ambiente. Como capullos estallan en la seda los rosetones de sus cónicos
pechos. Flotando por el aire la blusa recién parece haber cubierto su torso, no
por recato sino para sublimar su erotismo. Obscena, explota en la boca una
pompa de chicle evocadora de otras gomas.
-No
sabes cuánto te lo agradezco –bala de alegría-, este pueblo está muerto. Y yo
que decía que lo daría todo por un trabajo fijo. Vengo de trabajar de gogó y
relaciones públicas de una discoteca, así que imagínate cómo me está sentando
esto –posa su mirada en el vértice de mis pantalones, un desgastado par de
tergal del abuelo a juego con una de sus raídas camisas de franela-. Y para
colmo tengo que comer y dormir en la casa de mi jefe. Podría aprovechar para
estudiar, pero con tanto silencio no me concentro.
-¿Qué
estudias?
-Empresariales.
Ya voy por primero… Me aburro y me siento en una posición falsa. A veces me parece
que Salus quiere que me insinúe a los clientes. No soy ninguna puritana, pero
con quien yo quiero. En cuanto cobre el primer mes pillo el bus de vuelta… ¿Me
dejas una chupada?
Tardo
en comprender que se refiere a la pipa de mazorca de maíz que para confirmar mi
aspecto faulkneriano he recuperado de la alacena, donde yacía bocabajo sobre
una taza de loza, con los incisivos del abuelo marcados en la boquilla de
ámbar. Prosigue:
-Salus
en un indeseable y aquí solo hay viejos. Así que imagínate el plan –nuestras
caderas chocan como una colisión de planetas al instante de nuevo atraídos por
fuerzas gravitatorias.
-Tiene
que ser un peligro vivir con él.
-Ah,
no, en ese sentido puedo estar tranquila. ¿No lo has notado?
Sufre
un acceso de tos. Un intenso olor a quemado neutraliza su afrodisíaco perfume
de canela entreverado con coco. Una nube de humo opaca el azul eléctrico del
cielo. Me devuelve la pipa.
-Muchas
gracias. Está riquísima.
-¿Y
ese humo?
-¿No
lo sabes? Ayer de madrugada se declaró un incendio en el pinar y no hay forma
de extinguirlo. Menos mal que el asfalto hace de cortafuegos y gracias a eso lo
tienen medio controlado.
Demora
el paso y vuelve a rozarme su ancha cadera, esta vez percibo el calor de un
glúteo, y mientras me encarece lo arduo que a los jóvenes resulta encontrar un
trabajo digno, las manos de sus grises ojos me masajean el cuerpo entero, los
largos dedos de sus pestañas me acarician. Por desconocimiento del lugar o para
alargar la compañía se desvía por una calle que nos obligará a un rodeo.
Debería invitarla a cenar en el porche las porciones de jamón y queso de que
ella misma me provee, pero me inhiben el fatídico recuerdo de Victoria, aquella
rubia falaz, la dificultad de romper la inercia de tres semanas de soledad y mi
resistencia a profanar la virginal memoria de la casa familiar. Ahora retoma el
relato de sus áridos ocios en el pueblo, una incitación a que me ocupe de
fertilizarlos. Se detiene y se vuelve a mí. Parece contagiada de la costumbre
de su jefe de no respetar las distancias. Erectos por el fresco, nuestros
pezones se tocan. Nuestras respiraciones se mezclan, una anhelante y la otra
afanosa. Siento la calidez de sus palabras antes de procesar su significado:
-Estoy
hablando demasiado. Lo mismo te has hecho amigo de Salus y le vas con el
cuento. Tengo mala suerte con los hombres.
-Puedes
estar tranquila: me cae gordo. No le diré que te he visto fuera de la tienda.
-Será
nuestro secreto. Es un pesado, yo que tú no le haría tanto caso. Siempre que le
das vidilla presume de haber hablado contigo y me da envidia… Es un bicho raro,
un freakie total, y desde anteayer está atacado.
-¿Qué
le pasó?... Vamos a llegar tarde y te va a echar una bronca –reemprendo el
camino.
-Llegó
histérico a la tienda. Blanco y sin peluquín. Parecía que había visto un
fantasma o que él mismo fuera el fantasma. Nunca lo había visto así.
-¿A
primera hora de la tarde?
-¿Cómo
lo sabes?
Inhalo
una bocanada de humo y ahora soy yo el afectado por la tos. A lo lejos el
resplandor del fuego flamea en las primeras bardas del pueblo.
-Dichoso
fuego –me quejo con lágrimas en los ojos.
-Los
vecinos alucinan, nunca han visto nada igual… Bueno, ya estamos… Me llamo Cándida, Candy para los íntimos, ya
sé que tú eres Felipe… Si necesitas algo, cualquier cosa, ya sabes dónde estoy.
Hasta luego; ciao; adiós.
Mientras
cruza la plaza hacia el minimercado, recuerdo la última vez que fui a un
supermercado en la ciudad.
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